Esta foto no es de hoy, pero podría tranquilamente serlo, si total lo único que diferencia la monotonía de los días es el clima. Y a veces ni eso alcanza, ¿o acaso alguien puede decirme con certeza cómo estuvo el tiempo en los últimos siete días? Igual no importa, porque yo no lo sé y no podría verificar si están en lo cierto o no.

«Ese que va ahí es fulanito?» Me preguntó mi hermano. “Eh, no creo, no andaría con esos borcegos» le respondí. Intentamos reconocer a los rostros conocidos pese a los tapabocas, pese a la distancia. Queremos adivinar los rasgos que esconden las telas (algunas mas discretas que otras) y achinamos los ojos para que se nos haga finita la mirada, que es como se ve mejor, todo el mundo lo sabe.

La mayoría de la gente con la que hablo me dice que está agobiada, que la cuarentena les chupó la energía. En realidad lo que nos pasa es que tenemos un exceso de nosotres mismes. No es sólo no vernos las caras en directo, es que perdimos dos de los cinco sentidos de golpe: el tacto y el olfato. La pérdida del tacto era hasta necesaria, «no toques nada y si tocás pasate alcohol». Las manos, ásperas y agrietadas, ya no se reconfortan en otra mano, en otra piel. Hasta las mascotas ajenas nos da miedo acariciar.

Todo el día estamos expuestos a las pantallas y a los parlantes que nos muestran y nos gritan las noticias, pero también los rostros y voces familiares. Podemos verlos y escucharlos, pero no olerlos. ¿Todavía te acordas del perfume de la persona que te gusta? ¿El olor del aula u oficina? ¿A qué olerá todo lo que comen por TV?

El olor del otoño en la ciudad me es casi imperceptible, me llega filtrado por tres capas de tela y una servilleta que apenas me dejan respirar. El propio olor no se puede percibir, por lo que lleno la casa de perfume para sentir algo, para no dejar que se me muera la nariz.

No hay días, no hay pieles, no hay olores. De a poco me vuelvo bidimensional, de a poco me vuelvo una imagen en movimiento detrás de un gorilla glass.