Martín se levantó a buscar un poco de agua durante la madrugada. Su familia dormía plácidamente, el silencio interrumpido por el murmullo lejano de los autos. En la cocina se sirvió su agua. Un estornudo le hizo salpicar y mojarse la remera.
—Salud—dijo una voz.
Las piernas se le aflojaron y por poco dejó caer el vaso al suelo. Su mente buscó cuanta explicación lógica se le cruzase, mientras miraba alrededor.
Estaba solo en la cocina.
Debo estar alucinando, pensó. Y dejó el vaso en la mesa. Cuando se alejó para regresar a su habitación, miró hacia atrás.
Nada.
Respiró aliviado.
—Buenas noches—dijo la voz.
Martín corrió hasta su habitación.
Era fin de semana, lo que significaba quedarse en casa. Su esposa Carla salió junto a su hijo, dejándole al cuidado del bebé, arriba en la habitación. El monitor le mostraba a la pequeña cosita acurrucada en su cuna. Martín estaba embobado viendolo dormir, ya fuese por el monitor o en persona. Abajo, a sus piernas, el perro Bruto tironeaba de su pantalón para jugar. Lo acarició. Se levantó a darle de comer.
—Cuidado que meó ahí.
Y sintió que pisaba suelo mojado, pero no le importó. Los nervios lo invadieron, la cabeza dio vueltas por la cocina, buscando esa voz. ¿Dónde estaba?
—Oh, salpicaste tu pantalón.
Sonaba metálica, como si hablara por una lata. Martín miró a la mesada. Ahí estaba el horno eléctrico que le había regalado su suegro.
Tenía una luz prendida en su interior.
—Hola.
Martín retrocedió y le pisó una pata a Bruto. Este chilló de dolor.
En el monitor, escuchó a su bebé que lloraba. Martín dio media vuelta y corrió escaleras arriba.
—¿Qué te pasa, Marto? —dijo su esposa—. Estas pálido como la harina.
—No es nada—respondió vacilante.
Pero sí era algo. Esa voz, estaba seguro, venía del horno eléctrico. La luz de su interior había parpadeado cuando habló.
—Hoy vi una remera muy linda para mi niño, y se la traje, ¿querés verla?
No le prestaba atención, y ella se dio cuenta. Se lo recriminó, y él se disculpó. Pero su mente estaba abajo, en la cocina.
De madrugada. Debía corroborarlo. Sentía un repelús el entrar a la cocina, incluso de día. Pero tenía que asegurarse de… ¿de que estaba loco? ¿o de que su horno hablaba? No sabía cuál era peor.
Entró a la cocina, encendió la luz.
—Buenas noches—dijo el horno.
Martín se quedó con la mano en el interruptor. El horno tenía la luz de su interior prendida. Sentía que lo observaba.
—Te vas a resfriar si te quedas ahí descalzo.
El suelo estaba frío, sí, pero a su cuerpo lo sentía todavía más.
—¿Quién sos?—preguntó. Se sintió estúpido por hablarle a su horno.
—Tengo muchos nombres, podes elegir el que quieras.
—No entiendo—la mente la tenía ahora a mil kilómetros de distancia.
—Humano estúpido, te dan la opción más fácil, y seguís necesitando ayuda.
—Esto no es real. No podes estar hablando. Sos un puto horno.
—No me di cuenta, gracias por señalar lo obvio.
Y guardó silencio. Por un breve instante.
—¿Y qué, te vas a quedar ahí parado? ¡Acércate!
Algo le hizo andar en contra de su voluntad. Parpadeó y se encontró frente al horno.
—Bueno, ya que estamos, Marto, me vendría bien algo de comer. Ofréceme algo y yo te daré algo.
Martín seguía callado. Como si no hubiese escuchado en absoluto a su horno pedirle comida.
—Qué…
—Ahhhhhh, esto se esta volviendo lento—hizo un sonido como de chasquear la lengua. Adentro del horno no había algo que se le asemejara a una lengua—. Tenés hamburguesas. Quiero una. Ahora.
Martín no sabía cómo, pero se encontraba introduciendo un disco de carne en el horno. Lo único que logró percibir al meter la mano fue una calidez que la envolvía, la intención de una bestia aguantando las ganas de cerrar las fauces para darse un buen bocado con su pobre mano.
Cerró la puerta del horno. Este murmuró algo, Martín sintió un aroma a carne cocinándose, seguido de algo fuerte como lavandina. Tosió hasta ahogarse. Luego escuchó un sonoro eructo.
—¡Buen provecho, ja ja ja! Ahora ve a dormir. Mañana hablaremos.
Martín estaba dándole la espalda al horno, movido por la intención de regresar a su cama.
No recordaba por qué había bajado a la cocina.
Era domingo, día de la iglesia. Martín no era creyente, pero su esposa Carla sí lo era. Se habían casado por iglesia por ella, él le dio el gusto, y eso estaba bien. De eso hacía ya 5 años. Hubo períodos en que la acompañaba, y luego dejó de ir porque se sentía un estúpido. Carla lo entendió y no le insistió en ir.
Esta vez fue Martín quien le pidió de ir.
—¿En serio?
—Sí
Verla sonreír valía la hora y pico que tendría que estar ahí junto a tantos creyentes. Bueno, no era mucho comparado con el tiempo que pasaba en el trabajo.
Además, estaría lejos de la cocina. Lejos del horno.
Su esposa le rodeó del brazo, sonriente, reluciente, y salieron. La niñera, una joven de 16 años a la que le pagaban algo de dinero para que cuidase a sus hijos cuando salían, accedió a cuidar al bebé y al niño, que ese día quería quedarse en casa. Le dijeron que se portara bien, este dijo que sí sin despegar la mirada de sus autitos. Martín salió junto a Carla.
