A mí nunca me había gustado tomar el subte, todo lo contrario. Siempre sentía que era como ser comido por un gusano en medio de la ciudad. Mi problema eran las luces; cuando entraba a trabajar, las luces matutinas me aturdían, y por la noche, al regresar a casa, las diferencias con la oscuridad me provocaban dolor de cabeza. Creo que se llama fotosensibilidad. Fo-to-sen-si-bi-li-dad, algo así, no sé. Pero lo peor de todo era la gente; viajabas amontonado, achurado, mucho peor que cualquier bondi, que si bien era terrible, al menos permitía ver las calles, los autos, etc.
Yo vivía en Belgrano, y para evitar el subte, solía tomar un colectivo larguísimo, el 59, que, aunque interminable, me permitía no ser absorbido por ese gusano. Sin embargo, las cosas se complicaban. El nuevo gobierno había encarecido mucho el transporte, y aunque me considero ajeno a la política, ganar el salario mínimo me estaba complicando cada vez más. No era el único, claro, pero lo que les pasara a las demás personas no me interesaba mucho. Siempre fui muy solitario; no tengo amigos, ni novia, ni nada. Mi familia vive en Mendoza y solo los veo en las fiestas, así que estoy solo en Capital, y así estoy muy bien.
Las personas me agobian, así que decidí que lo mejor era evitarlas. No es que tuviera algún problema personal, simplemente me interesaban poco. Desde muy chico, hablar o invertir mi tiempo en otras personas no era lo mío. Todo bien, cuando alguien me pregunta en la calle respondo, o en el trabajo, pero intento no ir más allá. La gente no me evita pero tampoco me busca, así que siento que dentro de todo la cosa es simbiótica, y así me gusta. De todos modos, al vivir en una ciudad tan grande, resulta bastante complicado evadir las interacciones sociales, pero para qué mentir, soy muy bueno haciéndome el boludo.
Soy ingeniero en sistemas, y trabajo en una empresa de software de balances comerciales, es un trabajo muy solitario. Me encierro en mi oficina y trabajo solo, doy reportes, resuelvo problemas pero no interactúo más. Conozco gente de mi rubro que gana muchísimo más, incluso en dólares, pero eso implica una mayor interacción con tus clientes, jefes y colegas. Para mí eso es imposible, así que me conformo con esto.
Un día, para variar, la capital estaba un caos. Había manifestaciones, y las calles estaban todas cortadas. Mi colectivo no iba a pasar por ahí, y caminar más de seis kilómetros para llegar a casa resultaba imposible. La verdad es que la única opción disponible era el subte, que no me convencía para nada, pero al cabo de un rato, ciertas variables me convencieron.
La primera era obvia: no había otra forma de salir de ahí; tal vez tomaría un par de estaciones y luego bajaría para tomar el colectivo de siempre. La segunda, menos tentadora pero sumó, era que los trabajadores estaban haciendo medida de fuerza, y los molinetes estaban abiertos, es decir, se podía viajar gratis. Gracias a esas dos razones, me vi obligado a tomarlo.
Estaba atestado, no cabía ni una sola alfiler en el tren. Yo apenas podía respirar, y el olor a transpiración, a gente, me mareaba. Había toda una fauna entera de personas ahí: estudiantes con mochilas abultadas, porteños con trajes ajustados y caras cansadas, ancianos con miradas perdidas en la nada, y madres con niños llorando en brazos.
A pesar de mi desagrado por la multitud y el ambiente opresivo del subte, me obligué a respirar profundamente y a mantener la calma. Cada uno parecía estar inmerso en su propio mundo, ajeno al caos que los rodeaba, eso por lo menos me distrajo. Era solo un viaje, me repetía a mí mismo. Pronto estaría fuera de ese túnel infernal y volvería a mi departamento, tenía decido comer empanadas.
