Don Hugo sale del local y le pide al chico de las fotos que lo siga. Pasa entre las sillas que los empleados acomodan en la ochava de la esquina, cruza la calle y encara la plazoleta a medio hacer del nuevo bulevar. Los zapatos se le meten entre los cascotes y los mechones de pasto, pero él pisa firme como si caminara sobre las baldosas de una vereda lisa. Llega hasta la otra punta, mira la panorámica, las manos en la cintura, la camisa arremangada.
-Que salga la esquina entera- ordena.
El chico apunta con la cámara y dispara. Una dos tres fotos. Se aleja, tropieza con los terrones, busca otro ángulo, vuelve a enfocar. Don Hugo le indica que no salgan las parvas de basura ni las calles de tierra laterales. Tampoco las partes del bulevar que quedaron sin terminar. Y le señala lo que quiere que se vea: las palmeras, las farolas, el asfalto, el cordón recién pintado por la cuadrilla de la cooperativa. Y el cartel.
-Que salga el cartel- le dice- Que quede justo en el medio y arriba de todos.
El sol pega en las vidrieras del nuevo negocio. No hay ruidos esta mañana en el bulevar. Brisa cálida, pájaros, olor a mar, como si hubiese un mar cerca. A Don Hugo le gusta ese olor y esa postal de pastizales y tierra seca porque lo acercan al Mediterráneo Sirio de donde viajó su abuelo a Buenos Aires, sin nada, y tuvo que comer y dormir en obras en construcción cercanas al Bajo, con gente del interior y cirujas europeos, hasta que pudo pagar por un plato de comida y una cama en una pensión.
El muchacho le muestra las fotos que acaba de sacar. Hace sombra con la mano para que se vean las imágenes en la pantalla de la cámara.
-Hermoso- dice Don Hugo- Quedó mejor que en los otros locales.
El cartel del que habla Don Hugo está fileteado y tiene la bandera nacional pintada al comienzo y al final de la estrofa. Lo hizo el Robi, uno de los Medina.
Cuando abrases la riquesa
y seas muy feliz
no te olvides que la pobresa
es la escuela de la vida.
Hacelo así tal cual, no le des bola a los que dicen que está mal, Sarmiento la quería cambiar a la ortografía ¿sabías vos?, le había dicho Don Hugo cuando veía que el pibe porfiaba porque había algo en la escritura del cartel que no estaba bien. Haceme caso, copialo así tal cual te digo, le repitió varias veces, en voz alta y con gestos, porque el Robi Medina siempre fue medio sordo.
Don Hugo entra otra vez al negocio, palmeando las manos. Ordena al personal que salga a la vereda, los quiere fotografiar.
-Hoy es un día histórico- repite, solemne, y los arrea hacia la entrada- Hay que retratar este momento.
Van a tardar un poco en dejar los plumeros, los guantes, las fajas lumbares, los papeles de la administración, y acomodarse en la ochava de la esquina, justo frente a la vidriera y abajo del cartel. No importa, piensa Don Hugo, va a ser un placer esperarlos. Un día como hoy, hace treinta años, abría su primer local en Barrio Esperanza y quiso que la inauguración de este nuevo negocio coincida con esa fecha.
Por suerte, piensa, son muchos los contratados para la apertura de esta sucursal. Después verá dónde los reubica si las cosas no funcionan. Tantos trabajadores de entrada, aprendió, es lo mejor que tiene para mostrarles a los caranchos del sindicato que van a ir a joderlo ni bien se enteren que abrió un nuevo local.
-Deciles que se junten un poco- le dice ahora el fotógrafo- así entran todos.
A Don Hugo nadie le habla de esa manera, tuteándolo y como dándole una orden. Pero con este muchacho es diferente.
El chico es de Fotos Epecuén, la casa nueva que está pasando la vía, a unas cuadras de Olimpo. Es el mismo que sacó esas fotos aquella vez, en la fiesta de la escuela.