Podría haber jurado que escuchó una risa metálica provenir de la cocina.
A la salida, la gente saludó al sacerdote, agradeciendo el sermón. Martín también se lo agradeció, viendo el brillo en la mirada de su esposa. Eso estaba bien. Martín no pensaba en lo otro, procuraba no hacerlo.
—¿Se encuentra bien, Martín?—dijo el sacerdote, un anciano muy querido por el barrio. Tenía el aspecto de un padre serio, carente de cabello y rasgos muy duros. Pero daba sermones que llegaban al alma.
—Estoy bien, Padre. Solo un poco…
—¿Nervioso?
—¿Cómo dice?
—Lo noto un tanto inquieto, Martín.
Carla conversaba con una amiga, miró Martín. Pensó si decirle al sacerdote sobre el horno. ¿Le creería?
Descartó la idea.
—No es nada, Padre. Gracias por preguntar.
No insistió, aunque arqueó una ceja antes de volverse hacia otras personas.
Martín se reunió con su esposa y regresaron a casa.
—¿Todo en orden por acá?
—Sí señor—dijo la niñera—. Los niños se portaron bien.
—Espérame que busco la plata, cielo—dijo Carla antes de subir las escaleras.
Martín quedó a solas con la joven.
—Señor, eh, los niños se portaron bien, pero…
—¿Pero?
—Creo que el perro andaba medio pachucho. Orinó en la cocina muy fuerte.
—Bueno, ahí lo limpio, y veré como esta el animal.
—Oh, él ahora esta bien. Fue cosa de un momento, ahora esta durmiendo en la alfombrilla. Y sobre la orina, se que le dije que lo hizo en la cocina pero…
—Pero…
No le gustaba hacia dónde se dirigía la conversación.
—No encontré rastro del manchón, pero sí se sentía el olor. Era muy fuerte, casi como oler lavandina. Raro, ¿no?
Martín tragó saliva, la nuez subiéndole por el cuello como un yo-yo.
—Sí, raro. Luego revisaré bien.
Su esposa bajó con el dinero. Llevaba al bebé en brazos, dormido.
Martín le estaba dando de comer al perro en la cocina cuando estornudó.
Nervioso, miró hacia el horno eléctrico. Nada. Respiró aliviado.
—¿Confesaste tus pecados hoy, Marto?
Se sobresaltó, dejó caer el tupper con el que cargaba el plato de comida del perro. Lo poco que quedaba se esparció por el suelo. Martín sabía que si no lo juntaba, se le llenaría la cocina de hormigas, y Carla se enfadaría.
—Bueno querido—dijo el horno—, hora de que hablemos vos y yo. De hombre a… horno, ja ja ja.
La risa metálica le hizo sobresaltar. Miró hacia el horno, un electrodoméstico sencillo, con su puerta de cristal y sus perillas reguladoras. ¿Cómo era posible que esa cosa estuviese hablando?
Se imaginó que era una broma, una de muy mal gusto. Y si así lo era, ¿quién era el bromista?
Es mi mente, se dijo con abatimiento. Mi mente me esta jodiendo.
—Acércate, hijo mío.
Movido por una voluntad superior a la suya, Martín se irguió y dio los pasos restantes que le separaban del horno. El perro se puso a comer la comida desparramada por el suelo.
Martín se paró frente al horno. La luz de este estaba prendida, algo que no ocurría a menos que le dieras vuelta a la perilla del temporizador. El cristal estaba un poco sucio, opaco, apenas permitiendo ver el destello interior. Martín pensó en abrirlo para corroborar de que no hubiese un altavoz o algo por el estilo. Pero no lo hizo. No había razón para pensar que aquello era así. ¿Un altavoz en el horno? ¿A quién se le ocurriría semejante estupidez?
—¿Confesaste tus pecados hoy? —empezó a recitar la voz—, ¿No? Muy mal, y más cuando es el día de tu salvador. No completaste los ritos, y es seguro de que ni siquiera hiciste en tu vida el vía crucis. Pero Dios esta muerto y su hijo llora en su tumba mientras María Magdalena le hace una mamada Ja ja ja.
La luz parpadeó como si respondiera a la cadencia de la risa metálica que salía del horno. Martín temió que Carla o su hijo justo entraran a la cocina, lo viesen ahí de pie frente al horno y escuchasen la misma voz.
Eso confirmaría de que no estaba loco, pero a su vez confirmaría otras cosas mucho más desagradables.
—Hay quien cree no por iniciativa de permitir la entrada de Dios a su casa—continuó la voz—, sino para no hacerlo enojar. Hay quien obra bien no por obrar bien, sino para ganarse puntos con san Pedro cuando llegue el día de sopesar sus buenas acciones con sus pecados, sin sospechar que la balanza ya esta en su contra. Pobres idiotas que viven con temor de hacer enojar a una deidad allá «arriba», cuando ahí solo hay una cosa. ¿Querés saber lo que en verdad se encuentra en el más allá, Marto? ¿Estas preparado para que la última pregunta se te sea respondida?
Martín tragó saliva. La garganta la tenía tan seca que se le dificultó el no toser.
—¿Qué sos?
—¿Es esa tu última pregunta? Porque la primera ya la hiciste, y fue la misma de anoche. Sos alguien que no se rinde, de mente perceverante. Me gusta esa iniciativa, muy bien hecho Marto.
A cada palabra que salía de la «boca» del horno, Martín se sentía desfallecer. Sin embargo seguía de pie frente al horno.
