He estado «fantasmeando» a lo largo / Fantasma en tu casa / Fantasma en tus brazos
No sé lo que se supone que debo hacer, perseguido por tu fantasma
La primera vez que me pasó estaba en la cocina. Habíamos decidido continuar por caminos separados hacía tan sólo 28 días —vos y tu numerología, con esa cifra endemoniada—, porque por supuesto que los venía contando. Más que una decisión voluntaria, este alejamiento era una necesidad inconsciente. No fue un deseo o una intención, y por eso supongo que me sucedió lo que voy a contar. (“Cuando el corazón no se quiere ir, no importa dónde esté la cabeza”, me dijeron una vez.)
Entonces estaba en la cocina, casi un mes después de la última vez que nos vimos en persona y cara a cara, de esa noche que lloramos tanto, de ese portazo final que me paralizó por completo. Era de noche, un martes si no me equivoco, y estaba esperando que me llegara la hamburguesa que había pedido por delivery. A vos te gustan tanto, y no podía soportar que cada cosa que yo hacía te evocara, pero necesitaba una comida que me alejara apenas de la tristeza cotidiana que vivía en ese entonces. Por eso, pedí la opción vegetariana, para sentir un poco que me burlaba de vos y de tu omnipresencia en mi vida. Había decidido también que iba a abrir un vino, un rosado que me había regalado una amiga cuando se enteró que estaba teniendo unos días complicados emocionalmente. Mientras buscaba el sacacorchos, tu figura vino a mi mente —para variar—: el color de esa bebida era el mismo que el de tu camisa el primer día que nos vimos. Me tomé la cabeza y apoyé los codos contra la mesada, intentando convencerme de que esto no me estaba pasando en verdad. Era un rosa claro, muy fino y sutil, parecido al color 1787 C de Pantone —porque maldigo el hecho de haber salido con un diseñador gráfico, ¿sabés?—. Quedé dura, con la firmeza como una estatua, sintiendo la petrificación de mi sangre. Si mi corazón ya de por sí latía aceleradamente —igual que lo hizo cuando te vi con esa camisa por primera vez hace varios años, o cuando escuché ese portazo hace poco— solo con ese recuerdo, creí que iba a desarrollar taquicardia cuando el vino se abrió solo. Delante de mis ojos, que luchaban por salir de la hipnosis en la que me había dejado ese rosa 1787 C, el corcho voló por los aires sin el accionar de ninguna mano. O por lo menos, ninguna mano física, real, de carne y hueso, corpórea. Porque yo estoy segura que fue gracias a tu fantasma. Sé que estoy en lo cierto, aunque no dudo que me llamarían paranoica si se enteraran de esta historia, cuando digo que vos estabas ahí conmigo. No era sólo la reminiscencia de vos; ahí estabas vos. Ahí, conmigo.
En el segundo episodio me encontraba en el balcón. Tomaba mate —dulce, bien dulce, también para llevarte la contra ahora que ya no estabas—, sentada en mi reposera favorita, agotada después de un día de trabajo que me destrozó más que de costumbre, porque continuaba en “mis días difíciles”, como había empezado a llamarlos. Tengo la suerte de vivir en un barrio tranquilo, que me permite concentrarme en mis pensamientos sin tener de fondo bocinazos ensordecedores, ni frenadas abruptas, ni murmullos interminables, ni piares de pájaros charlatanes. Estimo que el reloj daba las 20 en punto, y yo cebaba la segunda tanda, riéndome de un comentario gracioso que habían hecho en la radio que me acompañaba a la distancia. En ese momento, entre tanta carcajada, la voz de los conductores se vio opacada por la tuya. El tono cantarín en tu expresión me inmovilizó a tal punto que por poco el mate rebalsa de tanta agua que servía sin darme cuenta. Para mi suerte, logré evitar el desborde, porque fueron segundos nada más hasta que se rompió la burbuja en la que me había encerrado el timbre de tu voz. “Traigo más bizcochitos, ¿no?”, me dijiste mientras te reías del mismo chiste de la radio. Ese eco llegó a mí sin vacilaciones, fuerte y claro pero no a los gritos, tal como lo hacía tu voz cuando conversábamos en el balcón todas las tardes después del laburo.
