Va por su enésima copa y unas canadienses que pasan delante suyo, vestidas como para despedirse de la década, le recuerdan el cartel que vio en el snak, hoy a la tarde, el de la fiesta en la playa. Está muy borracho, sabe que le va a costar despegarse del sillón de ratán, esquivar mesas y gente, encarar la salida. Desde el lobby hasta el muelle donde al parecer es la fiesta, hay, fácil, dos kilómetros. Si equivoca el camino puede pasarse horas dando vueltas en el mismo lugar. El resort es enorme, como un country. Tampoco tiene idea para qué lado está el mar pero confía en que va a llegar a la pasarela de los médanos, y arranca a caminar por la vereda de faroles bajos que entra en la noche.
Hace varios días que llegó y aún no logra orientarse. La última vez que se perdió fue en plena mañana, todavía no había tomado tanto. En cuanto percató que había pasado varias veces por la plazoleta del tótem, por la pileta de los toboganes, por la glorieta de Santarritas en flor, y otra vez el tótem, se desesperó. Con el sol encima y al borde de un ataque de pánico, tuvo que sentarse, respirar, llamar a su mujer. Ella estaba en la playa desde temprano y tardó en contestar porque tenía el celular adentro de la yica, dijo. No recordaba que la noche anterior ella le dijera que iba a levantarse temprano a reservar sombrillas, para ellos, y para ese español y sus amigos que conoció ni bien llegaron, unos pelmazos que no los dejan ni a sol ni a sombra, sobre todo a ella, dispuesta como nunca a engancharse en los bailes que se improvisan a cualquier hora y lugar del complejo, ya sea la playa, el comedor, las piletas. O en el lobby, como ahora. Tampoco se acordaba en qué momento se había ido anoche a dormir y menos aún si ella estaba o no con él al derrumbarse en la cama.
El all inclusive es bárbaro, reconoce, un gran invento. Pero tiene esta contra: se toma todo. No es una sola copa, un trago para saborear, para ver de qué se trata. No. Son decenas. Y cada tanto, como para que el estómago registre algo sólido, pide una bandeja de fritas o un hot dog. El día entero transcurre así porque acá hay algo que no puede entender. El clima, la playa, quién sabe. Allá, ante el primer temblor suena una alarma, y, convencido, se propone: es la última copa. Pero acá eso no pasa. No hay advertencias porque no hay límite. ¿No? se pregunta y enseguida se responde que sí, que lo hay, el límite es el ruso que vio noches atrás en la plazoleta. Ese es el límite, la última parada, más allá el abismo. Qué mal ese hombre, qué enjambre de eñes gritaba revoleando la remera en lo alto del tótem. Su compañera abajo, muerta de vergüenza. Y alrededor la seguridad con linternas y handys, esperando que se soltara de la cabeza del ocelote y cayera de una vez.
Ya no escucha la música del lobby. Todavía lleva en su mano la copa que le sirvió el barman. Antes de descartarla, apura su fondo de gin fízz que pasa por su garguero con hielo y todo, y la deja en un banco en el estanque de los flamencos. Arriba, la luna encendida y una cúpula de estrellas grandes como medallones. Abajo, el parque tropical, fuentes con peces, muchos grillos. Entre farol y farol, largos trechos de oscuridad. Por momentos lo sacuden unos temblores y se cruzan sombras que le hacen dudar si son reales o son parte de las visiones que desde hace un tiempo vienen poblando sus carajos.
Oye ruido a vidrio atrás suyo. Piensa en la copa que acaba de dejar. Alguien la tiró. O algo. Pero no quiere darse vuelta.
El sendero lo lleva a una plazoleta que oficia de rotonda, un cruce de caminos. Hay carteles por todos lados y en distintos idiomas. No se detiene a ver qué dicen porque está muy borracho y va a empezar a balancearse, a poner caras, y lo que menos quiere es llamar la atención. Reconoce el puesto con techo de palmas que durante el día vende cocos. Voy bien, piensa, y sigue.
Entra a un pequeño bosque, llega a una feria artesanal. Acá hay otra gente y otra sintonía, distinto al lobby donde, al momento de irse, su mujer y el español se movían muy juntos al paso de la multitud y del coordinador de zumba. Ella tiene un cheque en blanco y viene usándolo desde que se cruzó con esos españoles, en particular con ese español, porque ella vino a eso, a cobrárselo hasta el último centavo, y él lo sabe pero no está en condiciones para volver al lobby a reclamarle nada.