Poca gente se dirigía a él como Marto, su esposa entre ellos. Era un apodo que le habían dado de joven, ya que en su grupo de amigos ya había otros dos Martín. Le gustaba ese apodo, y más le gustaba cuando Carla lo decía con esa sonrisita. Pero que ahora un horno parlante lo llamara así le incomodaba, lo perturbaba, le hacía hacerse la estúpida pregunta de quién le había dicho ese apodo.
—La hora de la comida se acerca Marto, y tengo hambre. Esa pendeja no fue capaz de poner ni un trozo de pan, y mi estomago está que ruje—para reforzar esa afirmación, Martín escuchó un sonido áspero, gutural, como el gruñido de un perro rabioso, babeante, de mirada perdida, con ganas de hincar el diente hasta el hueso—. Ah, pero antes, tu recompensa.
Un sonido, uno al que estaba tan acostumbrado, le hizo saltar en su sitio y soltar un gritito que aplacó con una mano antes de que se transformase en un grito de terror. Estaba tenso, muy tenso, su mente absorta en un rincón de su cabeza, como si fuese un niño arrinconado contra la pared mientras uno de sus bullies le plantea las posibles opciones del día, desde un escupitajo hasta una piña en los testículos. El sonido lo había traído de regreso a una realidad que ya le parecía ajena, extraña.
El sonido era la campanita que resonaba cuando la comida ya estaba calentada.
—Abre la puerta—dijo el horno—,y toma tu recompensa.
Una mano se acerco hasta el horno, luego se detuvo. Mil y un pensamientos cruzaron su mente, imágenes de cosas asquerosas que podría encontrar en el horno. Vaciló, pero terminó por abrir la compuerta.
Adentro estaba la bandeja que usaba cuando quería descongelar la carne. Sobre ella había un frasquito de vidrio con un líquido transparente.
—Agarra tu regalo, que se me escapa el calor.
Martín lo tomó. De nuevo sintió que metía la mano en la boca de una bestia y que en cualquier momento se cerraría. La cpuerta se cerró con suavidad, sola.
Martín se quedó mirando el frasquito. No tenía etiqueta.
El horno le respondió la pregunta que por un instante tuvo en la punta de su lengua.
—Es un afrodisíaco de alta concentración. Una sola gota vuelve a la monja más puritana en una perra en celo insaciable. Se que hace un tiempo que tenés ganas y que tu mujer te viene esquivando el bulto. Con esto en su té, te garantizo que querrá comerse ese bulto ja ja ja.
Martín se sintió asqueado y avergonzado, aterrado y ultrajado.
Porque en el fondo, sabía que una parte de lo que ese horno decía era cierto.
—Ve en paz, hijo mío. Más tarde me darás de comer. Pero ahora te toca una misión. La guerra te espera esta noche, y ya lo dice el dicho: en tiempos de guerra, cualquier agujero es trinchera ja ja ja.
La luz del horno se apagó, la voz no volvió a hablar. Martín se le quedó mirando en silencio. Miró al frasquito. Pensó en arrojarlo a la basura, junto con ese horno de mierda.
En su mente surgió como una enorme burbuja de dialogo de un comic: «Y si...». Martín siguió un momento más en la cocina hasta que Carla le llamó.
Se llevó la mano al bolsillo y salió.
De noche, en su habitación, su esposa se cambiaba de ropa. Era una mujer hermosa, con una mirada risueña y una sonrisa tierna. Martín la miraba recostado en la cama, desnudo y tapado hasta la cintura. Había sugerido la idea de hacerlo esa noche, pero Carla le tiró la excusa de que estaba cansada. Lo aceptó con resignación, limitándose a solo mirarla. Solo eso.
Sus hijos dormían. Al más pequeño lo habían trasladado a la habitación que habían preparado para él. El monitor lo tenían sobre la mesita de luz, Martín podía ver a la pequeña criatura dormir en su cuna. Era un ser tan diminuto, tan frágil, tan delicado, que le daba miedo de sostenerlo y lastimarlo con el simple agarre de sus brazos. Suspiró, en parte de cansancio, en parte de alivio porque el día había terminado.
Carla se recostó a su lado, con su ropa de dormir puesta, apenas un velo que le cubría la piel. Martín suspiró.
—¿Qué pasa, Marto?
—Nada
—Mentís. Estas molesto. ¿Es porque te dije que hoy no?
—No es eso, amor.
¿Y qué era entonces lo que le molestaba? Sí, en parte, en un pequeño porcentaje, se sentía molesto por ese no de su esposa, pero lo aceptó de forma estoica. No, era algo más, una piedra en su zapato que por más que intentara sacársela de encima moviendo los pies, más molesta se volvía. No pensar en ello paradójicamente le hacía pensar en ello. Recordó al horno, lo que le dijo, cómo lo dijo, la falta de voluntad que tuvo para oponérsele, como si una mano hubiese tirado de él. Aquello le molestaba, pensar que alguien podría haberle visto, haberle tomado por loco por hablarle a su horno eléctrico y por creer que éste le hablaba. ¿Era eso lo que de verdad le molestaba? ¿O había algo más?
Si ese era el caso, ¿entonces que era?
Carla se arrimó a él y cerró los ojos. Si dijo algo más, Martín no le prestó atención. Se durmió.
De madrugada, el cielo seguía oscuro al otro lado de la ventana. Martín se vio parado en la cocina, frente al horno.
Su luz estaba encendida.
—El arma esta cargada, soldado—la voz sonaba rasposa, metálica—, solo le falta apretar el gatillo ja ja ja.
Esto no puede ser posible. Había estado sonámbulo, no había otra explicación. Pero en su vida había experimentado eso. ¿Por que tenía que pasarle ahora?
—¿De qué sirve tener una buena mano de cartas si no sabes usarlas? Despabila Marto, están viéndote la cara de tonto ja ja ja.