La tercera aparición se hizo en el supermercado. Era un domingo a la tarde, deprimente como la actividad de hacer las compras ese día y a esa hora. Deambulaba por la góndola de las galletitas, debatiendo internamente si prefería llevar unas marineras o unas con chips de chocolate. Luego de unos minutos, resolví que las pepas de membrillo eran la mejor opción para la merienda, aunque ni siquiera las hubiera considerado al principio, y las metí en el carro casi lleno. Me dirigí hacia las cajas y me ubiqué en la fila que tenía menos gente. Me despisté un rato observando con detenimiento las golosinas en las repisas que están próximas a las cajas, esas delicias seleccionadas y puestas estratégicamente para que las compres a pesar de que no las necesites ni las quieras, pero que te tienten a último momento y las lleves por las dudas. El cajero me llamó varias veces hasta que finalmente lo escuché, de tan ensimismada en los bocaditos Cabsha que estaba, por lo que avancé hacia el mostrador y lo primero que hice fue disculparme. “No pasa nada, tranquila; son provocadores”, me contestó entre risas, y ahí fue cuando me di cuenta. Estaba convencida de que me había olvidado de eso por completo; suponía que después de 56 días jamás volvería a mi mente. En un instante mi cara se transformó: la expresión espontáneamente amable que tenía al inicio se desvaneció ante la reminiscencia. Creo que el chico se dio cuenta, porque la sonrisa con la que me había respondido también desapareció. Esa sonrisa idéntica a la tuya (y cuando digo idéntica me refiero a que un equipo de los mejores artistas la habían tallado a mano en yeso), que no veía hace siglos. No pude evitar acordarme de la manera en la que tus dientes de arriba se exhibían tan triunfalmente cuando yo me reía con un chiste tuyo muy tonto, cuando escuchabas el solo de guitarra en “7” de Catfish and the Bottlemen, cuando la Selección anotaba un gol en el último minuto, o cuando salíamos a caminar todos los domingos mientras mirábamos el atardecer. El cajero no había compartido ninguna de esas experiencias conmigo como yo lo había hecho con vos, pero la sonrisa era exactamente igual. Tardé un lapso largo de tiempo en recomponerme; recién a la salida del supermercado, cuando estaba fuera de ese lugar ahora embrujado, me volvió la expresión al rostro.
La cuarta vez que te sentí estaba en el baño. Me preparaba para salir con Jerónimo —ignoremos colectivamente el hecho de que comparten iniciales, por favor—, el chico que me estaba sirviendo de escape a tu espíritu, que me venía hostigando con tu recuerdo. Siempre fui fiel a que “un clavo no saca otro clavo” y todo eso, pero estar siendo acorralada por el recuerdo de los tiempos que compartimos juntos me llevó a encontrar nuevos principios morales (por ponerlo de alguna forma). Había decidido no ir demasiado producida; sólo era nuestra segunda cita. Tenía puestos unos jeans holgados y rotos en las rodillas, una remera negra de Florence + The Machine y unos borcegos. Un collar de amatista colgaba de mi cuello y un par de argollas metálicas adornaban mis orejas. Llevaba ya unos minutos maquillándome; tenía el delineado y la máscara de pestañas listas, pero me faltaba echarme un poco de polvo. Mientras la brocha acariciaba la piel de mi mandíbula, bajé sin querer la vista hacia mi cuello. Ojalá alguien me hubiera advertido de no haberlo hecho jamás. Era una mancha tenue, imperceptible si se me miraba a la distancia, pero relevante si se veía de cerca. Hasta ahí no parecía ser muy grave, si no fuera por el hecho de que tenía la forma de unos labios, sin duda. Pero nadie me había besado en ese lugar por un largo tiempo; el contacto con los chicos que salí en los últimos casi tres meses no había traspasado las mejillas y la boca; el cuello estaba bastante lejos. Comencé a preguntarme si quizás en realidad me había golpeado con algo ahí sin darme cuenta, y mi cabeza solo estaba alucinando ante la falta de caricias, mas debería haber sido bastante tonta como para no darme cuenta de semejante porrazo. Mi cerebro acabó por concluir algo que temía: ¿y si la marca había surgido a raíz del sueño que tuve anoche, en el que fantaseaba con que vos regresabas y terminábamos a los besos? De repente, la pantalla de mi celular se iluminó ante un mensaje; Jerónimo estaba esperándome abajo. Me miré al espejo, me demostré a mí misma que sólo se trataba de un sabotaje que llevaba a cabo mi memoria, y corrí a mi habitación en busca de la cartera que había elegido con anterioridad. Ah, y me forcé para no volver a pensar en eso otra vez.
