La pantalla comienza, se enciende.
Ilumina, encandila, la pantalla destaca el rostro.
Tres-dos-uno, ya estoy adentro, nada la mirada fija
en la pantalla como un espejo de cyborg.
Porque al fin y al cabo, somos cyborgs con cámaras selfies y displays gráficas de 16.7 millónes de colores, llenas de micrófonos para silenciar, de sensores de proximidad, sensores de movimiento, giroscopios y otros elementos -queda todavía salida 3.5 para auricular?
Todo en pos del entretenimiento y la conectividad, del ocio y el refuerzo de productividad, ambigua superficie liminar de la que no podemos escapar, solo mudar.
La pantalla sabe que estoy cerca, reconoce mi irís, expresión y hasta me dice cuál es la canción. Está siempre lista para para conducirme a otras pantallas, a otras miradas, a una nueva iteración de un historial, de patrones que se van a construir y almacenar y a escalar para conformar un mapa de actividad, un oráculo de realidad en un circo de manipulación y publicidad.
Mercado, pantalla y la necesidad de interactuar, de ser, de mirar, de mostrar, de formar comunidad.
Al final, pase lo que pase en lo digital, se trata como siempre de nuestra propia humanidad.