Hacer semejante viaje por un macetón de tréboles, suena poco creíble, ridículo, podría haber pedido que lo mandaran por encomienda, o esperado a que alguien fuese y lo trajera, cosa esta última difícil porque no conocía a alguien que anduviese por esa zona de la costa. Lo mío fue arriesgado, reconozco. Primero, porque tendría que haber esperado el efecto de los nuevos medicamentos y la opinión del médico, no fuera a ser cosa que tuviese una reacción adversa en medio de la nada. Y segundo porque no sabía cómo iba a ser recibido.
A lo largo de su vida, mi padre vivió en diferentes lugares del país y tuvo numerosas parejas e hijos, con quienes no siempre entablé buenas relaciones. Cuando se mudó a Miramontes, las circunstancias fueron más favorables. Pude reponerme en parte de esas distancias y desaires y disfrutar de la cercanía de mi viejo, de su nueva y joven pareja, y sobre todo de la infancia de Rony, el menor.
Con Rony nos llevamos veinte años. Nos distancia y nos diferencia una vida. Sin embargo, por el lado de mi padre, es con quien más comunicación mantuve en estos últimos tiempos.
Bajé del micro y ahí estaba esperándome. Nos abrazamos. Te estás quedando pelado, le dije, en broma, con el mismo tono de voz que lo hacía enojar, cuando era un nene, y desplegaba un espectáculo de tartamudeos y muecas. Años sin vernos y lo primero que me decís es que estoy pelado, me recriminó, Si querés te regalo el pasaje de vuelta para dentro de un rato. Nos reímos y volvimos a abrazarnos. Yendo a su lado, noté que me pasaba en estatura. Su calvicie era en parte por pérdida de pelo pero también por haberse rasurado. Tenía nuevos tatuajes en los brazos, calaveras, alambradas, rosas y tréboles. Una cadena de eslabones gruesos le colgaba del cuello y unas pulseras de cuero apretaban sus muñecas.
Fuimos hasta la baulera del micro para retirar mi bolso. Esperé a que el muchacho que repartía el equipaje, comparase el ticket que me habían dado al subir en la terminal de Retiro, con el que llevaba atado a las manijas. Cuánto es esto, le pregunté cuando me lo entregó. Es a voluntad, me respondió. Le di unas monedas pero Rony me agarró la mano y dijo: No es nada. Miró al muchacho y volvió a decir: No es nada ¿no Piru? El muchacho no contestó. Se dio vuelta y siguió con la valija de otro pasajero.
Caminamos por el hall de la terminal y paramos en las boleterías para sacar fotos a los horarios de los ómnibus de vuelta. Después salimos a la dársena de los taxis. Se había formado fila por el arribo simultáneo de unos micros ¿Te sentís bien, vos? me preguntó, Tenés cara de cansado. No puedo dormir en los viajes, le contesté, me tensiono. Es que ya estás viejito, me dijo, Vos sos de los que se la pasan cogoteando por el pasillo para ver las maniobras del bondi en la ruta ¿no?
Qué pendejo boludo, iba a decirle, pero se adelantó unos pasos y saludó en dirección a un hombre muy gordo que estaba con los taxistas. Qué hacés, Rony, le dijo el tipo a la distancia, Ahora te mando un peque. El tipo levantó a su vez la mano hacia unos chicos que abrían y cerraban las puertas de los taxis y se acercó uno gordito, de gorra y bermuda.
No hacía falta un changarín, podía llevar el bolso sin problemas, pero Rony me lo sacó de la mano y se lo pasó al chico. En realidad no era pesado para mí, pero sí para el muchacho, y al estar las manijas más largas, tuvo que pelear desde un primer momento para mantenerlo levantado y evitar que tocara el piso.
Bordeamos la terminal por una vereda hacia el estacionamiento. La camioneta de Rony era el único vehículo estacionado en esa superficie desmedida. El sol pegaba fuerte sobre las baldosas octogonales del playón y anticipaba el calor que apretaría el resto del día. Me pesaba el cansancio, necesitaba una ducha y una siesta antes que el agobio me noquease en medio de la calle.
Hace años que no venís, dijo Rony, ¿o me equivoco?
Tenía razón. En otros momentos viajaba seguido, cuando él era chico y su mamá era muy joven, casi de mi edad, apenas unos años mayor, un accidente en la vida de mi padre, como tantos otros que habrá tenido y nunca contó. Yo venía a Miramontes generalmente para semana santa y feriados largos, y volvía para fin de año a instalarme todo el verano. Con Rony y su mamá la pasábamos muy bien. Buscábamos lugares alejados, donde no hubiese nadie y se pudiera bajar con el jeep a la playa. Vagábamos el día entero por los acantilados, los altos y desolados médanos, el bosque. Mi padre rara vez compartía esas salidas. Trabajaba con su flota de maquinarias agrícolas y se pasaba semanas en los campos levantando la cosecha de trigo. Poco después que murió, seguí yendo con la misma frecuencia pero de buenas a primeras ella se mudó con Rony, y una nueva pareja, a otro pueblo costero. Volvimos a encontramos algunas veces, hasta entender que ya no tenía nada más que hacer por aquellos pagos. La casa de mi padre quedó deshabitada. Rony volvió de grande a vivir a Miramontes y hace unas semanas me llamó para preguntarme si estaba de acuerdo que ocupara la casa, porque lo habían desalojado y no tenía dinero para alquilar. Le dije que sí, pero que me dejara llevar una sola cosa que quería tener del viejo: un macetón con tréboles de cuatro hojas, centenarios, que los abuelos habían traído de Europa en el barco, escapando de las falanges franquistas, y que el viejo se había encargado de trasladar y cuidar por cada uno de los lugares donde habitó. El macetón era en realidad un mortero de mármol para preparar aioli, lo que lo hacía, para mí, una pieza invalorable aunque también, por su peso, un objeto complicado de transportar.
