EL JUICIO

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Eran las 7:06 del sábado 21 de julio de 2012. Fernando Giménez caminaba tranquilo a la parada de colectivo para ir al trabajo, mientras escuchaba música en su reproductor de MP3, que había logrado comprar con su primer sueldo. A sólo cincuenta metros de llegar a su destino, el colectivo apareció de la nada. Estaba a dos cuadras y se notaba que iba a toda velocidad, obligando a Fernando a correr para no perderlo. Sabía que, si no lo tomaba, era muy probable que llegara tarde. El joven tenía una buena relación con su jefe, pero no quería perder el presentismo, menos aún cuando no era su culpa.

El frío extremo de la madrugada había formado una fina capa de escarcha sobre el asfalto, lo que hacía difícil los últimos metros hasta la parada de colectivo. Aun así, Fernando logró subirse. El chofer era un hombre de edad avanzada, muy delgado, de ojos claros, con el pelo algo largo y teñido de canas. Tenía un parecido a Charlie Watts, el difunto miembro de los Rolling Stones. Al verlo, le llamó la atención porque no era el chofer habitual; jamás había viajado con él. Además, su fisonomía era muy fácil de recordar.

Fernando le pidió al conductor un momento para recuperarse de la inesperada actividad física matutina; entre el viento, el frío y la corrida, había perdido el aliento. Ese día estaba rompiendo el récord de baja temperatura, y se hacía sentir.

Dentro del colectivo, el joven Giménez sintió más frío que en el exterior, algo que también llamó su atención, pero creyó que podría haber algún problema con la calefacción.

Durante el tiempo que pidió para recuperarse, empezó a observar a los pasajeros del colectivo. Le sorprendió que estuviera casi vacío y lo diverso de sus ocupantes: eran cuatro personas de distintas edades, géneros e incluso con vestimenta poco apta para la temperatura.

A su izquierda había una hermosa joven de tez muy blanca, pelo corto y rubio, de unos treinta años. Se notaba angustiada, no solo por su mirada triste, sino también porque tenía el maquillaje corrido por las lágrimas.

Dos filas más atrás, había un joven de unos veinticinco años, de pelo corto y vestido con ropa deportiva. Estaba todo transpirado, pero lo llamativo era que se había sentado ocupando dos asientos, con los pies sobre el respaldo delantero.

En la otra hilera, sobre la ventana derecha y a la mitad del colectivo, había una mujer de unos 80 años. Estaba vestida con un hermoso traje negro y un pañuelo rojo cubriendo su cabello. Temblaba por el frío o alguna enfermedad, lo que le hacía imposible encender el cigarrillo que tenía en la boca.

Fernando, ya recuperado, sacó la plata para pagar el boleto y se la entregó al chofer. Este lo miró fijamente y le dijo:

—Ese no es el pago. ¿Qué hace usted en mi colectivo?

El joven Giménez, sin entender, preguntó:

—¿No es la 516? ¿Aumentó?

En ese momento, los pasajeros comenzaron a murmurar entre ellos. Fernando giró para verlos y trató de escuchar lo que decían, pero el chofer estalló en una larga y tenebrosa risa.

—¡Joven! Usted no debería estar en este colectivo. Se ha equivocado. Este es el último viaje para los que están acá. Pase, siéntese, que yo invito el pasaje mientras decido qué hacer con usted.

Fernando se quedó paralizado. Miró por la ventana, pero su barrio y sus calles habían desaparecido; solo una densa niebla impedía distinguir lo que había más allá. Además, notó algo que lo perturbó aún más: todos los pasajeros, excepto el niño, estaban encadenados a los asientos.

Tal situación lo asustó. Intentó bajar por la puerta delantera y luego por la trasera, pero fue imposible. Solo escuchaba la risa del chofer y el murmullo de los pasajeros.

Enojado, pero consumido por el miedo, se dirigió al conductor para exigirle que le abriera. Fue entonces cuando su mirada se cruzó con el reflejo en el gran espejo del conductor. El rostro que había visto antes había desaparecido. Los ojos eran completamente negros y vacíos, sin alma. Sin piel, solo músculos desgarrados, huesos y carne podrida cubrían el rostro; la boca y la nariz parecían retorcerse con cada sonrisa.

