Hace mucho no tenía tantos war flashbacks como los estoy teniendo en el encierro. No estoy encerrada, en realidad, yo puedo salir cuando quiero. A los catorce años hubiera escrito con el orgullo de un estudiante de letras pretencioso que soy libre de todo menos de mis pensamientos. Es verdad, no se apagan nunca. Ni cuando duermo, ni cuando cocino, ni cuando me miro fijo al espejo de mi cuarto y trato de bailar para hacer de cuenta que no tengo nada en la cabeza.
Hace un año cursaba tres materias y no podía con ninguna. Pasaba mucho tiempo sola, más del que se puede soportar. Había días que enloquecía, que no podía meter más contenido: tenía los sesos fritos. Le rezaba a mi dios que me ayude y me diera veinte minutos de respiro, que necesitaba pensar en mis cosas.
Mi dios, al final, es un wacho, me dio una pandemia y a mí misma hablándome sin parar. Le rezaría por veinte minutos de silencio, ahora, pero no me vaya a dejar dos metros bajo tierra con la eternidad acechándome desde la nada y los pensamientos incesantes, insoportables, imposibles de callar.
Hace poco me volvieron las alergias y todos los recuerdos que trae tener la piel irritada, hinchada, arrancada con las uñas que no pueden parar. Ahora Júpiter se me caga de risa. Yo me le cago de risa a Zeus. —¿Quién te conoce, papá? Serás el padre de todos los dioses, pero no el mío.
Mi dios no es mi viejo, pero Jesús si quiere puede ser mi hermano. “¿Quién te conoce, ¿papá?”, le grito. Me retruco, “¿Quién me conoce a mí?”
¿Quién me conoce a mí?
Si estoy hecha bolita entre frazadas en el cumple de mi perra.
Mayo 2020