Una vez escuché una frase que decía masomenos así: «No es tarde para…» y ahí insertá lo que se te ocurra: para estudiar, para hacer un deporte, para aprender una nueva habilidad, etc.
Y la verdad es que a veces sí que lo es, pero por otras razones.
Verás, hay veces en que siento que llegué tarde a algunas cosas, debido a mi edad, treinta años. Sí, lo sé, sigo siendo joven. Es más, a veces juego con la gente preguntándole, cuando me preguntan que qué edad tengo, formulándoles la pregunta «¿Qué edad crees que tengo?»
Nadie le acierta a la primera.
Ni a la segunda.
Una vez tuve que mostrar mi dni para que creyeran que tenía la edad que tengo. Nada, un dato anecdótico.
Sin embargo, es muy difícil evitar compararse con quienes te rodean, cuando son más jóvenes que vos y ves que avanzan en aquello que se propusieron a seguir, sea una carrera, sea un trabajo. Es un asunto que ya arreglaré cuando empiece a ir a terapia.
No obstante, sigo estudiando, cosechando muchos fracasos, pero acá estamos. Me gusta pensar que aún no es tarde para mí el recibirme de la universidad. Seguiré esforzándome.
Nunca me gustó el futbol. Concretamente, nunca me gustó jugarlo. Mi asma me impedía correr más de diez pasos y mucho menos mantenerme en constante movimiento durante diez, treinta, cincuenta, lo minutos que pudiese durar un partido. Por lo que siempre lo evité.
Aunque he jugado partidos a la vuelta de mi casa, hoy por hoy son apenas un recuerdo de una época que ya no volverá. Así pasé sin pena ni gloria, sin practicar un deporte porque no encontraba aquello que me gustara.
Haciendo un salto en el tiempo, llegamos a principios del 2010, donde empecé a hacer artes marciales. Mi asma poco a poco se fue hasta que hoy día entreno 3 veces por semana dos artes marciales distintas, cada sesión de mínimo 2 horas de duración.
Y ahí no se corre, pero que los pulmones trabajan, trabajan!
Entreno aikido desde hace ya 2 años y medio. Es el arte marcial que siempre quise entrenar cuando lo descubrí. Hay gente que ha entrenado toda su vida.
Yo empecé a los 28 años.
Pero no consideré que fuese tarde para mí. Sí, es tarde el pretender ser un futbolista profesional, pero como ya dije, el fulbo nunca fue lo mío. Cuestión, que entreno y de a poco noto un progreso que, a día de hoy si echo la mirada atrás, a ese joven adulto que no sabía hacer un senpukemi sin cagarse de las patas o un kotegaeshi sin enredarse con sus propias manos, se me antoja un tiempo lejano, uno en el que mi conocimiento sobre el aikido era nulo y que ahora, si bien no se compara a los practicantes de muchos más años que yo, de a poquito voy adquiriendo más experiencia que enriquece mi visión en el mundo de las artes marciales. A tal punto me gusta este mundo que actualmente hago karate. Empecé a los 30 años.
No ha sido tarde para mi. La salud me acompaña, salvo cuando estoy enfermo, pero voy tirando. Venía de estar enfermo casi una semana que no pude ir a entrenar karate y aikido por un día cada uno. Así que cuando este sábado volví a mi dojo, tenía ganas de moverme un poco.
Como todos, cuando empecé a entrenar, lo hice con cierto nervio, era algo nuevo, algo distinto, pero era algo que quería hacer. Mis compañeros me ayudaron a adaptarme, y es algo que siempre agradezco; siempre que termina mi turno de hacer una técnica, les agradezco y seguimos con la siguiente. Es lo menos que puedo hacer.
Cuando un nuevo compañero llegó hace ya unos meses, no recuerdo si yo me ofrecí o mi sensei me lo pidió, pero durante su primera clase le ayudé con el tema de las caídas y los giros, los senpukemis que mencioné. Saber cómo caer es clave en esta disciplina, es la diferencia entre poder amortiguar la caída para reutilizar ese momento y poder reacomodarte, y caer de lleno y lastimarte, incluso torcerse de forma muy fea alguna articulación.
Así que ahí estaba ayudando al nuevo compañero a cómo rodar, primero desde el piso, de la misma forma que me enseñaron cuando yo también empecé a practicar.
Mi compañero tiene más de 40 años.
