EL JUICIO DE PARIS.  

Afrodita es la diosa del sexo y del amor. La belleza es en ella una cualidad natural. Sin embargo, otras diosas han logrado impactar fuertemente a los inmortales del Olimpo. Tal era el caso de Hera, la esposa de Zeus, que tenía por función proveer de fertilidad a los humanos y a la naturaleza. Y también estaba Atenea la escultural diosa guerrera.

Y aunque es imposible imaginar que las divinidades femeninas puedan ser menos que muy hermosas, estas tres eran las que concentraban el mayor apoyo en cuanto a consagrarse como: la más bella de las diosas.

Es por eso que al arrojar Eris, la diosa de la discordia su manzana de oro en la fiesta de Tetis y Peleo, lo había hecho calculando el desmadre que armaría, ya que no solo estas diosas eran de belleza inconmensurable y se someterían a una desenfrenada competencia para ser llamadas como tal, sino que eran asimismo las más poderosas.

La manzana de la Discordia quedó en resguardo de Zeus, en tanto, Hermes el mensajero, organizaba el encuentro de las deidades con Paris, el mortal hijo del Rey Príamo de Troya quien laudaría en el concurso de belleza a su solo criterio. 

PARIS.

París fue creciendo ignorando la siniestra trama que los dioses urdían para su destino. Al nacer, su hermano: el adivino Esaco, había determinado que sería mejor que muriera por cuanto un oráculo anticipaba la ruina de Troya por su causa. Pero ya contamos que Agelao, encargado de matarlo se lo quedó y lo crio como a un hijo.

La regia apostura del joven no era fácil de esconder. Y tampoco su bravura. A los diez años sorprendió a una banda de ladrones de vacas y los mató, recuperando el ganado y obteniendo el cariño y consideración de los aldeanos. 

Un día fue a la ciudad y allí participò en una carrera pedestre, donde ganó dos veces la misma competencia, ya que los otros hijos de Príamo, desconociendo quien era, buscaban la forma de anular los resultados para no perder con un simple campesino.

Luego ganó la competencia de pancracio, una especie de boxeo mezclado con lucha libre;  y tiro con arco. Todos estos juegos, organizados por la Casa Real. 

Los hijos de Príamo viéndose superados constantemente quisieron matarlo. Entonces Paris huyó hacia el interior del templo de Zeus, y ya se disponían a sacarlo de ahí por la fuerza cuando llegó Agelao, preso de la desesperación, le avisó a Príamo de quien se trataba. Hécuba, la mujer del rey, reconoció enseguida a su desaparecido retoño. Y el Rey decidió entonces acogerlo con gran festín y exaltada felicidad. 

Los sacerdotes de Apolo, alarmados por el trato que el rey daba a su recuperado vástago, le recordaron que había una profecía que pesaba sobre la cabeza de Paris, y le dijeron que debía cumplir con el oráculo matando a Paris para salvar el reino. Pero Príamo, alzando los brazos exultantes exclamó:

– ¡No me importa que se hunda la ciudad, porque no mataré a mi maravilloso hijo! –

Poco tiempo después. Hasta el Monte Ida, donde en medio del verdor de la fresca campiña, Paris se entretenía pensando en cómo reemplazar al toro campeón que Ares le había matado, fueron conducidas por Hermes, el mensajero de Zeus, las tres divinas competidoras.

Pronto se manifestó Paris un digno descendiente de los osados reyes troyanos. Al ver la ansiedad que pintaba en el rostro de las diosas, comenzó a dar vueltas al asunto. Se hacia el preocupado por tamaña responsabilidad y mientras llevaba su pensamiento a cualquier parte irritaba de impaciencia a las diosas que esperaban su veredicto.

Ladino como ninguno, mientras hacía dibujos con una varita en el suelo empezó diciendo que no podría dar la victoria a ninguna de las tres, porque las diosas eran de una belleza tal que no podrían en ningún caso ser apreciadas por un simple mortal. Que cada una tenia lo suyo: el majestuoso porte, la sensualidad, el cuerpo esbelto y otras excusas por el estilo.

– ¡Dividiré la manzana en tres partes iguales! – dijo.

Sin embargo, Hermes le recordó que debía consagrar sólo a una por orden de Zeus.

– Bueno, está bien. Pero deberé observar a las participantes desnudas- Dijo temerariamente el muy aprovechado.

