I
—¿Qué me dices? ¿Es ese?
Ocultos tras unos arbustos, dos salteadores de caminos espiaban una diligencia que se acercaba. Un caballo blanco tiraba del carruaje, y sobre el pescante, un sujeto con traje y sombrero luchaba por no caerse de su asiento.
—No estoy seguro, Abe—dijo Cranston.
Abe puso los ojos en blanco.
—Creí que lo estabas. Creí que te había dicho todos los detalles.
—Me los dijo—Cranston vaciló—, solo que, eh…
Abe se volvió y lo miró fijo.
—¿Eh?
—… lo olvidé.
Un suspiró salió de Abe.
—¿Olvidaste lo que ibas a decirme o… lo que te dijeron?
Cranston bajó la mirada y tragó saliva.
Por el camino se escuchaba los relinchos del caballo acercándose al sitio donde estaban escondidos.
Cranston siguió guardando silencio.
—Recuérdame, si no se te olvida—Abe se llevó una mano a la cintura—de matarte.
El carruaje pasó por la curva que se dibujaba frente al escondite. Abe miró fijo al caballo. Acto seguido se irguió, extendió el brazo, cuya mano sostenía un mosquete y efectuó un disparó.
El estruendo resonó ampliamente por el bosque, unos pájaros levantaron vuelo. Tras el disparo, el caballo relinchó, y cayó muerto tras recibir el proyectil en la cabeza. El chofer dio un respingo, se envaró, llevando una mano a su cintura. Abe fue más rápido.
Otro estallido, seguido del impacto del cuerpo inerte, cayendo al suelo del pescante. Mientras Abe salía del escondite, Cranston se levantaba y, muy a su pesar, dudaba de avanzar tras su compañero.
La puerta del carruaje se abrió y un sujeto gordo con papada de sapo y sudor en la frente salió, faltando poco para que tropezara con el escalón.
—¡Diosa mía, qué fue eso! ¡Bulk! ¡Conductor idiota, qué fue lo que…!
La voz chillona del gordo se apagó ante la visión de un cañón apuntándole entre ceja y ceja. Tragó saliva. Abe creyó escuchar a un sapo croar.
—¡Cranston! —gritó.
Su compañero se acercó. Echó un vistazo nervioso al cuerpo del caballo. Sintió pena, era un animal muy hermoso, al menos podrían haberlo vendido.
—Ve y revisa adentro—le ordenó Abe.
Cranston miró al gordo gesticular de horror. Una mano la tenía en el bolsillo, la otra sosteniendo un pañuelo todo sudado. En sus ojos se veía el miedo impregnado. Cranston le entendía: Abe solía causar ese efecto, más viniendo de una cara toda cubierta de cicatrices como la suya.
De un salto entró en el carruaje. Los asientos eran mullidos, de una ceda muy fina. Vio un bolso y una caja de madera rudimentaria. Cranston revisó el bolso, encontrando papeles, sobres, una bolsita con hierba reseca, un pedernal y una bolsa de cuero. Tomó la bolsa y escuchó el dulce tintineo de las monedas. Ni se molestó en ver si eran de plata o de cobre, dinero era dinero. Se lo guardó, sabiendo que tendría que compartirlas con Abe. Él siempre se daba cuenta cuando había botín, lo olía como un perro olía carne fresca.
Revisó la caja, viendo que no podía abrirla. No tenía ni una marca en específica, a lo sumo unas sutiles, producto de los martillazos dados contra los clavos. Eso le llamó la atención. ¿Por qué clavarían una caja de esa forma?
Supuso que algo valioso habría dentro.
La tomó y la sacudió. Algo dentro se movió. ¿Y si era lo que habían ido a buscar? Honestamente esperaba que sí lo fuera, ya se estaba hartando de aguardar escondido tras los arbustos. Pensó que, en caso que no fuera aquello, al menos tendrían un extra del botín, pues lo que se les había encargado encontrar debía ser entregado a quien les ordenó traerlo.
Si tan solo supieran qué era.
Salió del carruaje. El gordo lo miró de reojo. Cranston llevaba la bolsita con las monedas y la caja bajo el brazo. Nervioso, el gordo se envaró y sacó algo de su bolsillo.
El estruendo resonó antes que siquiera pudiera asomar su mano y su peso cayó muerto contra el carruaje.