Muere por otro gin. Hacia un lado hay un bar con sillas, mesas, una banda de jazz. Y otro más lejano con bombitas de colores y un guitarrero. Se acerca a la barra en penumbras, la banda toca blue moon, le hacen lugar entre las banquetas para que pueda pedir. Y ahí se queda, rumiando la ansiedad ante el barman, un rasta que se demora en malabares con las botellas. Hasta que al fin destapa la coctelera y le llena un vaso. Que lo disfrute, amigo, le dice. Lo mismo le pasa en el bar del guitarrero, donde también fue a acodarse a la barra para que le sirvan una copa y después otra, y otras dos. Y una más, antes de largarse a caminar y retornar al camino de la playa.
Delante suyo aparece la pileta a la que viene por la tarde, cuando cierran los puestos de tragos en los balnearios. Nada más lindo que una pileta de noche, piensa. Está cerrada, las reposeras apiladas, el espejo de agua quieto, luces bajo la superficie. Hay una isla con un bar y los reflejos que ondulan en las botellas de los estantes le dan a todo ese espacio un efecto de psicodelia.
En medio del trance, algo se detiene al lado suyo. Es el vehículo que lleva y trae gente por el resort. Está vacío. Esquiusmi sr, escucha decir al chofer y antes que termine de decirlo, ya está arriba y sentado en el asiento de atrás. Saluda en español, Yo soy criollito, le dice al conductor con la lengua echa un trapo, pero el muchacho lo mira por el espejo y no dice nada, le entiende menos que a un noruego. Una vez más se da cuenta que no le cazan los chistes y vuelve a quedar como un idiota.
Le ocurrió lo mismo ¿hace un rato? ¿hoy? en la pileta que acaba de pasar. Preguntó por un baño a los guardavidas y animadores abajo de la sombrilla. Lo miraron tratando de entender y, por consiguiente, de decidir en qué idioma responderle. Les dijo que no pensaran tanto porque era criollito. Ah, chino, le dijo uno, es lo que alcanzó a comprender de su rioplatense distorsionado por la enésima caipiriña ¿Chino? les preguntó entre divertido y ofendido ¿Vos me ves cara de chino a mí? Y ahí se mataron de risa y por dentro se dijo Al fin, al fin logro que se rían de alguna de las toneladas de boludeces que disparo segundo a segundo, porque, a decir verdad, le festejan más las bromas a los yanquis que a cualquier otro. Igual, antes que estallaran en una única carcajada, hubo como un agujero negro colectivo, un detenerse en el tiempo, como si necesitasen corroborar que lo de chino no lo había ofendido sino que le había dado pie para devolverles su confusión en forma de chiste. Acá a la vuelta están los closes, amigo, al lado del punto de las toallas, dijo uno, distendido, Y cierto que tienes un aire chino, agregó otro a la distancia, y levantaron el pulgar celebrando la apreciación.
Lo que vino después mejor olvidarlo. A pasos del baño, con el ánimo encendido por la buena onda que hizo con sus hermanos latinoamericanos, escuchó un griterío, unos yanquis, tan o más borrachos que él, cantaban algo que rimaba con maderfacker. Había uno groso, enchastrado de tatuajes, pelado y con una barba abultada en la pera, como si tuviera la cabeza al revés, tomando de un termo con forma de barril y apoyado en la puerta de manera que obturaba la entrada. No había otro lugar por donde pasar, así que a modo de pedido de permiso, le tocó el brazo desde abajo, casi a la altura de la axila. El yanqui se sobresaltó por la cosquilla y soltó el barril que fue a dar contra el suelo y estalló en un desparramo de vidrios, hielo y alcohol. Claro que no le gustó, ni a él ni a los que estaban con él, porque lo miraron desde un fondo de odio etílico. Sin embargo se corrieron para dejarlo pasar, cosa que hizo sin agradecer ni pedir disculpas por haberle ocasionado la rotura del termo. Y una vez en el mingitorio se puso a mear como el ángel de una fuente, largo el chorro contra la losa, a la distancia y con ruido, ante el silencio de los que unos segundos atrás gritaban maderfaker maderfaker. Después volvió a salir, rozando el hombro del barbudo al que todavía seguramente le picaba el sobaco. Quién va a decirle algo, a ver, quién, pasó mirando a todos y a cada uno.