 No había terminado de hablar cuando Afrodita ya estaba sin ropas. Hera, que era nada menos que la esposa y hermana de Zeus, se turbó un poco, pero al fin y al cabo, por esa manzana haría cualquier cosa. Dejó caer su divino ropaje un tanto sonrojada ya que acababa de bañarse en la fuente de Canatos, donde periódicamente acudía para recuperar su virginidad. Por su parte Atenea, que había pedido a Zeus conservarse virgen eternamente, puso algún reparo ya que al no interesarse en ningún tipo de relaciones carnales no tenía costumbre de depilarse. Pidió a Afrodita una competencia leal, que se quitara el cinto invisible que causaba el enamoramiento de dioses y mortales, a lo que la patrona del sexo replicó que en vez de acusarla debía mejor sacarse el antiestético yelmo que llevaba a todas partes.

Finalmente, todas desfilaron desnudas para el astuto jurado. Hera se dio una sola vuelta aunque con gran señorío. Atenea también, algo toscamente exponiendo sus fibrosas piernas y el resto de su brillante y potente musculatura, semejante a un pantera que flexiona antes de saltar. En cuanto a Afrodita, se paseaba insinuante y perfecta, mientras los lascivos gorriones y palomas revoloteaban en su derredor y a sus pies crecían flores y hierbas de perfume embriagador, mientras decía a Paris:

– Mira bien querido, tomate el tiempo que desees y no pierdas detalle. – Agitando la respiración del joven pastor al acercarse tanto que casi podían tocarse.

Sin embargo, a pesar de tener los ojos regalados como ningún mortal jamás los tuvo, Paris tenía un reparo:

– Deben prometerme las que pierdan, que jamás se enojaran conmigo. –

Eran un temor fundado. Hera, discutió una vez con Zeus acerca del goce sexual. La intensidad del mismo y si el hombre o la mujer lo disfrutaban por igual o un género mas que el otro. Para definir esta controversia Zeus convocó al gran adivino Tiresias, para que laudara en la discusión. El sabio hombre aseguró que en el sexo, de diez partes la mujer gozaba nueve. Y por ello Hera, lo castigó dejándolo ciego.

También Atenea tenía lo suyo. Siendo niña, había matado por una cuestión menor a su amiga del alma: Palas. Y desde entonces, por remordimiento llevaba su nombre agregado al suyo quedando como Palas Atenea.

Afrodita, aunque no tenía mal carácter, sino todo lo contrario por ser la diosa del amor, podía sin querer generar desgracias también. Se había metido en la cama de un tío de Paris, llamado Anquises, haciéndose pasar por una joven mortal. Al día siguiente cuando este se dió cuenta de que había dormido con Afrodita se alarmó. Pero la diosa lo tranquilizó, aunque le dijo: No vayas por ahí envaneciéndote de haberte acostado conmigo. Una noche entre copas Anquises contó imprudentemente su romance y al escucharlo Zeus arrojó un rayo para matarlo. Afrodita corrió en su auxilio alcanzando a sacarlo de la trayectoria del proyectil, pero este estalló en el suelo y a partir de entonces Anquises no pudo sostenerse en sus piernas.

Las diosas no obstante prometieron a Paris no guardarle rencor en caso de perder el tropfeo. Y tal como Paris esperaba, se encarnizaban por obtener su juicio favorable. Poco a poco cayeron en la cuenta de que un buen soborno terminaría con la aparente indecisión del muchacho. Así fue que Hera le ofreció reinar sobre toda el Asia. Atenea le ofreció el mayor prestigio en las artes de la guerra y conseguir con ello fama inmortal. Pero quien acertó a ofrecer lo correcto fue Afrodita. Sabiendo que la idea de riqueza, fama y gobierno eran demasiados abstractas para un simple campesino inculto, se remitió a las necesidades mas urgentes aunque menos elevadas. Ofreció a Paris la mujer más hermosa del mundo, deseada por todos los reyes de la tierra. ¿Y uds. que creen que hizo Paris?

El veredicto fue inobjetable. Consagró a Afrodita como la más bella entre las diosas y le entregó la manzana de oro.

Ganó para siempre el odio reconcentrado de Hera y Atenea, quienes a partir de ahí, a pesar del compromiso que habían contraído, se unieron a Poseidón en el odio a los troyanos y agazapadas esperaron la oportunidad de vengarse.

Algo se complicó en el jubiloso corazón de Paris. La mujer más hermosa del mundo estaba casada y nada menos que con Menelao, el rey de Esparta.

– No hay problema –dijo Afrodita- irás a Esparta en compañía de mi hijo Eros, y allí ambos te ayudaremos-.