—¿Y bien? —dijo Abe, ignorando el haber matado a otra persona.
—Encontré esto—mostró la caja, dudó, luego enseñó la bolsita.
—¿Por qué mierda te tardaste en enseñar los dineros? —dijo Abe furioso.
Cranston bajó la cabeza.
Abe tomó la caja y trató de abrirla, sin éxito alguno.
—Esta clavada—dijo Cranston.
—Carajo. Bueno, presta los dineros. ¿No había nada más dentro?
—Había un bolso con…
Un puño se enterró en la cara de Cranston que le faltó poco para caer como el gordo. Abe, cargando aún con la caja, entró en el carruaje y sacó la bolsa. Salió tranquilamente y se adentró en el bosque. Cranston lo miró, mas no dijo nada. En cambio se volvió al gordo. Se agachó para ver qué tenía en el bolsillo que le costó la vida, aunque Cranston suponía que su compañero no lo dejaría irse así sin más.
En el puño cerrado encontró una piedrita roja. Cranston la miró y la tomó sin pensarlo, guardándosela en sus bolsillos. Eso sí que no compartiría con Abe.
Caminó por donde Abe se había ido, abandonando el carruaje a su suerte.
II
No era que Cranston hubiese olvidado los detalles dado por el señor Bell, es que simplemente Abe lo había puesto nervioso con su mirada, a un punto de desear no haber aceptado el trabajo.
Pero él era quien daba la cara y Abe la mano dura.
Según el señor Bell, expectante por obtener resultados en su finca toda lujosa, debían interceptar una diligencia donde un señor pomposo llevaría consigo algo de valor incalculable. Qué era, no se los dijo, pero afirmó que el valor monetario de dicho artefacto era inferior a la ropa que traían puesta, mas también afirmó que les pagaría bien si se lo traían. Cranston pensó que era un idiota, pero esa idea la dejó ahí, tranquila en su cabeza, y dijo que lo harían.
No obstante, seguían en la incertidumbre si habían dado con el artilugio.
Con una piedra, Abe rompió la caja a golpes hasta hacerle un orificio lo bastante ancho como para que cupiese una mano. No exactamente la suya.
No necesitó más que esa mirada de perro rabioso para indicarle a Cranston lo que tenia que hacer.
—Es algo largo. De metal y vidrio.
—¿Vidrio?
—¡Auch! Hay algo filoso. Debe ser el vidrio, quizá se rompió cuando lo sacudí…
—¡Qué hiciste QUÉ!
Cranston deseó arrancarse la lengua, antes que Abe lo hiciera por él.
Sacó la mano. Una gota de sangre se deslizó por su dedo índice hasta la palma. Abe tomó la caja, la terminó de romper hasta revelar su contenido.
Era una simple lámpara, un candil con su asa torcida y, en efecto una de las ventanas rotas. Abe la examinó de arriba abajo.
—Un candil—dijo Cranston.
—Ya lo se, idiota. ¿Por qué lo tendría en una caja toda clavada?
—Lo mismo me pregunté. Quizá es valiosa.
—Pues por tu bien espero que no sea lo que buscábamos.
Abe acarició su mosquete. Cranston empalideció.
—Se esta haciendo tarde—dijo Abe—. Aquí hay algo de yesca y un pedernal. Préndete la lámpara, acamparemos cerca del camino.
Cranston tomó la lámpara. Vio el recipiente inferior lleno de un líquido negruzco. Aceite supuso.
—¿Pero no verán la luz si alguien viene por el camino?
Abe lo pensó por un instante.
—Cuando tienes razón, tienes razón, cosa muy rara. Aguardaremos en el mismo lugar. Muy seguro si alguien viene, verán la carreta y se detendrán, y si no es nuestro objetivo, algo extra podremos sacar.
Cranston asintió. Sería rudo, pero Abe a veces tenía buenas ideas. A pesar que Cranston aún no había recibido su parte de las monedas, confió en que más tarde se las daría.
Volvieron al escondite. Apenas se habían alejado. Aguardaron allí escondidos hasta muy entrada la noche. Empezaba a hacer frío y Cranston sugirió dormir en el carruaje.
—Arriesgado, ¿y si viene alguien y nos corta el cuello mientras dormimos?