La directora del colegio y la presidenta de la asociación cooperadora lo visitaron una mañana en su local de Villa Lamadrid para pedirle la donación de un audio. Lo primero que hizo la directora, después de saludar a Don Hugo, fue recriminarle el exceso de personal de seguridad que la rodeó en cuanto entró al local y preguntó por él. Pero enseguida aflojó su enojo. Don Hugo las invitó a la planta alta y las hizo sentar en las poltronas de su despacho. Hizo traer café, masitas secas. En medio de la conversación, sin dejar que la directora terminase el pedido, les donó una consola, un inalámbrico, dos columnas de sonido con rueditas y entrada USB, un equipo de audio, parlantes con luces de colores. En agradecimiento, y en nombre de la comunidad educativa, la presidenta de la cooperadora lo invita al acto del 11 de septiembre.
El día de la fiesta lo recibieron como el nuevo padrino de la escuela y lo ubicaron en las sillas de los invitados especiales, frente al escenario improvisado en el patio. Primera fila, bromeó con los representantes de la delegación municipal y consejeros escolares que lo miraban de reojo, invitados también para recordar, según Don Hugo, al más grande de todos. Un lujo estar acá, repetía, ante quienes se acercaban a saludarlo y a sacarse fotos con él.
En la apertura del acto lo aplaudieron al anunciarlo, más que al resto de los funcionarios presentes. Las banderas de ceremonias con abanderados y escoltas, y la multitud cantando el himno nacional al son de la banda municipal, lo emocionaron hasta las lágrimas.
Arranca la serie de números artísticos, un grupo de bailarines de la colectividad boliviana. Sexto grado, dice el maestro que conduce. Muchachos en trajes de colores, lentejuelas, sombreros, botas y cascabeles. Patadas al aire, acrobacias que levantan al público. Suenan sicuris, cajas, charangos y quenas en el audio nuevo. Caporal. Las chicas, polleras muy cortas, arriba del muslo. Tacos altos, bolados, bombachas blancas. Qué gracia tienen, dice. Bailan adelante suyo. Don Hugo se pierde en el revoleo de las minifaldas. Son nenas, piensa, pero no puede dejar de mirarlas. Va a tener que moverse, antes que la erección crezca y no la domine más. Se acomoda, no quiere quedar en evidencia.
Por suerte el número termina y los aplausos lo sacan del trance. Se levanta, apenas puede caminar. Intenta irse pero lo agarra una cocinera, el nuevo padrino de nuestra querida escuela, dice, y lo lleva de la mano al micrófono. Unas palabras, solicita el maestro que conduce. La tarea de la educación es formar gente de bien, alcanza a tartamudear y se va por un costado del escenario, con los aplausos de la comunidad, buscando la salida. Siente la presión por las nubes, transpira, el corazón a mil.
De vuelta en el negocio, frena con un gesto a una cajera que quiere preguntarle algo. No va a atender a nadie por un buen rato, aclara, no se siente bien. En su despacho de la planta alta, cierra con llave y pone música fuerte. Se sirve whisky, doble y sin hielo. Se desnuda. Abre la ducha en el baño y, a los gritos, se masturba bajo la lluvia.
Unos días después le llega una foto al celular. Y otra. Y otras más. En todas está él. Detrás de las polleras, están sus ojos perdidos en las curvas de las chicas. En cada imagen se notan sus manos en la entrepierna. Sabe de dónde vienen esas fotos. Y sabe qué quiere el que se las manda.
Esa misma tarde va a la casa de la ex empleada a quien, dicen, acosó alguna vez. Lo atiende ella. Siempre se le hizo difícil sostener una conversación con esa mujer. Por eso pide hablar con su hijo.
El muchacho lo recibe. Nunca tuvo un destrato hacia él aunque sí una distancia bien explícita. Lo invita a ver el estudio de fotografía que está montando a unas cuadras. Falta poco para inaugurarlo. Le explica la función de cada sector del futuro local. Va a andar muy bien, le confía, porque no hay una casa de fotos en kilómetros a la redonda.
