En la noche del Minotauro, 

en la estricta sucesión

de árboles fugaces,

en el laberinto de humo

de una mente agobiada,

caben los mil universos

y sus sombras repetidas,

el sueño de Teseo

y la inocencia de la bestia;

la escapatoria no existe,

todos los hilos son inútiles

cuando su materia es el recuerdo.

 

Las paredes no esconden

grietas a otros cielos,

los gritos sordos claman

al olvido o a la muerte,

una salida última

que jamás será sincera.

Ni el vino de los griegos,

ni la negra sangre de los héroes,

ni el fugaz placer

de una diosa esquiva,

presa de los deseos,

nada me hará olvidar

que Ariadna duerme

sobre el mar que nos separa.

 

La noche tiene sus límites

antiguos como el laberinto,

en un simple giro

encontraré una sombra

cansada de esperar,

capaz de sentir

el miedo que respiran

los colores de mi piel.

El destino está escrito

en los huesos de su cárcel,

sólo soy su instrumento

de furtiva ceguera,

soy Teseo inmortal

matador destinado

a una cadena imposible.

 

Ahora, el final del pasillo,

el centro de una flor

desgajada por la bruma

de una mente incansable.

Es el fin, pero el comienzo,

fui Teseo inmortal

y ahora soy Minotauro,

los dos no éramos más

que el mismo reflejo,

la imagen inversa

de los sangrantes recuerdos.

 

Y Ariadna duerme

más allá del río

que soñaba ser mar.