Volviste una tarde

con la primavera durmiendo en la ventana

y un río de tinta

escurriendo por las grietas de mi alma.

 

Yo mismo te expulsé,

aquella noche angustiosa y lacerante,

cuando el sueño esquivo

me borraba los párpados con furia.

 

Me inventé la ceguera

y lloré sobre la tumba de Homero,

arranqué mis manos

y le imploré a la sombra de Lepanto.

 

Te insulté como un canalla

y te lloré como un cobarde.

 

Volviste de la mano de una niña triste

con la corona de espinas entre las manos

y cinco clavos destilando hiel oscura

desde las ruinas apagadas del amor.

 

¿Quién puede negarse a tu sombra,

quién puede describir el pausado

rumor que tus pies sinceros

dibujan en las orillas de mi mente?

 

Niña muda,

soplaste mis palabras

y volvieron como una lluvia,

robaste el fuego de los dioses

y lo dejaste en mis manos.

 

Pero nada vuelve,

veo tus ojos, tus trazos finos,

y sé que no eres tú.

El río se lo llevó todo,

incluso la risa de Heródoto,

mis sueños y mis letras ahogadas.

 

Y, sin embargo,

mis manos arden,

las líneas se escriben,

y la niña triste

duerme entre mis ojos con los colores del sol.