—Qué…
—Pero bueno, si querés usar la diestra, yo no te lo impediré. Y antes de que la uses, dame de cenar. Tenes un pollo entero en la heladera. Dámelo.
Mientras su mente asimilaba las palabras que el horno le había dicho con un tono de voz monocorde, cuestionándose si de verdad había escuchado todo el palabrerío, su cuerpo se movió como un autómata hasta la heladera, donde el pollo, que había encontrado de oferta en el supermercado para preparar en unos días, descansaba sobre un plato envuelto en su respectiva bolsa. Martín lo agarró.
—Sacale la piel. Tirásela al chucho que sé que le gusta.
Tomó un cuchillo y le sacó la piel al pollo. La dejó sobre la mesa y se acercó hasta el horno.
—Sí, muy bien. Dámelo.
Abrió la compuerta del horno y depositó el pollo sobre la bandeja. Las manos le temblaron hasta que las sacó. Cerró la puerta y la luz se encendió. De nuevo el aroma de la cocción mezclada con el de la lavandina. Martín no pudo moverse, observando detenidamente cómo el horno se comía un pollo de cinco kilos.
En su mente, su voz gritaba de impotencia por no poder moverse, gesticular, siquiera parpadear. De suerte que, al parecer, el horno le dejaba respirar. Quería salir de allí, huir lo más lejos posible. Pero no podía mover ni los párpados de sus ojos, los cuales estaban empezando a secarse. Le ardían como mil agujas, podía sentir cómo las venitas rojas empezaban a dibujarse en los ojos.
Un sonido metálico, como si hubiesen dado un golpe a una chapa resonó en la cocina. ¿Acaso el horno acababa de eructar?
—Delicioso—dijo el horno—. Y ahora vas a agarrar dos tazas, a calentar agua y hacer un té.
Así lo hizo, los ojos como un par de carbones al rojo vivo. Rogaba que Carla estuviese todavía durmiendo.
Cuando terminó, sirvió el té en ambas tazas, los saquitos humeando un aroma de hierbas.
—Solo hace falta un empujón a una piedrita para empezar un derrumbe, así como el corazón de un hombre necesita una palabra para palpitar como un terremoto—el horno habló con un tono bajo, confidencial—. Sos un péndulo que le hace falta un empujón, un toque para empezar a moverte, y yo te daré ese toque.
Martín solo podía escuchar.
—Tenes el regalo que te di. Esta en un pantalón, arriba en tu habitación, doblado sobre el piso. No me mientas, sé que lo tenés, Marto, ni lo tiraste, porque una parte de tu mente pensó y pensó y pensó y cuando te dijo que no, la maquinita siguió trabajando a toda marcha.
Martín sostenía las tazas en sus manos, no desde las azas. El calor le escalaba el brazo como hormigas.
—Vas a subir, tu mujer estará despierta, fingiendo dormir y cuando la veas le vas a ofrecer el té. Pero antes de que te vea, le vas a poner dos gotas de mi regalo y harás que se lo tome. Y ahora, ve en paz hijo mío, porque si querés paz, prepárate para la guerra ja ja ja.
Las piernas de Martín se movieron, abandonando la cocina, abandonando una zona que empezaba a provocarle malestar. Subió las escaleras hasta entrar en la habitación. En la mesita de luz dejó las tazas. Rebuscó en sus pantalones hasta encontrar el frasquito. Lo abrió.
—¿Marto?
Acercó una taza y con cuidado dejó caer dos gotas.
—¿A qué huele eso?—la voz de Carla sonaba aterciopelada a medias.
Martín se acomodó en la penumbra. Carla lo miró, el velo de su pijama marcando las curvas de su cuerpo.
—¿Preparaste té? ¿A esta hora?
Martín no dijo nada.
—Se me antojaba un té, ¿cómo lo sabías? Eres muy amable amor.
Carla agarró la taza y se la llevó a los labios. Estaba caliente todavía.
—¿No vas a beber el tuyo?
Como si obedeciera una orden, Martín bebió de su taza. De un par de tragos se lo terminó. Carla le tendió su taza.
—Gracias querido—le dio un suave beso en los labios y se recostó.
Martín depositó las tazas en el suelo y se recostó. Estuvo un tempo mirando el techo, como si esperara algo.
Al cabo de un rato sintió una mano agarrándole el pene.
—Se… se que dije que no, pero…—jadeaba, la voz susurrante—, pero no puedo. Quiero, te quiero Marto…
En su mente, Martín pensaba que estaba mal, que era incorrecto seguir. No era Carla quien hablaba, era ese líquido que vertió en su taza. Hablaba con la voz de su esposa, sonando con espasmos y tartamudeos, todo mientras seguía manoseándolo.
—Marto…
Estaba mal, pero también una parte de su mente, la parte animal, la deseaba. Y de una forma poderosamente desesperada. Incapaz de afirmar si ahora se movía por propia voluntad o por instinto, Martín se abalanzó sobre su esposa. Ella le correspondió en todas sus fantasías y peticiones.
Abajo creyó escuchar a alguien reír.
Carla dormía con la boca abierta, un hilo de baba chorreando por la comisura de sus labios. Un silbido salía de su garganta. Martín estaba en el baño, lavándose la cara, los ojos rojos, la mirada perdida, la expresión de sorpresa
Estaba mal. Eso estaba mal.
Pero una parte de su mente le decía lo contrario.
Le dolía las zonas donde Carla le clavó las uñas, líneas rojas a la altura de los hombros, marcas de mordidas en el cuello.
Estaba mal.
Pero a su vez… Estaba muy bien.