Fernando había visto el verdadero rostro de la Muerte. Entró en pánico, el terror no pudo disimularlo, pero la joven rubia del primer asiento le tomó la mano y le dijo en un tono de voz suave y dulce:

—Sentate conmigo. Solo asusta, pero no te va a hacer nada. No es con vos la cosa… Solo estuviste en el lugar y en el momento equivocado.

Fernando le hizo caso y se sentó a su lado. Al notar su belleza, quedó hipnotizado y se presentó:

—Hola, soy Fernando Giménez…

La joven sonrió, descubriendo las intenciones de Fernando, y respondió:

—Mi nombre es Sofía. No perdamos tiempo, vamos a lo importante… Tenés que bajar del colectivo.

Fernando era un ateo convencido. No creía en Dios, ni en el Diablo, ni en el cielo, ni en el infierno. Siempre sostenía que, cuando alguien moría, solo había dos caminos posibles: los gusanos o la ceniza. Tampoco creía en la idea del alma. El joven solo creía en valores universales que ordenaban la vida.

Por eso, cuando Sofía trató de explicarle dónde estaba, el joven Giménez no podía entenderlo. Todo lo que había creído en su vida se derrumbaba como un castillo de arena cuando llega la marea. Su visión del mundo, construida a lo largo de los años, se estaba esfumando.

Fue entonces cuando la mujer, que seguía sin poder encender el cigarrillo, se rió e interrumpió:

—Pibe, sos algo lento, ¿no? Che, Rubia, a vos que te gusta enseñar, ¿le podés explicar mejor?

Sofía sonrió con ironía y respondió:

—Obvio, eso estaba haciendo, pero me cortaste… Ahora entiendo por qué solo te querían los perros.

El joven de ropa deportiva, al ver la situación, acotó:

—Sofi, a vos te gustan así, ¿no? Chamuyátelo, total… ya estamos de última.

Sofía hizo una mueca de disgusto por este comentario y le dijo a Fernando:

—Ellos son Carmen y Francisco. Son así, no les hagas caso. Yo me llamo Sofía, pero podés decirme Sofi.

Fernando estaba a punto de preguntar por el último pasajero cuando Sofía continuó con su presentación:

—Y el pequeño se llama Manuel.

Mientras tanto, sentía cómo el micro recorría a toda velocidad la ciudad. La joven seguía con su improvisada “clase”:

—No tenés que tener miedo de nosotros. No somos fantasmas, sino almas que no aceptamos nuestro veredicto, y ella —señalando a la Muerte— nos hace recorrer nuestras vidas. Visitamos cada evento canónico que nos marcó.

Al joven le resultó imposible absorber tanta información junta, pero tampoco quiso interrumpirla. Sofía continuó diciendo:

—Estamos tratando de apelar la sentencia del Juicio. Te explico: cuando una persona muere, la eternidad está determinada por sus acciones en vida. Y puede ser la luz o la oscuridad.

Sofía contó las historias de cada uno de los pasajeros. En el caso de Carmen y Francisco, querían ir hacia la luz, pero el recorrido de sus vidas demostraba que no había escapatoria y la oscuridad era su destino. En el caso de ella, había rechazado la luz porque no se creía merecedora de ella; incluso repetía: “Por lo que hice, su único castigo era la oscuridad eterna”.

Sofía no sabía mucho de Manuel, solo que, cada vez que lo veía a los ojos, ella se angustiaba, pero el único con información era el chofer. Antes de la aparición del joven Giménez, el niño lloraba y murmuraba pidiendo por su madre; esta actitud le daba pena al resto de los pasajeros, y entre los tres se turnaban para hacerlo reír.

Con todo lo que le habían contado, Fernando empezó a entender que la única razón por la que él estaba ahí era porque había fallecido o por mala suerte. Fue entonces cuando, con mucho temor, preguntó:

—Entonces, ¿morí?

Cuando el chofer escuchó la pregunta del joven Giménez, detuvo el vehículo, se puso de pie y, con la misma sonrisa macabra que había visto en el espejo, dijo:

—Usted está vivo. No era su tiempo y no debería estar aquí.