Sin embargo, conforme pasaban las estaciones, algo inusual comenzó a suceder. La multitud, que normalmente estaba absorta en sus teléfonos o perdida en sus pensamientos, empezó a murmurar entre sí. Al principio, pensé que era solo el cacareo típico de una conversación casual, pero a medida que el murmullo se intensificaba, me di cuenta de que algo estaba sucediendo.
De repente, el tren se detuvo bruscamente, haciendo que todos los pasajeros se tambalearan. Las luces parpadearon y luego se apagaron por completo, sumiendo el vagón en la oscuridad total. Un murmullo de confusión y preocupación se extendió entre los pasajeros mientras nos quedábamos allí, en la oscuridad y el silencio.
Pero ese silencio duró poco, porque un temblor sacudió toda la estación, y el tren también. Un estallido rompió las ventanas en un segundo, y no pude ver nada, pero sentí un empujón tan fuerte que me movió de mi lugar.
El pánico se apoderó del vagón mientras la gente gritaba y se agarraba de donde podía. El corazón me latía con fuerza en el pecho mientras intentaba mantenerme en pie. ¿Qué estaba pasando? ¿Era un terremoto? ¿Un atentado? Los pensamientos se agolpaban en mi mente, pero no podía hacer nada más que aferrarme a la barra metálica frente a mí y esperar lo peor.
De repente, sentí un líquido viscoso, muy parecido al barro, que me rodeaba, y a todos los demás, entraba por las ventanas, y no se podía ver bien qué era. La gente empezó a gritar desesperada, fue horrible.
El líquido comenzó a cubrir el suelo del vagón, arrastrándonos a todos hacia su oscura profundidad. El olor a putrefacción llenó el aire, haciéndome querer vomitar. ¿Qué carajo estaba pasando? ¿De dónde venía este líquido repugnante? Las preguntas se amontonaban en mi mente mientras luchaba por mantener la compostura en medio del caos creciente.
Intenté apartarme del líquido viscoso, pero estaba por todas partes, envolviéndome como un abrazo. Los gritos de los otros pasajeros resonaban en mis oídos, mezclados con el sonido sordo de algo que se arrastraba por el suelo del vagón. Con horror, me di cuenta de que el líquido no era simplemente barro, pero no podía definir lo que era.
Mis manos se aferraron con fuerza a la barra metálica mientras luchaba por mantenerme alejado del líquido en movimiento.
Sin más, el líquido comenzaba a endurecerse, y mis piernas se movían cada vez menos. Elevé mis brazos lo más que pude, tocando el techo. La gente encendía sus linternas de los celulares y se veían destellos de algo que parecía ser cemento, pero era blanco y más viscoso.
El pánico se apoderó de mí mientras luchaba por liberarme de esta prisión de cemento en la que me estaba convirtiendo lentamente. Podía sentir la presión aplastante contra mi cuerpo mientras el líquido se solidificaba.
Los gritos de los otros pasajeros resonaban en mis oídos, mezclados con el sonido sordo del liquido endureciéndose. Sabía que si no encontraba una manera de liberarme pronto, sería demasiado tarde.
No tenía mi celular en la mano, sino en el bolsillo de mi pantalón, pero no me animé a meter mis brazos por miedo a que quedaran atrapados también.
Sentí unas manos, muy fuertes, agarrarme de la cintura hasta abajo. ¿Me estaban hundiendo? ¿No? Quizás era una persona que sí, sí, era eso, una persona debajo de mí que intentaba nadar hacia arriba. Pero yo no podía, bueno, no quería ayudarle. Sentía cómo me llevaba involuntariamente hacia abajo, así que me agarré muy fuerte del techo.
Al final, las manos pararon de jalarme, justo cuando el líquido se endureció tanto como el hielo. Estaba atrapado, pero al menos no me estaba hundiendo más.
«Ayuda, ayuda», gritaban algunos, uno de ellos era un señor de traje que estaba desesperado. Una madre se lastimaba las uñas, gritando histérica por su hijo que había quedado completamente lapidado. Ella se golpeaba la frente contra su tumba, porque sus manos estaban apretadas en el líquido. Se lastimaba.
