Me siento en un escalón amable con el mate, de los pocos que no están escupidos, meados, cagados, llenos de barro y pelusa de plátano de hace meses o de porteros serviles que no entienden que en casi ningún lado hay banquitos. Miro la gente que pasa, la vecina de 20 que se viste en el vintage o con ropa de su abuela que era igualmente lunga. Desde acá le siento el olor a naftalina, aunque no tenga, esas polleras de tweed no sobrevivieron 50 años sin ayuda. Faldas tubo. Piernas largas. Hace un tiempo las sacábamos del contenedor, nadie las quería, pican, hay que lavarlas a mano. Ahora son furor, valen más que una nueva en una tienda de medio pelo. Tampoco las tiendas son lo que eran, todas son de cadena, chinas, al menos a las que puede acceder la gente común, las chiquitas de diseño de punta carretas, estrambóticas o beige profundo, son otro asunto.
Toda la música que se creó antes de mi cumpleaños de 12 para mí es de la misma época. También las películas. Pertenecen a un pasado borroso que tiene manchas como las que forma la lluvia en los derrames de combustible. Claro que sé que no es lo mismo el disco que el cine mudo, pero mi memoria registra todo lo posterior con mes de salida, primera escucha, circunstancias, una melomanía personal. Anotaba en una cuadernola en un momento, pero después no fue necesario, desarrollé la capacidad de recordar cada dato ínfimo, con ayuda de la radio. Un amigo me preguntaba por las canciones relatándome el video, pero en casa no había cable ni internet, imposible saberlo. Anotá, anotá cuando sale el nombre al principio y al final, ¿querés dejar de ser tan vago?
Ahora sale la vieja de enfrente, con esa calza estirada, a barrer. ¿Pero qué vas a barrer si es todo regalitos de perro y baldosas flojas esa vereda? Lo que quiere hacer es chusmear, ver en qué andamos. Apago el cigarro, cebo el último mate y me meto. Me molesta mucho esa calza lila, verde y cyan. Me altera.