Al escucharlo, Fernando volvió a preguntar:

—Entonces, déjeme bajar. ¿Qué hago acá?

La Muerte, que odiaba ser interrumpida, dijo con voz firme:

—Usted está aquí porque yo quiero. A veces me gusta divertirme con los humanos, y le tocó a usted. ¡Hoy va a ser juzgado!

Todos los pasajeros quedaron en silencio ante la declaración del chofer.  Aunque el joven en tono desafiante respondió:

—Mucha opción no tengo. ¿Cómo es el Juicio?

Francisco, Carmen y Sofía lo observaron con asombro. No sabían si Fernando era valiente o estúpido; nadie se enfrentaba así a la Muerte, y él lo estaba haciendo.

Incluso intentaron detenerlo para explicarle lo difícil que era el Juicio. Ellos tenían experiencia de tanto viajar y, por eso, sabían que el joven no tenía margen de error.

El chofer caminó hacia el final del micro, se sentó, cruzó las piernas y le dijo a Fernando:

—Esto es simple, señor Giménez. Le voy a hacer una pregunta y, según cómo responda, podrá bajarse o no.

Fernando sabía, por experiencia, que cuando alguien le decía que algo era sencillo, nunca lo era. Por eso, no dudó en preguntar:

—¿Dónde está el truco? ¿La trampa?

El conductor se puso de pie y se acercó a Fernando; con voz intimidante, respondió:

—¡Yo no hago trampa! Eso hacen los humanos.

El joven entendió que a la Muerte le había molestado su planteo y le respondió:

—Perdóneme, Muerte… ¿Cuál es la pregunta?

Esta sonrió mientras seguía caminando por el pasillo y comenzó a detenerse junto a cada pasajero. Empezó con Carmen, quien, mientras le pedía un cigarrillo, escuchó cómo la Muerte relataba su historia.

Carmen había sido una poderosa empresaria. Por ser mujer, había sido discriminada, marginada y menospreciada. Cuando tuvo un hijo, nunca pudo vincularse con él. Jamás lo amó e, incluso, siempre negó su vínculo familiar. Lo único que realmente la conmovía eran los animales; era una gran aportante a las causas y los rescates. Trataba mejor a sus animales que a su propio hijo. Incluso cuando este tuvo problemas de salud, jamás le importó ni lo auxilió. Eso sí, nunca dejó de dar dinero a la caridad ni de apoyar toda causa noble.

La Parca contó un dato que Carmen no sabía: cuando ella enfermó y quedó inconsciente, su hijo la había acompañado hasta el último momento. Incluso, aunque vivió destrato durante toda su vida, por el amor que él sí le tenía, con la fortuna heredada continuó ayudando a los animales, como hacía ella.

El silencio dentro del colectivo era absoluto. Solo se escuchó a la anciana llorar desconsoladamente al entender que, aunque despreció toda su vida a su hijo, este la quiso igual e, incluso, continuó su legado.

La Muerte se paró junto a Francisco, sonrió con ironía y movió la cabeza antes de contar su historia. El sujeto, en vida, usaba a las mujeres. Engañaba a las más inteligentes fingiendo ser un hombre de buen corazón… hasta que desaparecía cuando quedaban embarazadas. Tuvo cinco hijas con distintas madres y nunca se hizo cargo. Murió jugando al fútbol, un día de tormenta, cuando le cayó un rayo.

Fernando lo miró con desprecio y le preguntó a la Muerte:

—¿Por qué pide revisión del fallo?

Esta observó a Francisco, le dio una palmada en la espalda y, mientras continuaba su recorrido hacia Sofía, respondió:

—No tiene sentimiento de culpa. Es un psicópata. Pero las reglas son simples: todos pueden pedir una revisión del fallo.

Sofía era la última en ser juzgada, sin contar a Manuel. Intentó hablar y contar su historia, pero la Muerte no se lo permitió.

El conductor del colectivo relató que la joven, en vida, había sido docente. Durante su infancia, sufrió constantes comparaciones con su hermano menor. Todas sus parejas, desde la adolescencia, la maltrataron física o psicológicamente, pero su última relación fue la peor. Su expareja y padre de su hijo la dejó al borde de la muerte. Ella, en defensa propia, lo mató, pero las heridas fueron tan graves que cayó en coma y, poco después, murió.

