Por retenerlo, apreté sus últimas gotas en mi interior. No lloré, no grité, todo fue de una dimensión tan profunda que quedé seca, como una rama muerta. Estuve tres meses sin menstruar. De noche mi horror fluctuaba entre estar o no estar embarazada. De él, de quién más. Nunca supe si podía tener hijos. Ni si yo podía. Decía “tal vez sí” y me suicidaba por dentro de una manera indigna, desesperada y verde. Decía “tal vez no” y me revisaba: algo se debe sentir, un cambio más allá de engordar por estar tan quieta desde que no hacemos nuestras caminatas. Así las noches, así los días que pasaba requecheando, sin saber cómo lo iba a llamar o si le iba a avisar antes de la decisión final. ¿Para qué? Ya no vive donde vivía, no está el tapete, ya no trabaja donde lo hacía, hasta sus números debe haber cambiado, su correo nunca lo retuve. ¿Para qué? Me tapo con la trapera de flores, pienso, idealizo de nuevo. Una noche las cosquillas en el muslo me dan otra oportunidad, el alivio supera por mucho la ensoñación de la casa blanca con ventanales, el niño que juega en el parque, nosotros abrigados conversando de lo nuestro, viendo qué vamos a cenar. Estoy sin cenar de nuevo, pienso, pienso en las pastillas deformando el cuerpecito, pienso en que ser feliz es para otros. Las cosquillas en el muslo lloran mucha sangre y ahí, con las lágrimas de mi vientre y de mis ojos sé que de él no queda más nada en mi vida. Que se terminó para siempre, ahora hay dolor y distancia donde antes hubo una gota de esperanza con sus ojos.