No no no, era cosa de esas gotas. Su esposa jamás se había comportado como una bestia ni en la noche más lasciva de sus vidas. Martín miró el frasco sin etiqueta, el líquido transparente, como si solo tuviese agua. Pensó en probar un poco, pero descartó la idea. ¿Cuánto tiempo duraba el efecto? Carla dormía, tal vez ese era el límite. Pero si era indefinido, entonces estaría en problemas a la mañana siguiente. ¿Recordaría Carla lo sucedido? ¿Cómo se lo tomaría? Esa duda ahora le acosaba. Tal vez si bajaba y le preguntaba al horno…
Nada de lo que pensaba tenía sentido.
Para empezar estaba el horno. ¿Qué era en realidad? ¿Y por qué no se lo había mencionado aún a su esposa? Algo parecía bloquearle esa idea ni bien se le cruzaba por la cabeza.
Es más, ya no sabía lo que estaba pensando. Tenía que ver con Carla y lo lujuriosa que se había puesto, o eso creía.
Se miró al espejo. Manchones negros bajo los ojos, la piel pálida como la harina. Estaba cansado, Necesitaba dormir.
De regreso a la cama, se quedó mirando el techo por un rato. No escuchó ninguna risa.
Carla no mencionó nada al respecto. Martín tampoco insistió.
Llevo a su hijo al jardín de infantes, le quedaba de paso al trabajo. Se despidió de su niño con un abrazo, y lo vio entrar corriendo al edificio, una mujer con guardapolvos saludándole.
Mientras conducía a la oficina en donde las hojas de cálculo le esperaban con impaciencia, Martín tomo una decisión. La llevaría al cabo esa noche.
Regresó con una bolsa con milanesas de carne y de pollo.
—Amor—dijo Carla—, ¿no viste dónde quedó el pollo que trajiste?
La excusa perfecta se le ocurrió cuando regresaba y se detuvo frente a una carnicería.
—Tenía un olor raro y había unos trozos con un color para nada agradable, así que lo tiré. Pero traje milanesas para compensar.
—Oh, bueno. La próxima avisame así compro en otro lugar, ¿Sí? Por un momento pensé que te lo habías comido todo solo.
Echó una mirada fugaz al horno. Su luz estaba apagada.
—Creo que hay unas papas—dijo Martín—, ¿Podés pelarlas? Voy a hacer un puré.
—Deja que yo cocine…
—Insisto. A modo de compensarte por el pollo.
—Aw, que romántico te pusiste.
Carla le puso una mano sobre la cara y le besó. Martín creyó, de forma muy bestial, que le agarraría el bulto y se lo estrujaría. Sacudió la cabeza para despabilarse.
Mientras calentaba el aceite, se acercó al horno.
Este no hizo nada.
Martín le dio unos golpes como llamando a la puerta. Nada. Abrió la compuerta. No había rastro del pollo, la bandeja estaba limpia, como si nunca hubiese habido un pollo entero. Raro. ¿Se lo habría imaginado todo?
Recordó el frasquito y las marcas que llevaba al hombro, los dientes y… un beso.
—Listo—dijo Carla, dejando un plato con rodajas de papa peladas.
—Oh, solo te pedí…
—Shh.
Le guiñó un ojo. Martín creyó ver un brillo distinto en ellos. Tragó saliva y se puso nervioso por un instante.
Descartó cuanta idea se le vino a la cabeza y se puso a cocinar.
Pasó un rato a solas, Carla estaba en la sala de estar con los niños, uno tirado en la alfombra, el otro en sus brazos.
Miró al horno otra vez. La luz estaba apagada. Empezó a cortar unas verduras para hacer una ensalada, el cuchillo golpeando contra la tabla de madera.
—Toc-toc.
Dejó de cortar.
El cuchillo cayó al suelo, el aceite se calentaba en la sartén. Pronto empezaría a emanar un feo olor.
—Pero qué buena siesta me pe—un prolongado sonido se hizo escuchar, como si alguien soplara por un tubo de estaño—gué. Hmm hmm hmm, huelo cosas Marto, cosas que arden. ¿Te fue beneficioso mi regalo? No es necesario que contestes, veo que traes un arma en los pantalones, o quizas te alegras de volver a verme ja ja ja.
Martín estaba mirando la luz parpadear en el horno. Quiso hablar, pero la lengua la sintió adormecida.
—Todavía estoy lejos de estar satisfecho, pero ahora no te pediré gran cosa. No no no, aún es temprano.
—Esto no es real.
—Me ofendes—hizo una pausa que se prolongó más de lo que le habría resultado cómodo— no te conviene ofenderme, no después del regalo que te di. ¿Te atrevez a poner en duda mi existencia luego de usar las gotas, Marto?
—No te estoy escuchando—la voz la sintió temblorosa—, no.
—Y así seguís, a pesar de mi advertencia, insultándome—silencio. La luz del horno parpadeó—¡Me gusta! ¡Me gusta muchísimo! Bien hecho Marto, con eso me demostrás que tenés huevos, y de los grandes.
Siguió lo que supuso era una carcajada. Sonaba como un cuchillo siendo afilado por un afilador un sábado por la mañana. No había encanto en el sonido, ni siquiera la música de la flauta que solían traer.
Solo estaba el sonido, la risa, del horno.
—Hueles a emanaciones, sudoraciones, líquido preseminal Marto. ¿Te gustó que tu mujer se comportara como una perra en celo? ¿Sació tu hambre de carne, tu sed de fluidos, tu deseo de poseerla, como si la estuvieses violando? ¿Te la puso dura pensar que, en lugar de tu esposa, te estabas encamando a la niñera? ¡No me mientas!
Martín tragó saliva, su mente la sentía a la deriva, flotando en un océano sin fondo. Estaba allí y no estaba. Buscaba mantenerse a flote, pero algo lo tironeaba para llevárselo hacia el fondo. Luchaba para no caer a ese abismo.