Fernando la miró con compasión, tomó su mano, dirigió su mirada a la Muerte y preguntó:

—¿Ella a dónde iría?

—A la luz, pero quiere ir a la oscuridad.

Entonces, el conductor del micro se puso del lado de Fernando y, con una sonrisa burlona, dijo:

—Basta de historias. Es el momento de su Juicio. Usted deberá elegir el destino de uno de ellos. La eternidad en la luz o en la oscuridad depende de su decisión. Tiene un minuto.

La Muerte sacó un reloj de arena y lo colocó frente a Fernando. Fue entonces cuando el joven miró a los tres condenados y se dio cuenta de que no sabía nada sobre Manuel. Se volvió hacia la Muerte y le dijo:

—No me dijo nada de Manuel.

La Muerte sonrió, retiró el reloj y respondió:

—Muy astuto, Giménez. ¡Lo felicito!

Entonces explicó que Manuel era el hijo de una familia rota. Esta había fallecido en un siniestro vial. Él estaba en coma inducido, pero antes de desmayarse, vio morir a su madre. Como aún nadie sabía qué hacer con él, no estaba siendo juzgado.

La Muerte volvió a colocar el reloj de arena y aclaró:
—Ya tiene toda la información. Le quedan 50 segundos. Debe elegir, Giménez.

Tanto Carmen como Francisco se arrodillaron ante él, suplicando ser salvados. Se disculparon por su actitud inicial, pero rogaban por una eternidad en la luz.

Manuel se acercó a Sofía y la abrazó al verla afectada por el relato que había hecho la Muerte.

Mientras tanto, el conductor del colectivo se sentó y encendió el motor. Cuando faltaban solo diez segundos para que el tiempo terminara, Fernando miró a los cuatro pasajeros, giró hacia la Muerte y dijo con firmeza:

—Salvá a Manuel. Ya sufrió demasiado con la muerte de su madre; merece otra oportunidad.

La Muerte detuvo el colectivo, se puso de pie y, mientras sonreía, dijo:
—Eligió sabiamente. No solo salvó su vida, sino también dos más: una madre y su hijo.

Fue en ese instante cuando Fernando entendió toda la situación. Manuel era el hijo de Sofía. La historia del asesinato de su pareja había sido contada de manera incompleta por la Muerte.

Con la elección de Fernando, esta decidió completar la historia de Sofía. Estaba escapando con su hijo mientras su expareja, padre del pequeño, los perseguía en motocicleta. En una mala maniobra, debido a un bache en la calle, el auto perdió el control y golpeó la moto, causando la muerte instantánea del hombre. Sofía, por su parte, chocó contra una columna del alumbrado público y perdió la vida… aunque solo por unos minutos

Fernando, impactado, preguntó:
—¿Pero esto cuándo fue?

La Muerte, riéndose, le respondió:
—Es ahora. El tiempo aquí dentro funciona de manera diferente. En este momento, los médicos de terapia intensiva están tratando de reanimarla. No preguntes más, joven Giménez. Salvaste a Manuel, a Sofía… y a vos mismo.

Fernando vio cómo los pasajeros comenzaban a desvanecerse. Carmen y Francisco se dirigían a la oscuridad, mientras que los otros dos también se esfumaban, pero volviendo a la vida, listos para su segunda oportunidad.

Antes de desaparecer, miró a la Muerte y le preguntó:
—¿Por qué yo? ¿Por qué hizo trampa?

La Muerte abrió la puerta del colectivo, le dedicó una última sonrisa y respondió:
—Usted tuvo mala suerte y yo estaba aburrido. Además, como dice el dicho: “La Muerte es caprichosa”. Ahora, baje de mi colectivo. Nos veremos dentro de…

Fernando no llegó a escuchar el final de la frase. Su cuerpo fue expulsado del vehículo, cayendo sobre la vereda. Una vez en el suelo, sacó su teléfono para ver la hora: eran las 07:07. Observó en dirección al colectivo y este se desvaneció ahí mismo.

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