Amo el frio. Adoro sentir el aire helado de la mañana entrar por las rendijas de las ventanas mientras lucho por despertar entre sabanas y colchas calientes. Me maravilla salir y vestirme con mil camperas y aun así percibir la brisa helada del anochecer golpeando mi rostro y ver las bocanadas de humo salir a través de mis labios hasta ir percibiendo la escarcha en mis huesos. Quiero volver una y otra vez a dejar, por descuido, la puerta de casa abierta, que entre esa ráfaga de aire a cero grados y correr a cerrarla como en mi infancia, la puerta de maderas yapadas.
Amo el recuerdo vivo que a mi trae el frio. Adoro rememorar la cocina caliente de mi madre esperándome con el mate sobre la mesa y el aroma a sopa cocinándose en la estufa, sin decidir si será de fideos o polenta, tal cual le gusta a mi padre. Me maravilla la añoranza del abrazo de mi padre, su calor en la bienvenida y en la despedida, ese calorcito de hogar, ese guiño de complicidad a mi llegada en las madrugadas de los fines de semana luego de una loca caravana.
Con el frio la imagen se me transforma en tacto y olfato, en familia y amor. Frente al fuego o al calefactor cierro mis ojos y regreso a casa, a una noche de películas en mi dormitorio, a cena en el patio con una vela sobre la mesa porque cortaron la luz, a historias de miedo y risas. Todo el invierno es cálido.
Fanny Sànchez