Cuando no hay mucho de lo que escribir, prefiero leer. Leo sobre el hombre aquel que muere mirando la central atómica, pero no es la radiación lo que lo mata, es la biología. Nos sentimos invulnerables y terminamos cediendo a bichos que ni vivos están. Alimenta a su huésped y tiene energías para cultivar, para sentir y escribir con detalles que van a llegar a mí muchos años después. En cambio yo no puedo hacer mucho: las macetas se extinguen, llenas de semillas que han venido volando, de malvas muertas que no florecen, de raíces que se pudren sin sol, sin esperanza. Mi mal es de las tripas, del cerebro, de los impulsos que no se ordenan más que para pensar en catástrofes y en dolores que invento no conocer. Otro día a sopa, no he visto las consignas, pero nada me tienta. Si tuviera dinero me compraría un yogur con fruta de aquellos que devoraba en su cuarto de pensión, qué bien comíamos, que belleza la juventud a manos llenas. Hace rato que soy mucho más vieja que él, no lo reconocería en la calle, ni que me apuntaran con un arma de recuerdos, de canciones de blues lento. Como con todos, ya no me quedan cosas que contar, desmenuzo cada pequeña relación hasta la miga más insignificante, saco en palabras las sensaciones menos jugosas, evoco hasta los pisos, las paredes, el hambre de veinte años y nunca ir a ver el mar, que estaba tan cerquita. Lo mismo podría decir de las fotos, los miles de fotos que ahora solo van a vivir en mi memoria.