El chofer maneja muy rápido y con una sola mano. Siente que los gin fizz le salen por los ojos en cada curva que agarra así como viene, sin pisar el freno. El motor del vehículo no se siente porque es eléctrico, como los carros de las canchas de golf pero más grande, con toldo, pasamanos, espacio para valijas y para más pasajeros. Uno así usan en las canchas para sacar a los lesionados, piensa cuando el carro frena de golpe en una rotonda, junto a una chica sentada en una fuente ¿It´s all right? , le pregunta el chofer. Oh yés, dice la chica, ¿Vienes o vas? pregunta otra vez el chofer, Voy, contesta la chica en un español con acento yanqui. Enseguida le hace lugar atrás en su asiento, pero queda otra vez como un idiota porque la chica se sienta adelante, bien pegada al conductor, y hablan ahora en inglés. Las yanquis exageran su acentuación cuando histeriquean, confirma, y de nuevo explota de risa, solo, porque se pregunta desde cuándo tiene tanta experiencia en relaciones eróticas internacionales como para semejante afirmación. Entonces el carro vuelve a frenar, esta vez bajo el cono de luz de un farol, en medio de la nada. Que la pase bien, amigo, dice el muchacho.
Otra vez está en el lugar de hoy a la mañana. Acá, abrazado a su mujer en este mismo pálet, prometió que iban a estar juntos todo el día. Porque a eso vinieron, dijo también, llorando. A perdonarse, a encontrarse, a sanar. Ayer, o antes de ayer, pasó un día atroz en la cama, con las ventanas cerradas, la cabeza rota de dolor, paños helados en la frente. El doctor que lo atendió en la enfermería tardó más en llenar los papeles de la Asist Card que en diagnosticar fotofobia, inflamación hepática, e indicar Buscapina, dieta líquida, mucha agua. El all inclusive no juega a favor de su ya deteriorado hígado ni de su edad.
Pero ni bien atravesaron esta pasarela y el turquesa de este mar se le metió en los ojos, se hizo traer a la sombrilla una parrillada de mariscos y una cerveza. Y después otra, y muchas más, hasta que se amontonó el laterío de siempre alrededor de la reposera. Después apareció la procesión de españoles con un reggetón detonando en un parlante y no volvió a saber de ella en todo el día. Qué belleza ese color. Nunca vio algo así. Una sola vez, pero no igual, parecido. Fue en el cumpleaños de su amigo, su mejor amigo. Por años, cada vez se juntaban, recordarían ese mar y ese luminoso día, como una ofrenda que la vida le hacía a la amistad. Estaban en el camping del sindicato, cada uno con su chica, y después de una semana entera de sudestada, se despejó el cielo y el mundo se encendió otra vez de verano. Colgaron ropa, abrieron carpas, pusieron zapatillas al sol, sacaron a orear colchonetas y bolsas de dormir, cargaron termos y mates, armaron porros gruesos como dedos y arrancaron a caminar desde el bosque hasta los balnearios del centro, kilómetros de playa y médanos, caracolas dejadas por la marea, tan jóvenes, pura fibra, pelos largos, morrales en bandolera, la sal en la piel, estado puro de novedad. Y ese mar, un mar de jade, un espejo. Y su amigo, un amigo de toda la vida que hace apenas unos meses dejó de serlo porque le contó a esa novia suya de entonces, la mujer que ahora baila pegada al español en el lobby, que durante años y años garchaba con una profesora compañera de la facultad, y que los viajes al interior no eran congresos sino escapadas con alumnas a quienes prometía calificaciones altas o recomendaciones en estudios de colegas, y que el aguinaldo que le robaron aquella vez, entero, a punta de pistola, no fue un robo sino una cuatrifecta en el hipódromo de La Plata que no resultó.
Necesita otro gin, tiene los labios secos. Y un baño, aunque bien podría hacer ahí entre la maleza, quién va a verlo en medio de esa nada. La pasarela sube y se pierde entre los médanos y el follaje. Le llega la presencia del mar desde el otro lado. No hay música ni voces. Tal vez la fiesta sea más lejos, o tal vez no sea en ningún lado porque, seguro, se confundió con la fecha del cartel que vio vaya a saber cuándo en el snak. Quiere moverse pero no se anima, algo lo mantiene quieto en el palet. Quieto como rulo de estatua, se dice haciéndose el chistoso y explota en una carcajada porque su miedo, ya sabe, será en breve un paredón de arena, una capota en el cielo, un tsunami de oscuridad.
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