Los gritos y lamentos llenaban el aire, mezclados con el sonido de las personas golpeando desesperadamente contra el cemento que las aprisionaba. Era una escena de caos y desesperación, donde cada segundo parecía una eternidad.
Miré a mi alrededor, impotente, sin poder hacer nada para ayudar a aquellos que sufrían a mi lado. Mis propias fuerzas menguaban mientras luchaba contra el miedo y la desesperación que amenazaban con ahogarme.
No podía ver cuánta gente quedaba viva, pero los coros de gritos no eran más de diez. ¿Solo nosotros nos habíamos salvado? Una luz de un celular, de un chico de no más de quince años, iluminaba esporádicamente el lugar. Parecía un cementerio.
El resplandor intermitente revelaba rostros pálidos y ojos llenos de miedo entre las sombras.
Me estremecí al darme cuenta de que éramos los únicos sobrevivientes.
«Se debe haber roto el cemento de alguna remodelación», dijo un hombre por ahí, que tenía más de la mitad de su cuerpo metido en el lugar. Pero ningún cemento se seca tan rápido, esto fue en instantes.
«Es un atentado de los zurdos», dijo una mujer histérica en el fondo, la cual no podía ver. Nadie sabía nada.
La confusión reinaba entre los sobrevivientes mientras intentaban entender lo que había sucedido. Las teorías y especulaciones se mezclaban con el miedo y la incertidumbre, creando un ambiente tenso y cargado.
Por fortuna, de lejos escuchamos el sonido de una maquinaria desconocida, así como más luces ¡Venían a rescatarnos!
La esperanza brotó en nuestros corazones al escuchar los ruidos distantes. Miramos hacia arriba, buscando cualquier señal de salvación en medio de la oscuridad que nos rodeaba. Las luces que se acercaban eran como faros en la noche, guiándonos hacia la seguridad que tanto anhelábamos.
Con cada paso más cerca, el sonido de la maquinaria se volvía más claro, más definido. Las sombras se disipaban lentamente, revelando la silueta de lo que parecía ser un equipo de rescate. Mis músculos se relajaron por primera vez desde que quedamos atrapados, sabiendo que finalmente íbamos a ser liberados de esta pesadilla.
Las voces de los rescatistas resonaron en el túnel, llenando el aire con un sentimiento de esperanza renovada. Nos indicaron que nos mantuviéramos tranquilos y que pronto estaríamos fuera de peligro. Sentí un alivio abrumador al saber que finalmente estábamos a salvo.
«Quédense tranquilos, los vamos a sacar ya de ahí”, aseguró una voz desconocida en la oscuridad. A pesar de que no podía moverme, noté que la voz sonaba alentadora, y eso me reconfortó un poco. Miré hacia donde provenía la voz, pero en la penumbra apenas podía distinguir las siluetas de las personas que nos rodeaban.
En las primeras horas, varios de los sobrevivientes, incluido yo, intentamos encontrar una salida. Algunos usaron picos y cuerdas en un intento desesperado por liberarnos, pero cada movimiento era una tortura para quienes estábamos atrapados. Un rescatista trató de usar una palanca para abrir la puerta, pero fue en vano. Nos prometieron volver por más ayuda, y se fueron.
La desesperación se aferraba a cada uno de nosotros mientras luchábamos contra la oscuridad y ese cemento que nos rodeaba. A mi lado, una madre, cuyas manos estaban atrapadas en el líquido viscoso, sollozaba por su hijo perdido. Otros gritaban pidiendo ayuda, pero nadie parecía escuchar.
En un último intento desesperado, alguien trajo un martillo mecánico, de esos que usan para romper el cemento en las calles. Otro propuso dinamitar los escombros, pero la tarea parecía imposible.