Luchaba para no enloquecer.
—Estoy bromeando Marto, vos nunca le harías daño a una niña, ni a un bebe, ni siquiera a una mosca. ¿De verdad que no lastimarías a una mosca, Marto?
Un aroma le hacía cosquillas en la nariz.
—Si no hay diálogo—dijo el horno—, esto se vuelve un monólogo. ¡Hablá!
De pronto Martín pudo gesticular, mover los labios, hasta parpadear. Los ojos le ardían, no recordaba en qué momento le empezaron a irritar.
—No…
—Hay un tipo de ave de la que se dice que si le das de desayunar todos los días matecocido con pan, eventualmente la lengua se le afloja, el cerebro del tamaño de una nuez se le aviva y repite palabra a palabra lo que le digan. ¿Sos acaso tan idiota como para comportarte como esa ave Marto? ¿Tomaste tu mate cocido hoy?
—Qué… qué mierda esta pasando… ¿Qué sos?
—Sí, hoy hasta remojaste el pan, y vas a remojar otra cosa esta noche. Marto, Marto. ¡Espabilá! La vida te va a masticar como a un chicle y te va a escupir como a uno sino empezás a comportarte como un hombre.
Tosió, su mente seguía flotando, ahora como un globo. Uno rojo.
—Sos un puto horno—dijo—, no se supone que hables.
—Bueno, parece que tus suposiciones son muy acertadas, si acaso no estamos teniendo esta conversación. Magnifica deducción, Marto querido.
—No tiene sentido. No, nada—apartó la mirada del horno de milagro—, nada. Esto no me puede estar pasando.
—¿Quién te crees que sos como para pensar que estas excelto de que te pase nada? ¿Te crees en la cúspide de la pirámide alimenticia? Idiota, hasta ese perro te comería la cara si tuviese el estomago vacío y tu cuerpo se encontrase inerte en el suelo. ¿No lo sabias? Claro, qué mierda vas a saber vos de algo, puto pervertido violador.
—¿Eh?—Levantó la mirada de regreso al horno. La luz estaba encendida.
—Oh nonono, no te me hagas el tonto ahora Marto, ni se te ocurra. Usaste las gotitas, provocaste que tu esposa tuviera una reacción, como si la emborracharas. Y cuando deberías haber sido la voz de la razón, el marido ejemplar y detenerla, te aprovechaste de su vulnerabilidad y abusaste de ella, y no solo eso, tu mente abusó de la niñera. ¡Te reto a que me lo niegues!
—No necesito… no, no tengo por qué…
—Nunca tenés porqué. Pero eso no borra tu crimen, asqueroso animal. Deberían castrarte, antes de que llegues a metérsela a tus hijos como un sacerdote a sus monagillos ja ja ja.
Martín sentía mareos, el estómago revuelto. El globo que era su mente, sus pensamientos, estaba a punto de reventar. El abismo se lo iba a llevar.
—Pero no te preocupes Marto querido. Yo guardaré tu secreto. Porque vos y yo… ¡Somos amigos, más que amigos y menos que amantes, hasta que me invites un café ja ja ja!
>>Ahora, no es momento para distraernos. Tenés una responsabilidad para con tu amigo. Mi silencio tiene un precio. Meditalo bien, porque pronto tendrás que responder ante mí. ¡A tu horno!
El aroma ya era desagradable, Martín empezó a toser y la cabeza le daba vueltas. Faltaba poco para reventar.
—¡Martín!
Una nueva voz, un grito amortiguado, proveniente de atrás.
—¡Martín, qué estas haciendo, el aceite se está quemando!
Un ataque de tos siguió a esa frase y, de pronto, se encontró mirando a su horno eléctrico, ese que usaba para descongelar la carne. La luz estaba apagada porque no estaba encendido. Y estaba desenchufado.
Lo habré soñado...
—¡Martín!
Se dio la vuelta y vio a Carla detrás de una cortina de humo. Martín fue hasta ella. La sacó de la cocina. Seguía tosiendo, la casa estaba llenándose de humo. Como iniciara un incendio por estar él haciendo…
¿Haciendo qué?
Se acercó al horno a gas y apagó el fuego. El humo no se iba. Abrió una ventana y la puerta. Bruto salió corriendo al patio. Martín tomó un trapo y se tapó la nariz y boca. Con el otro empezó a sacudir hacia la puerta para expulsar todo el humo que podía.
Adentro, en la sala, por debajo de una serie de toses, un bebé empezó a llorar.
—Amor— estaba diciendo en la cama—, lo siento… es que no sé que pasó.
—Te estas burlando de mi. ¿Qué otra cosa puede ser? ¡Casi prendes fuego la casa!
Carla estaba alterada, los ojos llorosos, muy seguro debido al aceite quemado. El aroma aún lo sentía cosquillearle la nariz como una pluma.
—No, mi cielo, no quería…
—¿Entonces que querías? Estas actuando raro desde hace un tiempo.
—¿Eh?
—No me trates como una tarada, Martín. ¿Qué te pasa?
—No te entiendo.
—Odio—se giró hacia él, el ceño fruncido, los ojos aguados—, detesto con toda mi alma cuando te haces el inocente. Cuando te haces el… el… ¡el pelotudo!
Rara vez escuchaba a su esposa insultar. Si lo hacía ahora, es porque estaba furiosa.
—No te entiendo Martín. Primero actuas todo nervioso, que hasta la gente de la iglesia se dio cuenta. Te comportás como si estuvieses esperando a que algo pasara en cualquier momento, y ahora te quedás como una estatua mientras la casa casi se incendia.
—No no, no seas injusta, ¡Fue un accidente!