—Bueno, uno duerme y el otro vigila—sugirió Cranston, ya viendo quién haría la primera guardia. Y la segunda.
Abe asintió y se fue hasta la carreta. Tropezó con el cuerpo del gordo, que empezaba a apestar.
—Prende esa puta lámpara.
Y se hizo la luz. Era una llama tenue, rojiza con un corazón más rojo, pero lo suficiente como para rodearlos en una aureola de luz.
Dentro del carruaje se acomodaron uno en cada asiento, cerrando la puerta para que no entrara el frío.
—Déjame el arma aunque sea.
—Olvídalo. Si viene alguien y entra, le das un golpe. Y si me despiertas, haré dos disparos.
Sin chance de réplica, Cranston asintió. Pronto, mucho más pronto de lo que hubiese esperado, escuchó a Abe roncar.
III
No pasó mucho tiempo hasta que reemprendieron el viaje de regreso. Las monedas se sentían abundantes en la bolsita de cuero, y Abe ya había visto que un par eran de oro.
Tenía hambre de carne.
No veía la hora de encontrar una posada o un burdel, lo primero que fuese, para gastar una moneda por servicios completos. Pero el estómago le decía que si no se encargaba de él primero, le haría pasar un mal rato muy prolongado. Enfiló por un camino y al cabo de un par de horas, llegó hasta una aldea.
Detrás, Cranston lo seguía silencioso.
Abe no encontró muy acogedor la aldea. Casas con techos de paja y campos embarrados. Parecía un sitio muy abandonado, y dudaba siquiera que hubiese una posada donde pedir algo de comer. No obstante, estaba seguro que mujeres habría.
Se acercó hasta lo que sería la “entrada” a la aldea: un sendero que la partía a la mitad, dejando cinco chozas a un lado y tres al otro. Todas tenían las puertas abiertas. No se escuchaba ni un solo sonido.
El sitio estaba abandonado de verdad.
—Puta vida—maldijo—, larguémonos Cranston.
Cranston asintió sin decir nada. Estaba algo silencioso. Mejor, pensó Abe, a veces le sacaba de quicio con su forma bobalicona de mirarle. Abe se jactó para sus adentros de no haberle dado aún parte de la recompensa extra que habían obtenido. Ya habría tiempo para eso.
Cruzó por el sendero de en medio, y de reojo vio una luz salir de una de las chozas.
Abe apenas se percató de eso, pero cuando se detuvo, se dio la vuelta hacia esa choza abandonada. No vio nada salir de allí. Cranston no se dio cuenta de ello, su mirada enfilada hacia Abe.
Sin decirle palabra alguna, reanudaron la caminata. Antes de ir al lugar acordado, Abe necesitaba algo de carne.
—Ah, este lugar esta mejor.
Y se notaba la diferencia. Atardecía cuando llegaron al pueblo, más abundante de casas, de caminos, de gente. De mujeres.
Encontraron la posada, unos caballos amarrados afuera piafaban y se miraban, como si mantuviesen una charla. Abe ingresó al lugar, cálido y acogedor. Se acercó a la barra y le preguntó al posadero si conocía un lugar para divertirse.
—Eh.
—Que si tiene mujeres para un rato.
—Ah.
Jodido idiota, pensó.
Abe pidió una cerveza y se sentó en un taburete. Miró hacia atrás, para preguntarle a Cranston si quería algo.
Su compañero lo miraba silencioso.
Furioso, pensó Abe.
—¿Qué mierda te pasa?
Antes que pudiera escuchar su respuesta, la cerveza llegó. El murmullo del lugar le resultaba un tanto molesto, mas no dijo nada pues pronto, esperaba, escucharía más que murmullos.
—Bien amigo, lo que le dije antes…
—Ah.
¿Pero qué carajo le pasa?
Una mujer se sentó a su lado. Llevaba un vestido de encaje desteñido y el cabello negro suelto. Sin mediación, posó su mano sobre el muslo de Abe. Abe se envaró y la miró.
Nada mal, pensó.
La mujer tendió una mano, esperando algo. Abe posó la suya.
—Después.
La mujer apenas reaccionó. Ya vas a cambiar esa cara.