Don Hugo lo escucha. Siente algo suyo en la confianza y el entusiasmo que expresa ese joven. Pero él vino a otra cosa: quiere que borre las fotos de la fiesta. Que desaparezcan, le dice. Saca su chequera, cliquea la lapicera y transcribe, sin demostrar asombro, el monto que le dicta el muchacho.
-A ver a ver, un poquito más juntos- repite Don Hugo y levanta su pulgar al fotógrafo, que ahora tiene la cámara en un atril armado entre los terrones del bulevar.
Este nuevo emprendimiento es un verdadero logro, la corroboración de que todo es cíclico y vuelve a recomponerse, piensa Don Hugo. Está ansioso. No pierde la costumbre de querer todo al instante y que salga bien.
Como le dice Puchín: Usted quiere todo para ayer, Don Hugo.
Puchín es la empleada que lo acompaña desde que inauguró su primer Casa 11 de Septiembre, en Barrio Esperanza hace hoy exactamente treinta años. Pasó por todas las sucursales. Y por todos los sectores: limpieza, reposición, seguridad, ventas, caja. Ahora es la encargada de esta nueva casa. Es la que pone en marcha el barco. Después rumbeará por otros locales para ver qué pasa, cómo se está trabajando, qué cosas hay que cambiar, qué gente hay que traer de otro lado, a quien hay que sacar definitivamente. El lugar se lo ganó con trabajo y con inteligencia. Pero sobre todo con lealtad, como le gusta decir.
Cuando en el 2001 entraron al local de La Tosquera, le llevaron todo. Los electrodomésticos, los muebles. Hasta la abrochadora, recuerda Don Hugo con un dejo de ironía cada vez que lo cuenta. Puchín estaba ahí cuando ocurrió. Observó la reacción de los empleados, la gente que entraba y salía con plasmas, audios, secarropas, el trabajo coordinado de los punteros con la inmovilidad de la policía.
Don Hugo, le dijo sentada frente a él en una de las pocas sillas que habían quedado, no le tiene que pasar lo mismo en los otros locales. Don Hugo se le rio en la cara, no pudo contenerse, tanto nervio tenía, tan shockeado había quedado después del saqueo, no sabía qué hacer. El seguro le cancelaba el contrato, los bancos aplicaban el corralito, ninguna empresa de seguridad se jugaba ante la violencia que se avecinaba, los conocidos le daban la espalda. La policía de El Puente le había anticipado que no iba a ayudarlo esta vez, no porque no queremos poner en caja a éstos negros de mierda que andan como la marabunta ¿me entiende Don Hugo?, le dijo el comisario en persona, Esta vez hay órdenes directas del gobernador. Podían avisarle cuando estuviesen yendo a saquearlo, pero más no iban a poder hacer, le dijeron.
Don Hugo, no cierre, le insistió Puchín cuando él le confió, con los labios temblando, que estaba perdido, que cerraba todo y que sea lo que Dios quiera. Es lo peor que puede hacer, le insistió Puchín, Háblele a los empleados, prepárelos para que defiendan su fuente de trabajo, prométales que va a compensarlos cuando pase esta crisis, le van a responder.
Don Hugo la escuchó. No le cuadraba la idea de dejar su imperio librado a los empleados porque, cuando pasara este momento, imaginó que iba a tener que hacer concesiones que lo quebrarían definitivamente. Eso no va a ocurrir, demuéstreles autoridad, al personal y a la gente del barrio también, le dijo Puchín como si leyera sus pensamientos, como si le interpretara los miedos, Póngase al frente, no deje que lo saqueen, elija usted lo que les va a dar y lo que no.