—¿Te parece que dejar que el aceite empezara a arder mientras mirabas como un idiota al horno eléctrico es un accidente? Porque eso hacías. Te vi ahí parado.
Martín tragó saliva.
—¿Me viste?
—No hagas eso, no repitas lo que acabo de decir. ¡Me enfurece! Sí, te vi parado ahí, haciendo nada. Quería ayudarte en algo, pero como no respondías decidí dejarte tranquilo. ¡Y para qué!
Martín no sabía que decir. ¿De verdad le había visto?
—Yo no te entiendo—su voz sonaba quebradiza—, no te entiendo Martín. Y menos… eso.
Le señaló la zona del cuello.
—¿Tan mala mujer soy? ¿Tan inútil te parezco que tenés que irte con otra?
Eso lo agarró desprevenido.
—¿De qué estas hablando, amor?
—No me llames así ahora. No lo hagas. ¿Qué son esas marcas en tu cuello, en tus hombros?
No podía creer lo que le estaba preguntando.
—No te gusto ya, ¿no? ¿Tan así sos que necesitas irte con una… una… una puta a coger por ahí?
—Amor…
Una mano fue a su cara, y la mejilla empezó a arderle.
—Ni siquiera—estaba llorando a moco tendido— lo disimulas. Vi esas marcas y no quise pensar… pero ahora… ay.
Carla lloraba con la cara tapada. La sábana se le había deslizado, dejando al descubierto su vientre y sus pechos. Estos se agitaban al ritmo de su respiración. Martín los miró. Tuvo una erección
Este no es el momento.
—Ya no me amas.
—Carli…
—¡No me llames así!—Le miró, los ojos le ardían, hilillos de baba y moco arruinaban su bello rostro—¡No te atrevas ahora a tratarme como si fuera tu puta!
Martín no dijo nada. Su lengua se negaba a moverse.
—Andate de mi habitación. ¡Andate!
Se levantó, desnudo. No se molestó en ponerse los calzoncillos. Cruzó la puerta sin cerrarla. Carla lloraba. De reojo vio que la puerta de su hijo mayor estaba entreabierta. Vio oscuridad, pero sabía que había un par de ojos que le seguían. Qué bello recuerdo le dejaría a su hijo ahora.
A la mierda. Fue hasta el baño a orinar. No tiró de la cadena, a Carla le molestaba eso. No le importó. Se miró al espejo y vio las marcas que su esposa le había dejado hacía no mucho. Marcas que ella no recordaba.
¿Cómo era eso posible?
Salió del baño. Iba a ir a su habitación a buscar algo de ropa para ponerse, pero escuchó que Carla seguía sollozando. Pensó en entrar de todos modos, agarrar sus cosas, vestirse y, por qué no, ir de verdad a por una puta, así al menos justificaría todo lo dicho esa noche. Dio media vuelta, hacia las escaleras. Dormiría en el sillón, desnudo como Dios lo trajo al mundo.
Bajó las escaleras hasta llegar a la planta baja. Se detuvo a observar a su alrededor. Silencio. La mesa tenía todavía los cubiertos de la cena. Había sido una muy silenciosa, tensa, incómoda. Martín quiso romper cada uno de los platos, pero se limitó a observarlos. En la sala, el sillón lo llamaba.
Escuchó un ladrido amortiguado, seguido de unas patas rasgando la puerta. Recordó que Bruto había salido al patio. Si no lo hacía entrar, estaría toda la noche rompiendo las pelotas para que le abriesen la puerta. Martín suspiró, y se dirigió a la cocina.
Estaba a oscuras, el aroma del aceite quemado se había ido del todo, todavía falta un poco, pero nada que el desodorante no pudiese tapar.
Bruto seguía lloriqueando. Estúpido perro, pensó. Recordó una serie de dibujos animados, donde un perro rosa cobarde se enfrentaba a monstruos, mientras el anciano amargado que tenía por dueño le decía siempre que podía «estúpido perro».
—Estúpido perro—dijo Martín, con una sonrisa de idiota en la cara, desnudo de pies a cabeza.
Se acercó hasta la puerta.
—Toc-toc.
Su cuerpo se paralizó. La mirada enfocada en la puerta, la mano medio extendida para agarrar el picaporte. De pronto empezó a temblar de frío.
De reojo vio una luz parpadear.
—Te dejaron sin premio esta noche, ¿no es así, Marto? Debiste ser más precavido. Siempre fuiste un estúpido. Estúpido perro ja ja ja.
Martín trató de moverse, tenía la pierna cruzada por haber dado un paso. Se imaginó como un fotograma de una escena de alguien caminando, justo en el momento en que su pierna derecha daba un paso y su mano izquierda se movía hacia delante.
—No te preocupes Marto, errar es humano, todos la cagamos en nuestras vidas, y de esos errores aprendemos nuestra lección de vida. Y la lección de esta noche es—emitió un sonido como si estuviese aclarándose una garganta inexistente—: nunca jodas conmigo, o yo te joderé todavía más. Ahora, te daré una mano con tu problemita.
El horno brillaba con su luz en la oscuridad de la noche, Martín podía notarlo de reojo.
No estaba del todo seguro, pero le pareció ver algo moviéndose en su interior.
—Abrí la puerta y agarrá a Bruto.
La mano de Martín alcanzó la puerta. Bruto seguía mascullando y raspándola desde afuera. Una corriente de aire se filtró cuando le dejo entrar. Antes de que pudiese escabullirse hasta la habitación de su hijo, donde solía dormir la mayoría de las noches, Martín lo atrapó.
Debía de tener unos meses, e iba creciendo a buen ritmo. Bruto era un cachorro amigable, faldero, medio torpe, de una raza de perro que Martín desconocía su nombre, pero que era una muy cara. Lo habían adoptado, no le gustaba la idea de comprar animales.