Sin pagar la bebida al posadero, Abe se llevó a la mujer a una de las habitaciones que había arriba. Cranston no opinó ni dijo nada al respecto.
En la habitación Abe se desnudó y procedió a hacer lo mismo con la mujer. Dócil como un animalito manso, se dejó desnudar y pronto estuvieron revolcándose en la apestosa cama.
Abe lo disfrutaba, a pesar que la mujer no decía ni “ah”. Ignoró aquello, concentrándose en disfrutar del momento.
Cuando se sintió agotado, se echó a un costado y cerró los ojos. Una siestecita para reponer energías, pensó, sintiendo el cuerpo de la mujer a su lado.
Lo sintió frío.
La puerta se abrió, y una luz potente lo encegueció. Abe reaccionó dando un salto. La luz cubría toda la puerta con su manto blanco, impidiéndole ver quién portaba semejante lámpara. ¿Era el posadero? Abe maldijo, y se dispuso a echarlo a golpes si era necesario.
Se acercó, y vio una silueta portando la lámpara en mano. Pero la luz no venía de ella.
Venía de su rostro.
Abe vio que se trataba de Cranston. Y al instante su silueta se desintegró, dejando atrás algo más grande, más robusto.
La luz se apagó.
Abe despertó al lado de la mujer, quien también dormía. Abe sentía su pecho agitarse, se volvió hacia la puerta. Estaba cerrada.
Se levantó y se puso la ropa rápido. Dejó una moneda de cobre en la cama y salió. Abajo le esperaba Cranston, sentado en la barra.
—Hora de irnos—le dijo.
Sin decir nada se levantó y salieron de la posadera. Mientras caminaban, Abe sintió un escalofrío en su nuca, se volteó.
Los caballos lo estaban mirando.
Abe aceleró el paso.
—Me siento mal.
Y estaba peor. Abe se tuvo que ir tras un árbol a plantar un pino y a devolver el desayuno de hace dos días. Cuando regresó, Cranston lo miraba todavía fijo.
Se limpió la baba que le chorreaba por la boca y retomó la marcha. Algo estaba mal, lo podía sentir, pero a la vez era incapaz de darse cuenta qué era. Hizo un alto, pensó en ese sueño, esa luz. Se volvió a Cranston.
—¿Dónde está? —le imperó Abe.
Su compañero siguió mirándolo.
—¿Dónde esta esa lámpara?
Un gesto se dibujó en Cranston: burla. Eso enfureció a Abe y sacó su mosquete…
No lo encontró en su sitió. Rápidamente pensó que se lo había olvidado en la cama con esa puta, pero haciendo trabajar su cerebro, no recordaba siquiera traerlo encima cuando cruzaron la aldea abandonada.
¿Qué estaba pasando?
Cranston abrió la boca para hablar.
—Hora.
Abe lo miró ceñudo. Cranston guardó silencio. Había algo siniestro en la forma que lo miraba y eso incomodó mucho a Abe, quien se suponía que era él el que daba esas miradas. ¿Acaso se le había rebelado su compañero?
Le dio una golpiza que lo lanzó al suelo.
Abe estaba agitado, el puño cerrado apretando fuerte, calcándole las venas en el antebrazo.
En el suelo, Cranston se levantó sin decir nada y se puso a andar hacia una dirección.
—¡HEY!
No le prestó atención y siguió andando. Abe lo siguió a regañadientes. La bolsita con monedas aun la conservaba. Y al pensar en ella se percató que la sentía más pesada, más abultada y más… ¿movediza?
La sacó y la abrió.
Dentro, había caracoles rojos con caparazones igual de rojos. Uno de ellos extendió su cuerpo hasta rozar la mano de Abe.
Asqueado, arrojó la bolsa. Miró con cierta inquietud hacia donde la había tirado. Los caracoles rodaron como piedras rojas y se perdieron entre la hierba. Esto tiene que ser un sueño, pensó, dándose la vuelta para ver a dónde había ido Cranston.
Siguió su camino, pasando entre árboles caídos y raíces que asomaban de la tierra. Tropezó con una, estampándose de lleno contra el barro. Maldijo. Se dispuso a levantarse e ir a buscar a Cranston para estrangularlo.
Algo lo retuvo.