La quinta visión la tuve en un boliche, en el día 112. No me acuerdo bien el nombre; mis amigas me habían arrastrado hasta algún lugar desconocido en Palermo. La mayoría de las canciones, principalmente de reggaetón y trap argentino, eran ajenas a mis gustos. Mas de repente y muy para mi sorpresa (creo que porque a las 5 de la mañana cambiaba el DJ, o algo así), estalló en los parlantes un tema de Conociendo Rusia. Nunca te había gustado del todo esa banda, por lo que yo me había refugiado en su música todos los meses posteriores a que nos distanciamos. Pero más vale que, mientras yo persistía en esta lucha contra vos y tu fantasma, iba a sonar la única canción que vos habías declarado que era la que más te gustaba: “Quiero que me llames”. El universo definitivamente conspiraba en mi contra, no podía haber otra explicación. Empecé a sentir que se me corría la máscara de pestañas, y cuando en mi boca entró un líquido salado, huí al baño, sin siquiera avisarle a mis amigas. Solo había avanzado unos metros y podía ver poco porque las lágrimas me nublaban la vista; aún así, no tardé en reconocer unos orbes profundos y calmos como un océano en medio de la muchedumbre. Hicimos contacto visual de casualidad y a las apuradas, entre apretujones que obstaculizaban mi paso, pero fue suficiente para que mi llanto se tornara desconsolado. El dueño de esos ojos (de color Pantone 15-3919, específicamente) se estaba riendo de algo que le había contado un amigo, y se achinaron de la misma forma en la que lo hacían los tuyos. Esa mirada me fusiló y me fosilizó, me dejó desconcertadísima en el medio de esa multitud que destilaba sudor y perfume. Seguramente vos en ese momento también estarías feliz disfrutando de ese sábado a la noche (o más bien, domingo a la madrugada), sin mí. Llegué al baño y me encerré en un cubículo a ocultar mi llanto. Aunque me esforcé en que mi sollozo fuera más fuerte que la música, alcancé a escuchar cómo Mateo Sujatovich cantaba: “Y para mí, / una canción / de amor / es tu recuerdo…”
El sexto suceso tuvo lugar hoy a la mañana. Me desperté incómoda gracias a una pesadilla, que, si bien estuve intentado adivinar durante todo el día, no recuerdo bien. Pero sí sé que me dejó con el corazón en la boca, y comencé el domingo intranquila por un sueño que casi seguro evocaba mis mayores temores. A pesar de la sensación de desasosiego que invadía cada rincón de mi cuerpo, me disponía a salir de mi lado de la cama —porque, aunque me duela admitir, el tuyo permanece intocable, encantado, a millas de mi cuerpo, como vos— cuando uno de mis sentidos casi que me detuvo los latidos. Como un bicho se escabulle lentamente por debajo de la puerta de entrada de una casa, un aroma penetró por mi nariz. Se me hacía remotamente familiar: era una mezcla de tabaco, damasco y ámbar… Y otra vez, antes de que pudiera procesarlo del todo, estaba sentada, envuelta en mis sábanas blancas, con el pelo revuelto y los ojos cansados; otra vez más congelada, como si la corriente fría más helada hubiera irrumpido en mi habitación y se hubiera apoderado de mi control sobre mi propio cuerpo. Esa fragancia que subyugaba el aire que circulaba por mi dormitorio era el de tu olor, Julián. No me atrevo a decir “perfume” porque no te gustaba usar y tampoco te hacía falta, pero juro por todo el amor que te tuve que tu olor se adentró en mí y en mi vida más que nunca, pese a que ya hace 140 días que te tuve cerca por última vez. En realidad, a esta altura, no sé ni para qué cuento los días, si tu existencia nunca me dejó, ni a mí ni la casa en la que viviste 28 meses, ni la cocina en la que bailamos al son de los Beatles, ni el balcón que escuchó todos nuestros secretos, ni las sábanas blancas de las que te rehusabas a salir, ni el camino al supermercado al que íbamos juntos todos los domingos a la tarde, como este en el que escribo este texto. Porque pensé que no volvería a sentirte jamás después del portazo. Ilusa yo, que todavía no había descubierto que en cada rincón de mí dejaste tu huella, y que te pertenece por lo menos la mitad de todo lo que tengo, aunque no nos hayamos casado nunca y tampoco hayamos dividido los bienes con un abogado. No tengo idea por qué estoy escribiendo esto. Una vez leí en algún lado que la literatura, y el arte en general, es una buena forma de canalizar lo que sentimos para entender qué nos pasa, y quizás lo hice para eso. Por lo menos reconozco que no va a hacer falta llamar a los cazafantasmas, porque pude identificar con precisión al que me persigue. No sé si lo tengo que ahuyentar, si tengo que buscar conjuros en Internet, o si es mejor convivir con él y hacerme amiga suya. Pero estoy segura de una sola cosa en este momento: si realmente estás entre mis cuatro paredes, me gustaría que te saques la sábana blanca que te envuelve y te esconde de mí. Porque todavía falta para Halloween, y no necesitás disfraces para tocar mi puerta de nuevo.
(Texto redactado en marzo de 2022 y revisado en junio de 2024.)