Lo bueno de las artes marciales, y esto lo aprendí habiendo entrenado ya taekwondo, aikido y karate, estas dos últimas actualmente, es que el rango de edad de los practicantes es muy variado. Desde niños hasta adultos. Otro compañero tiene la edad de mi papá, más de 60 años, y se mueve eh! A la hora de hacer ciertos deportes, nunca es tarde.
Pero a veces sí que lo es.
En más de una ocasión este compañero tuvo que ausentarse por lesiones, sea dentro del dojo por haber hecho mal un movimiento, o fuera del dojo. Pero siempre volvía con mucho entusiasmo.
Es más, al poco tiempo de empezar a entrenar, se compró un equipo, lo que llamamos aikidogi. Estos trajes son pesados, imaginá estar moviéndote por casi tres horas, haciendo técnica tras técnica, rodando en el suelo, torciendo muñecas, proyectando y que te proyecten al suelo y que te dejen en una posición sumamente incómoda. Si no sudas la gota gorda y tu equipo no está todo sucio, es porque no estas entrenando.
Hoy mi compañero vino al dojo a despedirse.
Hace un mes y monedas, mi dojo cumplió diez años. Llegué en el momento justo para formar parte de la celebración; comí como un hijo de puta ese día luego de entrenar. La cuestión es que mi compañero nos comentó unos días después de la clase especial que hubo por los diez años, de que cayó mal en alguna técnica y se lastimó el codo, por lo que tuvo que interrumpir sus entrenamientos por sugerencia de los médicos. Además de aikido, hacía kendo.
Digo hacía, porque no se si seguirá haciendo eso todavía. Espero que sí que siga.
Sí, vino a despedirse. Habíamos llegado algo temprano y nos pusimos con mis demás compañeros a armar el tatami, mientras mi sensei llegaba un poco después porque debía hacer algo y de ahí venía para el dojo. Charlamos con mi compañero, yo llevé el mate para que quien quisiera se sirviera un amarguito antes o después de entrenar. Empezamos a entrenar, mi compañero nos acompañaba observando desde unos sillones individuales que hay a un costado. Yo los había usado la clase pasada, cuando me había recuperado de una fiebre, pero todavía no podía moverme mucho sin agitarme.
Luego de que llegara mi sensei, ambos hablaron. Nosotros seguimos entrenando. Y ahí es cuando veo que mi compañero y mi sensei se abrazan.
Luego nos lo dice.
No iba a seguir entrenando aikido, por una cuestión de salud.
Puntualmente no recuerdo a qué se debía, pero sus médicos le sugirieron que se replanteara el hecho de seguir entrenando, más aún un arte marcial que requiere mucho contacto con otra persona y que esta, con unos pocos movimientos, te someta, te haga rodar por el suelo, o te deje en una postura muy incómoda, incapaz vos de moverte sin sentir un inmenso dolor.
No recuerdo ya el motivo más allá de cuestiones de salud. Sí recuerdo la mirada de mi compañero.
Era una mirada llena de tristeza, de resignación, de verse imposibilitado de continuar con aquello que le hacía bien, no solo a nivel físico y de salud, sino psicológica y espiritualmente.
La mirada y el tono de su voz decían más que sus palabras. Uno podía sentir esa tristeza. Todos nos levantamos y le dimos un abrazo, no quiero pensar que de despedida, sino de «fuerzas». Yo me le acerqué último y le di un abrazo. Me miró y me dijo algo que me conmovió.
«Mi primer senpai».
Senpai es aquella persona que tiene más experiencia que vos en algo, sea en el trabajo, o en nuestro caso, conocimiento y habilidad en el arte marcial a practicar. Todos mis compañeros son mis senpais, ellos me ayudan a que, en cada entreno, aprenda un poco más.
Que mi compañero, mi amigo, me hubiese dicho que yo fui su primer senpai, la primera persona que le ayudó en su primera clase, me conmovió.
Le di un abrazo un poco más prolongado, comentándole que juntos aprendimos a rodar. Él se rio.
Se despidió de nosotros, y nosotros le dijimos que siempre podría venir al dojo a acompañarnos, que siempre podría asistir a cuanto evento o examen de graduación de los demás hubiese.
Nos agradeció.
Y se fue.
Es cierto que para algunas cosas nunca es tarde, ya sea en el estudio, en aprender alguna nueva habilidad, o en ciertos deportes, como lo son las artes marciales.
Pero a veces, y esto puede deberse a algo que escapa de uno como lo es un problema de salud que puede ponerte en riesgo tu integridad…
Por mucho que duela admitirlo, a veces sí que lo es.