Algo estaba tironeando de él de su tobillo. Se volvió y vio que la raíz estaba enrollada como una serpiente. El tacto era viscoso como una babosa, áspero como la lengua de un gato y repulsivo como un tentáculo. Todo eso a la vez. Sus ojos siguieron el largo de la raíz que se tensaba como una cuerda y dio con algo que le hizo gritar de terror.
Un árbol con una boca abierta se inclinaba hacia él. Estaba a unos dos metros, pero podía notar el interior de esas fauces, raíces moviéndose como gusanos, la tierra cayendo, un líquido viscoso derramándose. Arriba de la boca vio un orificio, y en su interior, una lucecita roja, semejante a un ojo, que lo estaba observando.
La raíz tironeó de él. Escuchó un zumbido, un murmullo y vio cómo el árbol se inflaba y desinflaba, su ojo fijo en él. Desesperado, Abe posó sus manos sobre la raíz para deshacerse de su agarre. La sintió cálida y pegajosa, la sensación le provocó arcadas. Las ignoró lo mejor que pudo, al igual que esa boca arbórea, ese ojo siniestro que no se desprendía de él, y ese murmullo como una risa amortiguada, como si estuviese ansioso por darse un festín.
Abe no quería seguir tocando esa cosa, pero a cada segundo que pasaba se iba acercando cada vez más al árbol, quien se hinchaba con más ímpetu, como si estuviese ansioso. Volvió a hacer fuerza y fue desenrollando la raíz. El último trozo presionó fuerte sobre su piel, dejándole una marca negra.
El árbol murmuró un lamento y Abe lo vio inclinarse hacia él, queriendo derrumbársele encima.
Ignorando el dolor en el tobillo, Abe se levantó y salió huyendo, a cada paso sintiendo un estallido en la pierna. Corrió, tropezando y volviendo a levantarse para caer de nuevo. Aquella mirada seguía sintiéndola en la nuca. Aquel agarre en su tobillo le hacía perder el equilibrio.
Abe siguió corriendo, desesperado por salir de ese bosque. Vio una luz al frente, blanquecina. Una corriente de aire frío le erizó los cabellos. Pero Abe no se detuvo, sentía que todos los árboles lo querían agarrar y llevar hasta sus raíces. Sintió un escalofrío y aceleró cuanto pudo el paso.
En un parpadeo todo el bosque desapareció, y Abe se encontró en una especie de mar congelado.
Mirara por donde mirase, todo a su alrededor era blancura. El horizonte estaba despejado, no había montañas, las nubes eran grises, cubriendo todo el cielo, tiñendo el ambiente de un tono apagado. Una brisa congelante resoplaba. Abe empezó a temblar, ¿de frío o de miedo? No lo sabía.
No escuchó los pasos hasta que se dio la vuelta y vio una figura correr en su dirección.
Abe se le acercó y tropezó con algo. La figura pasó a su lado y Abe pudo escuchar que le hablaba.
—¡Corre!
Abe trató de levantarse, le dolía el tobillo por donde le había agarrado la raíz. Se masajeó para aplacarlo, y alejó la mano al instante. Algo se movía.
Unos gusanos estaban escarbando su piel ennegrecida. Todo el cuerpo de Abe se tensó y un grito desesperado salió de su boca. Los gusanos rojos le estaban devorando la piel, sintiendo un ardor con cada movimiento que hacían. Las manos le temblaban y, a la desesperada, las sacudió sobre el tobillo, alejando todos los gusanos. Estos salieron volando y en un ataque de histeria, Abe empezó a escarbar con sus uñas para asegurarse que no quedaba ni uno vivo por debajo. Una punzada de dolor empezó a paralizarle la pierna.
Vio, estupefacto, que se estaba arañando el tobillo hasta hacerlo sangrar. No vio, en cambio, gusano alguno.
Pero sí escuchó unos pasos retumbantes. Sacudían el suelo como un tambor, tum-túm, tum-túm. Delante de él vio que la figura que había pasado a su lado era un mero punto en la lejanía. ¿En dónde se encontraba? ¿Qué estaba sucediendo? La primera idea, la más obvia, que todo era un sueño, empezó a parecer poco descabellada. Los pasos resonaron más fuerte. Abe se volvió.
Cranston estaba detrás de él.