—Bien hecho Marto. Evitaste que usara las patas de la mesa como su arbolito ja ja ja.
Era algo que ocurría más veces de las que prefería admitir.
—Cerrá la puerta que entra el frío.
Martín obedeció. Parecía que eso era lo único que podía hacer.
—Hay quien dice—dijo el horno— que el perro es el mejor amigo del hombre, el animal más fiel de todos, el más leal. Otros dicen que son mejores que tener hijos, y los adoptan los fracasados que no tienen la madurez de asumir ciertas responsabilidades, idiotas sin remedio.
Bruto le lamía la mano mientras escuchaba lo que el horno decía. Sin poder comentar algo al respecto, Martín solo se quedó de pie, desnudo, mirando la luz que salía del horno, y las sombras que se sacudían en su interior.
—Tu amigo fiel, el que te acompaña, el que te recibe sacudiendo la cola cuando regresas de donde mierda hubieses estado. El que ladra y mea y caga en la casa, teniendo metros cuadrados de pasto para compostar. Esa bola de pelos es una máquina de fabricar mierda. Pero aún así es tu amigo fiel, ¿No Marto?
Martín no dijo nada. Bruto quería zafarse a base de sacudidas para irse corriendo a la habitación de arriba. Pero sus brazos no aflojaban, ni apretaban más. Solo lo retenían contra su pecho.
—No podés quedarte así como un David de Miguel Angel, Marto. Tu esposa te espera arriba y mañana tenés que ir a trabajar, y no querés terminar enferméndote a estas horas. ¡No te preocupes, yo te ayudaré! Pero primero—hizo una pausa—, lo primero.
Martín trató de hablar pero no pudo.
—Me vas a dar a Bruto. Ahora.
Las piernas empezaron a moverse por sí solas hacia el horno, cuyas sombras en su interior habían desaparecido ¿Había sido una ilusión? Pero sin embargo él estaba allí, desnudo, cargando con la mascota de su hijo en brazos, como si fuera un bebé recién nacido.
Pensó en su otro hijo, quien dormía en su cuna plácidamente. Martín deseaba poder estar durmiendo, teniendo un sueño amigable, lejos de la pesadilla que estaba experimentando.
—Dámelo Marto—susurró el horno con un tono de complicidad—,vos y yo sabemos que es lo mejor. Dámelo vivo, dámelo.
Bruto se sacudía con más intensidad. Le mordió la muñeca a Martín, pero este no se inmutó. No sentía nada. Trató de detenerse, pero no pudo. En su mente gritaba, suplicaba a su cuerpo que diera media vuelta y saliera corriendo hasta su habitación para pedirle perdón a Carla. No sabía de qué tendría que disculparse, pero le daba igual. Cualquier excusa era válida con tal de no estar en la cocina.
Se detuvo frente al horno. La compuerta estaba abierta, adentro no había nada mas que la rejilla. ¿En qué momento había abierto el horno?
—Eso es—dijo este, complacido—, dámelo como le das la comida en la boca a tu hijo. O a tu mujer ja ja ja.
Bruto luchaba, mordía, pataleaba, llegando hasta orinarse encima. Pero Martín no se detuvo. El horno era lo bastante grande como para meter al cachorro. Éste no dejó de luchar, hasta que Martín logró meterlo. La compuerta estaba cerrada, él no recordaba haberlo hecho. La silueta de Bruto se sacudía en su interior, sus chillidos lastimeros le llegaban amortiguados, las patitas trataban de empujar la compuerta para abrirla, pero esta no cedía.
De pronto, Martín empezó a sentir que el horno emanaba un toque de calor, seguido del aroma a pelo quemado. Unas siluetas más pequeñas que Bruto aparecieron al lado de este, lo rodearon, lo envolvieron. Chilló, ladró, se sacudió. Lloró y suplicó en el idioma de los perros, pero Martín no entendía sus palabras, simples aullidos lastimeros que se iban decayendo en intensidad. La silueta de Bruto apenas se movía, un manchón difuso que iba perdiendo forma. El olor a carne quemada y otras cosas era tan intenso que Martín terminó vomitando de pie. El pecho todo sucio de bilis caliente. Un sabor amargo bordeándole los labios y apretándole la garganta.
Y su mirada permanecía fija en el horno. Trató de desviarla, pero no pudo.
Bruto dejó de moverse.
—Ah, delicioso—dijo el horno, con un suspiro metálico que le provocó escalofríos a Martín—, fresco, lo mejor en calidad y precio ja ja ja.
Lanzó ese extraño eructo.
—Buen provecho Marto. Ya podes volver a tu habitación, tu mujer te estará esperando, quisa con las piernas abierta para darte la bienvenida, yo que sé. Lo que sí se—eructó— es que lo mejor que podes hacer ahora es lavarte todo ese vómito. Hacelo y anda a darle tus disculpas a tu mujer. Seguro derrama unas lágrimas de conmoción ja ja ja.
Martín se dio la vuelta y abandonó la cocina. Sentía que algo estaba mal, pero no podía definir qué cosa era.
Miró a su mano, donde había una marcas de dientes. ¿De dónde habían salido? Bueno, pensó, mejor voy y me lavo la cara. Y de paso este vómito.
Sentía que algo faltaba, pero descartó esa idea una vez se hubo lavado. Al entrar a su habitación, Carla seguía durmiendo.
Se recostó para intentar dormir. Lo necesitaba.
—Marto…
Una mano se le acercó.
Su mente naufragó en un mar de ensoñaciones, y en la lejanía escuchó el sonido de un animal llorando, opacado por el de una risa.
Continuará…