Al otro día recorrió los locales con Puchín a su lado. En cada negocio juntó a los empleados. Subido a una silla, les habló: O nos defendemos o morimos. Y agregó: Les aseguro que los voy a recompensar en cuanto pase este mal trance. Ordenó guardar en el depósito de cada sucursal lo más costoso y dejar a mano lo más fácil de manotear, lo más vistoso, la baratija. Retiró el grueso del efectivo que había en las cajas, canceló los posnet de las tarjetas, se llevó las computadoras. Sugirió a los empleados vestirse simple, nada de uniformes. Le causó gracia esta última orden suya, porque unos días atrás era capaz de levantar en peso a cualquiera que no llevase la chaquetilla con el logo en la espalda “casa 11 de septiembre, todo para el hogar”.
El próximo lugar donde se le aparecieron, fue en el local de Villa Rosa. Pero él ya sabía del movimiento. Están yendo, le avisó un policía de El Puente a su handy, Son los de Jopito, hay alguno que otro calzado, usted los conoce porque les donó un plasma cuando inauguraron la cancha del Almafuerte, hace unas semanas, vio cómo son, muerden la mano de quien les da de comer.
Ni bien cortó la llamada, Don Hugo desplegó el dispositivo que había preparado con Puchín y los esperó con un cordón de empleados en la entrada. Lo mismo pasó en el resto de las sucursales, bajo el mando de los empleados de confianza que nombró para que se pusieran al frente.
Cuando los ve llegar a la puerta del negocio con changuitos y pibes, les dice, desde el megáfono, que no hace falta que rompan ni se lastimen porque él va a darles lo que necesiten. Los hace pasar por la entrada principal y les reparten almanaques, rayadores, termos, planchas para el pelo, ventiladores, gatitos chinos que mueven la mano, relojes de pared, arbolitos de navidad. La gente agarra, agradece. Se dejan llevar por los empleados a lo largo de una pasarela de cintas. Salen por la puerta lateral donde también reciben una caja con yerba azúcar leche, aceite huevos harina, y se van.
Pero Jopito se mantiene en la vereda de enfrente observando el despliegue montado por el dueño de la cadena de muebles y electrodomésticos más grande de Cuartel IX, para evitar que lo esquilmen. Da por perdido el control de la situación y decide entrar con los suyos. No hacen ninguna fila, pasan por arriba de las cintas y llegan al primer cordón de empleados. Muestran armas a quienes amagan pararlos. Encaran el depósito.
Don Hugo los deja hacer. No ordena nada. Todo está bajo control, no hay imprevistos. Las cosas se dicen una sola vez, Don Hugo, piensa Don Hugo con el tono de voz de Puchín, A perro bien entendido solo le basta un silbido.
Jopito se sorprende cuando ve el pelotón que los espera apuntándolos con escopetas y revólveres en la entrada del depósito, con Puchín a la cabeza y su mano levantada y pronta a dar la orden de abrir fuego. Torta Gato, alcanza a decirle, nos vas a matar por un plasma.
Suena un tiro. Otro. Muchos. Griterío corridas humo. Vidrios rotos. El local despejado. Hay un pibe caído cerca de un mostrador. ¡Les dije que tiren al aire! recrimina a los gritos Puchín. El chico tiene sangre en los oídos. Le dan agua, lo sientan. Mueve la cabeza sangre como flotando en una nada. No puede hablar. La madre aparece al rato, pide disculpas. Usted me conoce Don Hugo, los Medina somos gente de bien, llora con su hijo en brazos como una piedad. Don Hugo ordena cargarlo en la camioneta del reparto y lo lleva al hospital. Se entera que el muchacho quedó con una lesión en el oído por el rozamiento de una bala y por los estruendos de la balacera y le paga el tratamiento en un centro especializado. Al tiempo, cuando se repone, lo toma para que haga la cartelería de todas las sucursales.
-A vos te quiero en el medio del cartel porque es tu obra- le dice al Robi Medina cuando ya están todos ubicados para la foto.
Y, llamándola a la distancia, le dice a Puchín:
-Y vos ponete acá al lado mío, como siempre.
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