Con las manos llenas de sangre, Abe las apoyó en el suelo de hielo para levantarse, dejando su huella impregnada. Cranston lo miró y sonrió. Y Abe, al levantarse, se dio cuenta que ese no era Cranston.
Fue como si una imagen estuviese superpuesta a otra y que la primera desapareciera de un parpadeo para dejar la otra. Cranston había desaparecido, para dejar lugar a un ser más alto que él, más robusto, con brazos fibrosos, una mano apoyada contra el suelo para sostenerse, cubierto todo de un pelaje blanco. En su otra mano llevaba una lámpara con una llamita roja ardiendo. La cara era alargada, un pico amarillo con la punta partida asomaba hacia afuera, siete ojos lo miraban, tres a cada lado, y uno más grande en el centro, de color rojo.
Abe sintió algo caliente en sus piernas.
Con una voz profunda, que Abe sintió su pecho vibrar, y de paso sus nervios colapsar, el ser le habló.
—Es la Hora.
El ser se le quedó mirando, y de reojo Abe vio que en el desierto de hielo empezaban a aparecer cosas enterradas. Solo cuando bajó un poco la mirada para ver con qué se había tropezado, lo descubrió.
Una mano enterrada bajo el hielo. Una mano que se movía, pidiendo que por favor lo sacaran de ese infierno congelado.
Los nervios de Abe colapsaron y un ataque de histeria lo invadió. Gritó hasta sentir su garganta desgarrarse, mientras el ser lo seguía mirando fijo. De pronto, alrededor suyo, viniendo de todas las direcciones posibles, los cuerpos enterrados comenzaron a gritar.
IV
Por varias horas Cranston estuvo cabeceando, tratando de no caer dormido. Una brisa congelante se filtraba por la puerta y le erizaba los pelos. La luz de la lámpara parpadeaba, manteniéndolo un tanto tranquilo entre tanta oscuridad. En su bolsillo conservaba aun la piedrita roja, su botín personal, si acaso Abe no se dignaba a darle lo que le correspondía por las monedas.
Escuchó un murmullo, y notó que Abe se sacudía en sueños.
Cranston se le quedó mirando fijo, extrañado. Rara vez lo había visto tener pesadillas, casi siempre estaba vigilando cuando acampaban. Cranston enarcó una ceja y pensó en despertarlo. Pero luego recordó el golpe que le había dado y pensó que quizá podría dejarlo sufrir un poco, total, cuando despertara, olvidaría todo, incluso aún de darle su parte de los dineros, menos el insultarle.
Con los murmullos y las sacudidas de su compañero, Cranston sacó la piedrita de su bolsillo. Tenía el tamaño de una moneda, pero supuso que algo de valor tendría, sino ese gordo no la habría tenido consigo al momento de morir. De haberse quedado quieto, quizá, solo quizá, se hubiera salvado. Al menos si Cranston fuera el que tenía el mosquete, solo le habría pedido los dineros y se hubiese largado.
—Hmm…
Cranston se volvió a un inquieto Abe. El arma descansaba en su regazo. Armándose de valor y procurando no hacer movimientos bruscos, Cranston tomó el mosquete. Era liguero, olía a pólvora, producto de haber sido disparado recientemente. Cranston lo encontró cómodo a su mano.
Pestañeó y se volvió a su compañero, apuntándole en la frente.
Cranston sonrió y apartó el arma del inquieto Abe y la dejó en su lugar. No era capaz de matarlo, de hecho, no era capaz de matar a nadie. Solo quería los dineros y largarse. Se preguntó acaso qué sería lo que el señor Bell quería que encontraran. ¿Acaso esa lámpara? Como no había pasado otro carruaje por el camino que les había indicado y, visto que el artefacto se encontraba dentro de una caja con la tapa clavada, supuso que quizá era eso lo que el señor Bell quería. Sino, bueno, bien podrían venderla y continuar con la espera, si acaso a quien debían asaltar no se había marchado ya.
Cranston suspiró. Cuánto deseaba dormir, pero aguantó. Lo último que necesitaba era recibir una paliza de Abe por haberse quedado dormido.
Un suspiro le hizo erguirse. Abe se sacudía en sueños. Pronto sintió un olor agrio y fuerte en el carruaje. Se volvió a Abe.
