Alma y carne

“Fíjate ahora en lo que voy a decir, ¿qué es lo que se propone la pintura? ¿Es representar lo que es, tal como es, o lo que parece, tal como aparece? La pintura, ¿es la imitación de la apariencia o de la realidad?

De la apariencia.

El arte de imitar está, por consiguiente, muy distante de lo verdadero…”
Platón, “La República”

Enrique es un pintor que promete. Se dedica con ahínco al retrato. Su técnica ha logrado captar el concepto de la obra: lo más íntimo, su esencia.

A sus exposiciones iba cada vez más gente. Recibía elogios de la crítica; aunque algunos de ellos mencionaban la poca utilidad de realizar esos esfuerzos en un mundo digital y de perfeccionamiento constante de los aparatos tecnológicos. A Enrique lo tenía muy sin cuidado esa crítica, la esencia nunca podría ser captada por un aparato, porque este solo encasilla los objetos en una lógica específica y pobre (simples unos y ceros); la razón del artista combina una técnica sofisticada, la emoción y la historicidad. Mujeres y hombres, niños y niñas; su contexto y sensibilidad inmortalizados en un cuadro; se puede decir que Enrique estaba muy cerca de lo que se podría llamar perfección.

En una de las exposiciones, se le acercó una persona extraña; vestía de negro, al contrario del artista, que lucía un traje de color naranja claro, y tenía una nariz aguileña; parecía haber perdido su sombra y, a su paso, derramaba una brisa helada. Se paró al lado de Enrique y entabló una conversación.

– ¿Qué lee usted habitualmente?

– Me fascina Poe. Leo a menudo sus cuentos. Una pasión extraña me abraza cuando mi vista recorre las líneas de sus creaciones literarias.

– Debería leer a Platón. Con los textos del filósofo, usted se dará cuenta de que lo hace es pura imitación. Lea “La República”. Usted representa las apariencias. Por más que se perfeccione, su arte seguirá siendo un fantasma que refleja fantasmas, una copia de una copia.

Por un momento, Enrique quedó pensativo, un sudor frío recorría sus entrañas; su mano acariciaba su barbilla, y su mirada se posaba fijamente en uno de los cuadros que tenía enfrente, mientras los pensamientos fluían en su cabeza. Cuando giró su cuerpo para responder al extraño, este había desaparecido.

Este encuentro lo perturbó; se encerró durante semanas en su casa de campo para que nada ni nadie lo interrumpiese. Leyó todas las obras de Platón y las iba alternando con los cuentos de Poe. Sin embargo, los textos que más leía, de forma compulsiva, eran “La República” y “El retrato ovalado”. Casi no dormía, obsesionado con alcanzar la perfección y derrotar a Platón. Que su obra alcanzara la realidad, no solo el concepto, no solo la esencia. O mejor, que la realidad estuviera en el cuadro mismo. No debía ser una representación de la apariencia, debía ser la idea y la realidad en una obra.

Meses más tarde, expuso un nuevo conjunto de obras. Las críticas de los periodistas especializados, artistas y del público sobrepasaban las expectativas; nadie creía probable que fuera capaz de seguir superando su técnica. La gente estaba fascinada con el realismo de los retratos; estos habían adquirido una apariencia excitante, al verlos daba una sensación de placer y oscuridad; un realismo perturbador.

– ¿Cómo ha hecho para darle mayor vivacidad a sus retratos?

– Busco que el cuadro tenga el ADN de quiénes son retratados. Que los capte en lo más esencial. Mi objetivo es revolucionar el retrato pictórico, llevarlo más allá, que los retratos sean alma y carne.

El secreto de Enrique consistía en utilizar la sangre de sus modelos a retratar, junto con los ingredientes clásicos, para producir sus propias pinturas. El artista conseguía la sangre al exigir, a cada modelo, una donación de su sangre. Enrique tenía un acuerdo con un médico del hospital, donde los modelos iban a donar sangre, que consistía en extraer un poco más de lo necesario.

Sin embargo, Enrique quería más. Todavía veía sus obras como la representación de las apariencias. No eran lo suficientemente perfectas, necesitaban más realismo. Mientras tanto, el extraño se le aparecía en sueños y lo animaba a seguir. Le señalaba que sus cuadros no eran aún alma y carne. Rozar la perfección no es tenerla.

Se animó a perfeccionar aún más sus cuadros cuando un modelo no quiso donar sangre. El artista tomó, y tomaría desde ese entonces, más que la sangre; con los pelos hizo las cerdas de los pinceles, con los huesos hizo los mangos, la sangre sirvió para producir pinturas y, de esa manera, no quedaba un solo gramo de carne sin utilizar en la concreción del cuadro. Luego de terminar el cuadro, eliminaba los restos de los cuerpos, los recipientes y herramientas utilizadas con ácido.

Con este nuevo método, pintó unos cuantos cuadros y los puso en exposición. Enrique nunca había recibido tantas alabanzas en su vida. Tenía la certeza de haber alcanzado la perfección, sus cuadros eran alma y carne. El extraño había desaparecido de sus sueños; esa figura tenebrosa que lo interpelaba, que le señalaba que su obra no era lo suficientemente perfecta, había sido derrotada.

En el medio de una de las exposiciones, unos oficiales pidieron al pintor, que vestía un traje negro como la noche, ir a un lugar más privado para intercambiar unas palabras. En una habitación de la galería, destinada para la concreción de negocios, comenzó el diálogo entre los oficiales y Enrique.

– ¿Usted sabe que sus últimos modelos están desaparecidos? ¿Sabe algo al respecto?

– Ellos no han desaparecido, oficial; están allí en mis cuadros, inmortalizados, en su forma más perfecta. Son, ahora, obras de arte.

Los oficiales se miraron y sintieron un sudor frío en sus entrañas. Creyeron que estaba medio chiflado; pensaron que eso les pasaba a los artistas cuando se enfrascan demasiado en su trabajo, pierden el contacto con la realidad. Lo dejaron ir al no tener pruebas que lo inculparan.

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