No, me corrigió Rony ¿Sabés desde cuándo no venís?, vos no venís desde el cumpleaños de Luquita, eso, de cuando mi Luquita cumplió el año ¿te acordás?, se lo festejamos en el club de cazadores, vos le trajiste un camión para jugar en la arena.
La corrección me hizo dudar, cosa que no quería que me pasara con Rony, pero tampoco estaba con ánimo para forzar la memoria. Un leve mareo amenazaba mi estabilidad y confiaba en que pronto haría efecto la pastilla que acababa de tomar, antes de bajar del micro, con el último fondo de agua de la botella. .
El chico que traía mi bolso venía muy atrás. Se paró en el pilar de una farola para acomodarse la gorra y secarse la transpiración de la frente y se largó a caminar otra vez bajo el sol.
Ahora Luquita tiene diez, afirmó Rony con tono triunfal, cerrándome la posibilidad de seguir pulseando desde cuándo no venía yo por esta ciudad. Si lo vieras, dijo, Para mi vieja es igual a vos, dice que es un calco tuyo.
No dije nada. Sabía que en algún momento eso iba a ocurrir pero había ido con el cuidado de no ser yo quien sacara el tema de su madre.
A unos pasos de la camioneta, Rony accionó el centralizado desde su llavero y las trabas de las puertas saltaron a la vez. Abrí y entrá nomás, que hace calor, me dijo. Y haciendo visera con su mano para ubicar al chico, agregó: de aquí que este gordo llegue, nos derretimos.
El muchacho venía por la mitad del playón. Le costaba caminar con el bolso abrazado al cuerpo. Rony apuntó otra vez el dispositivo hacia la camioneta y el motor se encendió. Se encendieron también el aire acondicionado y la radio. ¡Vamos nene! le gritó y levantó la puerta del baúl. Estos son plaga, me dijo, de todos no hacés uno.
El pibe se arrimó con el bolso ahora en el hombro, como si cargara una res, y lo dejó caer adentro del baúl, encima de la rueda de auxilio y unas herramientas. El ruido del golpe sonó fuerte, como si hubiera algo duro adentro. Qué hacés gordo boludo, le dijo Rony, no es una bolsa de papas, no ves que adentro hay cosas que se pueden romper. No te hagas problema, me adelanté a decirle, no hay nada, puro trapo nomás.
El chico estaba empapado y la remera se le pegaba a la piel. Yo te conozco a vos, escuché que le decía Rony mientras acomodaba el bolso ¿Vos sos un Medina o me equivoco, cerdito? Cerró la puerta del baúl y me hizo un gesto, buscando mi complicidad. ¿Sabés por qué te reconocimos? le preguntó acercándole la cara al punto de rozarle la nariz. El chico hizo un gesto con los hombros, como que no le importaba, pero no le bajó la mirada. Te reconocimos por las tetas, le dijo Rony. Y, de la nada, le clavó dos dedos en punta en la boca del estómago.
El muchacho se dobló del dolor. Hizo una arcada y se llevó la mano a la panza. Tomó aire y se enderezó. Hijo de remil putas, le dijo apuntándolo con los dedos en revólver, ya te va a agarrar el Tony a vos. Tu hermano me va a agarrar ésta con la garganta, le dijo Rony y lo volteó de una trompada.
Fue ahí cuando vi que a Rony le temblaba un ojo. Un guiño involuntario, como a esos muñecos que les falla el soporte y se les cae el párpado, el mismo tic que le daba cuando era un nene y le decíamos, para hacerlo enojar, que yo no era su hermano o que mi padre era un abuelito gruñón y esas cosas.
¿Querías propina vos? escuché que decía. El muchacho intentó correr pero se enredó en sus piernas y volvió a caer con todo el peso del cuerpo. Rony lo agarró de los pelos y de la remera, le pegó la cabeza contra el paragolpes y lo arrastró al costado de la camioneta. Lo cazó después del borde de la bermuda y se la bajó de un tirón, desnudándolo. Gritá, gordo, a ver qué hermano viene, le dijo. Pero el pibe no gritó. Se quedó con los dientes apretados, la cara aplastada en las baldosas.
Entonces Rony clavó en mí su ojo fijo y también el otro, que pestañeaba fuera de control. Le temblaba la boca, como si estuviera a punto de largarse a llorar. Te salvaste porque está él, le gritó soltándolo, Miralo bien, es mi hermano.
El chico me miró de costado, atravesado por la bronca. Se paró y se subió la bermuda. Tenía las rodillas en carne viva, la remera rota. Caminó unos pasos, medio boleado, y vomitó al lado de una farola.
…si a vos te parece, fue lo que le entendí a Rony mientras daba marcha atrás en el estacionamiento. No supe qué responderle porque no había prestado atención a lo que me dijo, seguramente algo de ir a matear a los acantilados, como en otros tiempos. Lo único que quería yo, era llegar a la casa de mi padre, que ahora era la casa de Rony, para encontrarme con el macetón de tréboles. Y pensar cómo iba a hacer para llevármelo, en un rato, en el primer micro de vuelta anunciado en la terminal.
escritor
Hermoso
Tremendo cuento, Diego. ¡Felicitaciones!