—Oh Diosa, no me digas…
Asqueado por el olor, Cranston abrió la puerta para que entrara aire fresco. Escuchó a Abe dar una última sacudida antes de que la luz se apagara.
—Carajo—masculló Cranston.
Cranston salió para no seguir sintiendo arcadas. Curiosamente no sentía tanto frío, a pesar de que al respirar sentía cuán helado estaba el aire en sus pulmones. Era una sensación reconfortante. Se alejó del cuerpo del gordo que manaba feo olor. Subió al pescante donde estaba el conductor y notó que tenía un asiento mullido, no tan cómodo como el del interior, pero al menos no era una tabla de madera. Si tan solo el caballo no estuviese muerto.
Cranston vio que el cielo ganaba un poco de brillo. Los ojos le ardían. Pensó en cerrarlos un rato para descansar, o muy seguro tropezaría en el camino. Un ratito de sueño lo dejaría fresco como una lechuga.
Afuera hacía frío, pero al menos no olía a meados.
V
Cranston sintió su cuerpo renovado, casi como si hubiese rejuvenecido. El frío no le había afectado por fortuna, aunque hubiera preferido dormir en el carruaje. Los cuerpos ya estaban hinchados y algunos pájaros carroñeros daban vueltas en círculos arriba. Cranston bostezó y bajó de un salto.
Era hora de irse.
Un aroma fétido le hizo arrugar la nariz cuando ingresó al carruaje. No solo se había meado, sino que además se había cagado encima. Abe seguía tendido de la misma forma, solo que algo tenso en el cuello. Cranston se le acercó y le sacudió para despertarlo.
No lo hizo.
Cranston lo miró fijo. La lámpara seguía en el suelo, apagada. Tras quedarse quieto por un minuto, Cranston se dio cuenta que no escuchaba a Abe respirar. Lo pensó, y asomó su mano a la cara de su compañero para darle un revés suave, a ver si así se despertaba.
Al tocarlo, sintió la piel fría.
Cranston se envaró. Sacudió a su compañero por los hombros. Bajo la ropa sintió sus huesos rígidos. La cara no cambiaba ni hacia gesto alguno. Pronto descubrió que sus manos estaban cubiertas de sangre y las uñas destrozadas. Cranston lo miró, intentó una vez más despertarlo, pero no hubo caso.
Se le quedó mirando, recordando las veces que le había golpeado, insultado, denigrado, mandado y estafado. Y ahí estaba ahora, todo meado y cagado, tieso como un muerto.
Cranston tomó el mosquete… y la bolsa con monedas. Estaba a rebozar. Pensó en comprarse una capa de lluvia y comida y quizá pagarse una puta. Tenía de sobra.
Pensó en el encargo del señor Bell. ¿Y si era esa lámpara? Estaba rota, y si se la llevaba y veía que estaba rota, ¿le mataría o golpearía por ello? Cranston tenía el mosquete, pero el lugar era grande y recordaba ver unos guardias deambular. ¿Para qué quería un sujeto contratar a dos salteadores para robar una lámpara sin valor alguno? Le pareció raro.
Miró a la lámpara.
—Algo puedo sacar—dijo.
La tomó del asa. De paso tomó el bolso del gordo con la yesca y esos papeles. No tenía idea de cuan lejos estaría el siguiente pueblo, pero si tenía que caminar por la noche, supuso que no le vendría mal un poco de luz.
¡Saludos, y gracias por leer este cuento! No es el primero que escribo, pero sí el primero que subo a Trafkintu, asique una vez más, ¡gracias por leerlo!
Como extra dejame contarte cómo surgió la idea de LUZ. Fue gracias a un blog de la grosa de Gabriella Campbell (https://www.gabriellaliteraria.com, publica muchos tips muy buenos sobre escritura), donde te sugería anotar Diez ideas para cuentos, en unas pocas palabras. El de este iba algo así como “Dos hermanos encuentran una lámpara que les provoca sueños placenteros”. Como habrán notado, de placentero no tuvo nada, ja ja ja. Lo único que quedó fue esa lámpara misteriosa, un elemento que, si bien no es explorado del todo en esta historia, pienso que cumple con el cometido que me había planteado, que era dejarte pensando (o no) sobre qué carajos es.
Y ni hablar de esa piedrita.
Eso es todo por ahora. ¡Que tengas un muy buen día!