A medida que pasaba el tiempo, la esperanza se desvanecía y la oscuridad se cerraba a nuestro alrededor. Nos aferrábamos a la vida con desesperación, pero cada intento de escape parecía más inútil que el anterior. En medio del caos y la desesperación, nos dimos cuenta de que estábamos abandonados a nuestra suerte en este oscuro laberinto subterráneo.
El rescatista, nuestra única voz en el exterior, nos decía «No es cemento esto, al parecer, de algún lado se filtró este líquido, pero no hay fábricas cerca».
Eso significaba que las herramientas de demolición común no servían, pero tampoco se podía hacer algo más radical, no sin tiempo, y eso es justo lo que nos faltaba. No podían pasarnos comida, porque todas las aberturas estaban cerradas.
“Parece ser que había una química clandestina, el dueño del edificio se encuentra prófugo…” se atrevieron a decir también.
La noticia de que no se trataba de cemento nos llenó de preocupación al mismo tiempo. Si no era cemento, ¿qué era este líquido que nos había atrapado de esta manera? Las preguntas se acumulaban en nuestras mentes mientras luchábamos por comprender la naturaleza de nuestra situación.
Regresaron los equipos de rescate con una variedad abrumadora de herramientas y recursos. Después llegaron los periodistas con sus cámaras de televisión, micrófonos, luces brillantes y una multitud de cables que serpentean por el suelo del túnel. Todos se apresuraban, preparando todo para capturar cada detalle de nuestra angustiosa situación.
A medida que los medios de comunicación montaban su equipo, la sensación de estar observados se intensificaba. Las cámaras apuntaban hacia nosotros, transmitiendo nuestras imágenes a millones de pantallas en todo el mundo. Era como si estuviéramos atrapados en un espectáculo grotesco, expuestos ante la mirada curiosa y morbosidad del público.
En medio de este frenesí mediático, el clamor por ayuda resonaba más fuerte que nunca. Los rescatistas continuaban sus esfuerzos por liberarnos, pero cada intento parecía ser en vano. La desesperación crecía con cada momento que pasaba, y yo me sentía atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar.
Lo peor era la oscuridad, estaba tan cansado que no podía mantenerme despierto, pero tampoco podía moverme, y cuando cerraba los ojos veía lo mismo que cuando estaba abierto.
Un hombre de ahí, empezó a hablarnos y a contar de su vida. Se llamaba Horacio, tenía una empresa de transporte, y le estaba yendo muy bien. Este año se iba a vivir a Europa porque la situación en Argentina no daba para más. Empecé a escuchar todo lo que decía, con interés.
Sus palabras llenaban el silencio, ofreciendo un breve respiro de la desesperación que se cernía sobre nosotros. Escuché con atención mientras hablaba de sus planes para cuando escapase de acá.
Pensaba con ironía que era la primera vez en mucho tiempo que disfrutaba escuchar a otro, claro que era porque estaba atrapado, pero de todas maneras era cierto.
También estaba Julia, la madre del nene, que se llamaba Iván. Iván se había quedado debajo del líquido, y no había podido subir antes de que se volviera sólido. Julia hablaba como si él no hubiera muerto sepultado, aseguraba que estaba vivo, y que después de esto le iba a llevar a ver a River a la cancha, como premio. Nosotros, si bien sabíamos que su hijo estaba ahogado, nos creímos su relato.
Hablábamos de boludeces para pasar el rato, los rescatistas venían, golpeaban un poco el cemento, pero no podían romperlo. Su frustración era palpable, se esforzaban con todas sus fuerzas, pero la resistencia del material era implacable.
Mientras tanto, la escena del desastre se llenaba con la llegada del Jefe de Gobierno de la Ciudad, seguido por el Presidente del país. Ambos políticos aparecieron con sus trajes, emitiendo declaraciones solemnes sobre la gravedad de la situación. Anunciaron el estado de duelo nacional y prometieron la colaboración de toda Argentina para sacarnos con vida, mientras el Congreso se preparaba para implementar medidas drásticas en la economía, que mucho no tenían que ver con nuestro caso, pero según el Presidente eran necesarias para la “transformación nacional” y evitar que estás cosas siguieran pasando.
Algunos insistían en la teoría del «atentado terrorista», señalando la posibilidad de una intervención externa con motivos oscuros. Por otro lado, los opositores apuntaban con dedo acusador hacia la negligencia del gobierno, argumentando que la existencia de fábricas clandestinas era una muestra clara de la falta de regulación y control. El lugar se transformaba en un símbolo de tragedia, de corrupción, de la revolución, del ajuste, de la ecología, del INDEC, de las condiciones de transporte, de los jubilados, de todo. Al final, terminó significando nada.
Las voces se alzaban en un coro de acusaciones cruzadas, mientras la ciudad se sumía en el caos y la confusión. Los medios de comunicación transmitían cada declaración, alimentando el fuego de la controversia y la incertidumbre. En medio de todo este tumulto político, la verdadera tragedia parecía perderse en el trasfondo.
Desde mi posición, observaba la escena con una sensación de desconexión, y los demás supervivientes también.
Finalmente, un día sentí como me hundía más, y más. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral cuando me di cuenta de lo que estaba sucediendo. El líquido viscoso que nos rodeaba, esa sustancia dura, ahora parecía más extraña y pegajosa que había, estaba sorpresivamente ganando terreno.
Grité en silencio mientras sentía cómo el líquido comenzaba a cubrirme lentamente, envolviéndome en su frío abrazo. Traté de moverme, de liberarme de su agarre, pero mis esfuerzos fueron en vano. Estaba atrapado, impotente frente a la implacable marea que amenazaba con engullirme por completo.
Todos pasaron por lo mismo, sus cuerpos se fueron hundiendo en el líquido mientras sentíamos cómo éramos tragados. Lo peor es que dentro de esa masa, podía ver con claridad, era como sumergirse en un estanque limpio, y sí, vi cada uno de los muertos. Sus ojos abiertos, hundidos en ese velo que estaba dentro del cemento. ¿Qué mierda era?
Una sensación de horror indescriptible me invadió mientras contemplaba los rostros sin vida que emergían de la oscuridad.
Traté de apartar la mirada, de bloquear la imagen espeluznante que se había grabado en mi mente, pero era inútil. Los rostros de los muertos me perseguían, atormentándome con su silencioso reproche.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por un sonido sordo, como el crujido de huesos, que resonaba en la oscuridad. Miré a mi alrededor, buscando la fuente del ruido, y vi cómo el líquido viscoso se agitaba con vida propia, retorciéndose y contorsionándose como si estuviera vivo.
La masa me sujetó, y me movía con libertad dentro suya, me atraía a cadáveres ¡había pequeños cuerpos de chicos muertos! Era horrible, pero no podía moverme, el líquido me adhería a ellos.
Solamente podía gritar ahogadamente, llenando mis pulmones con ese líquido. Cada inhalación era una lucha desesperada por mantenerme a flote, pero el líquido viscoso se aferraba a mí con fuerza, arrastrándome hacia la oscuridad que acechaba en las profundidades.
Intenté liberarme, luchando, pero mis esfuerzos fueron en vano. La masa parecía tener una voluntad propia, una maligna inteligencia que me arrastraba más y más hacia el abismo de la desesperación.
Quedamos en el fondo, sin poder hablar, sin poder respirar más que ese aire acuoso.
Los huesos se doblaban y rompían con un crujido, mientras las pieles se fundían unas con otras. Los cuerpos retorcidos se contorsionaban y se aplastaban entre sí, formando una masa amorfa de carne y hueso deformada por el horror.
Los gritos de los sobrevivientes se desvanecían en la oscuridad, sofocados por el sonido repugnante de la fusión de cuerpos.
Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral mientras una cabeza ajena se unía a la mía, siendo absorbida por la masa retorcida que nos rodeaba. La piel suave y fría se fundió con la mía, mientras el cabello largo y enmarañado se enredaba en mi rostro.
El horror me invadió cuando me di cuenta de que esta cabeza desconocida pertenecía a una mujer que jamás había visto. Sus ojos sin vida parecían mirarme con indiferencia.
Traté desesperadamente de apartarme de ella, pero nuestras cabezas estaban unidas de una manera brutal. Cada intento de escape era en vano, mientras la masa retorcida nos absorbía más y más en su abrazo.
El resto de los ojos sin vida de los cadáveres parecían mirarme con una intensidad escalofriante, como si supieran que yo era el único que quedaba vivo entre ellos.
Uno a uno, los sobrevivientes fueron sucumbiendo a la monstruosidad que los rodeaba, sus cuerpos absorbidos por la masa grotesca que se había apoderado del fondo del subte. Los gritos se desvanecían en un susurro desgarrador, y pronto solo quedé yo, atrapado en un mar de carne y hueso retorcido.
Pero a pesar de la desesperación que me consumía, una parte de mí sabía que nunca escaparía de este infierno. ¿Por qué yo? ¿Estaba condenado a vagar para siempre entre los restos retorcidos de aquellos que una vez fueron desconocidos en el subte?
Miraba así los cadáveres que flotaban, primero con terror… Luego con algo más.
Era raro, pero al cabo de un tiempo empecé a saber sus nombres, aunque jamás antes los hubiera visto o hablado, más que segundos antes del accidente.
Juan, el estudiante de arte. Igor, el ruso que escapaba de la guerra. Gala, la brasileña que vino de vacaciones. Empecé a saber todo de esa gente muerta.
Cada uno tenía una historia, un pasado, sueños y aspiraciones que ahora yacían sumergidos en las profundidades junto con sus cuerpos inertes. Y mientras los observaba, una extraña sensación de conexión se apoderó de mí, como si de alguna manera estuviera destinado a cruzarme con ellos en este oscuro rincón del universo.
Sin más, dejé de luchar. Al contrario, estaba feliz, más que contento. Por primera vez en mucho tiempo, me sentía cómodo con otras personas. Tan a gusto, como si, por primera vez, Dios me hubiera mostrado que en realidad, las personas no son malas, y que no estoy solo yo, sino que somos muchos más, sí, muchos más.
Algunos dirían que mi felicidad estaba impregnada con el aroma rancio de la muerte que flotaba a mi alrededor. ¿Cómo podía sentirme a gusto en un lugar tan macabro, rodeado de cadáveres que se mecían suavemente en la oscuridad?
Sus cuerpos inmóviles, sus rostros pálidos y sin vida, eran testigos silenciosos de la tragedia que nos había consumido a todos. Sus vidas truncadas y sus sueños resonaban en mí.
Un día, sentí cómo destruyeron finalmente la entrada, y todo fluyó. Las luces nos rodearon, y los rescatistas no podían creer lo que veían. Pero a medida que la libertad nos invadía, más nos apretabamos, la masa se fusionaba en un compuesto único, retorcido, vivo, espiral, en un amasijo de humanidad.
La escena que se desplegaba ante los ojos incrédulos de los rescatistas era grotesca y macabra, pero para mí, fue hermosa. Aquellos que habían estado atrapados en el subte durante tanto tiempo ahora se habían convertido en una masa informe de carne y hueso, una amalgama retorcida de cuerpos entrelazados.
Las extremidades retorcidas se enredaban unas con otras, formando una bola amorfa de carne viva y huesos rotos, una manifestación grotesca de la unión humana.
Los rescatistas observaban con horror y repugnancia, paralizados por la visión aterradora que tenían ante ellos. ¿Cómo podía ser posible que tantas personas se hubieran transformado en esta abominación de la naturaleza? ¿Qué fuerza oscura y retorcida había dado forma a esta pesadilla viviente, convirtiendo a los seres humanos en meros espectros de su antiguo yo, atrapados para siempre en esta grotesca pesadilla?
Para nosotros, la respuesta fue simple: Somos muchos.
literatura chiquita llena de punk & olvido