Suele no gustarme los días de invierno, el sol se va temprano y la luna se siente más lejos. Encima hoy esta escondida y no deja ver su belleza.
El viento helado corta la cara y, me acuerdo de las madres de todos los fanáticos del frío y me digo:
— ¿Por qué no vivo en un verano eterno viajando por el mundo? Ah, cierto… soy pobre.
Me rio de mi idiotez, veo el teléfono, ya es hora de irme y me pongo feliz porque termina una semana laboral muy complicada. No me importa tener que volver caminando porque no hay más colectivos. En realidad queda el último, pero vaya a saber a qué hora decide pasar.
Me cuesta cerrar las persianas, pero lo logro. Bajo el calefactor, apago las luces y salgo. Maldito TOC. Vuelvo, chequeo todo, me río y emprendo mi vuelta a casa.
Prendo los auriculares, busco las canciones que van a musicalizar mi caminata. Justo encuentro la ideal, está en el estribillo y digo mientras arranca la canción:
— Es viernes de Rock.
«I’m on the highway to hell,
On the highway to hell»
Levanto la cabeza y veo la calle vacía, no hay gente, el local de empanadas está sin empleados y solo con la luz prendida. Pienso en lo raro de que un viernes, más allá del frío, no hay movimiento. A esta altura del mes, la mayoría ya cobró. Como no voy a comer empanadas, ni me preocupo y sigo, pero cuando llego a la esquina se corta la luz en toda la ciudad.
— ¿Me están jodiendo? Falta que un boludo me atropelle volviendo a mi casa.
Los semáforos, la luz de la calle, los edificios, todos absorbidos por la oscuridad. Me preocupa. ¿Por qué? Porque la lógica es que todos seamos cuidadosos en situaciones así pero no siempre pasa. Voy prestando atención, especialmente a la hora de cruzar y en mi teléfono suena uno de mis temas favoritos.
“I’m wanted dead or alive,
Wanted dead or alive”
Mientras las pistas pasan y camino, me pongo a pensar, a veces demasiado. Reconozco que mi imaginación se potencia y empiezo a hacerme preguntas y responderme a mí mismo. Esta noche no es la excepción pero tiene otro tono:
— ¿Qué está pasando?
— Algo debe haber pasado.
— ¿Por qué no veo gente?
— Hace frío, boludo.
— Sí, no sé. Es raro.
Sigo mi marcha por las calles en absoluta oscuridad, el viento del sur se empieza a sentir cada vez más. Éste se cruza con las ramas desnudas de los árboles y se escucha ese canto tenebroso como en las películas de terror.
A lo lejos, veo una luz y puedo identificar que es el hotel que está cerca de la plaza principal. Pienso que deben tener un generador y, de pronto, empiezan a fallar los auriculares, se terminan apagando e incluso, el teléfono se queda sin señal. Me detengo a metros de la puerta de ingreso al hotel y de golpe, vuelve la luz.
Me quedo paralizado con la situación, mucha gente de pie y observandome; los autos en la calle estan detenidos y sus conductores miran al frente. Giro la cabeza y los visitantes del hotel me miran fijamente a los ojos. No entiendo qué está pasando, finjo demencia y, mientras empiezo a caminar, me siguen con la mirada.
Trago saliva, junto coraje y sigo porque quedarme ahí no iba a mejorar nada. Llego a la esquina, me planteo si debo o no cruzar la plaza, pero antes de responderme, ésta se ilumina por completo. Aunque hay gente, están en igual pose que los del hotel. Lo llamativo es que lo único vivo que tiene movimiento son algunos perros que juegan entre sí. El miedo me invade y sin saber qué esta pasando, con más decisión que valentía, camino en dirección a la plaza.
El mundo esta en pausa, nada se mueve e incluso el viento está detenido. Es como entrar en una fantasía surrealista donde los animales y yo somos los únicos protagonistas. Estos metros hasta llegar al centro de la plaza se sienten como una extraña incomodidad e incluso me da curiosidad averiguar qué esta pasando, pero como suelo decir más de una vez: “¿Yo? ¿Cobarde? Siempre”.
A la altura del monumento; de manera automática, las luces atrás mío comienzan a apagarse. Acelero el paso, cada farola deja de funcionar cuando cruzo frente a ella y al llegar a la catedral, suena la campana y se ilumina la cúpula.
— ¡PUTA MADRE! — grito.
Una ráfaga de viento me atraviesa con un fuerte silbido, parece como si se estuviera burlando de mi.
Estoy paralizado, el terror me invade, miro alrededor y la oscuridad se acerca, oculta las figuras inmóviles que parecen personas vivas pero que no creo que lo sean. No entiendo qué está pasando, si lo que veo es real o producto de mi imaginación; cuando a lo lejos siento una presencia extraña, algo me observa y me angustia. No la veo pero esta ahí hasta que se revelan dos ojos de un color oscuro, marrones casi color ladrillo y con solo su mirada estoy por llorar ahí mismo. Me separan unos 50 metros pero la presencia, es como si estuviese a mi lado.
— Esto no termina acá — me digo.
Hago la señal de la cruz, me vuelvo más creyente en virtud del contexto y acelero la caminata. Como el recorrido lo conozco, el tiempo que voy a tardar, serán unos minutos pero sé que van a ser difíciles.
Termino de cruzar la plaza y donde había luz, ahora hay oscuridad excepto donde voy. En cada paso que hago, una farola del alumbrado público se enciende y se apaga cuando llego a la otra. Es como si mi camino se iluminara mientras me rodea la oscuridad, trato de no pensar tanto porque no me ayuda a soportar el pánico que tengo.
Solo puedo escuchar dos cosas, el viento que es cada vez más fuerte y mi corazón que no para de latir del miedo, hasta que a lo lejos, veo dos luces que están cerca entre ellas pero bastante lejos de mí.
Mientras me acerco empiezo a identificar que es otra iglesia que está camino a mi casa, pero me llama la atención que las luces que la iluminan no están donde deberían. No me preocupa porque aunque no soy religioso, me da cierta seguridad estar ahí.
La luz está apuntando a las cúpulas y hay unas figuras de piedra, que jamás había visto, parecen las gárgolas de las iglesias europeas. Me quedo un rato mirando las estatuas, maravillado por la belleza dentro de la fealdad de la escultura gótica.
Siento que me vuelven a observar, levanto la cabeza en dirección al reloj, que está mucho más arriba y algo me está mirando, creo que es otra gárgola pero me equivoqué. Se me acelera el corazón, la respiración se me descontrola.
Ya puedo ver qué es, lo reconozco, es lo que me seguía mientras cruzaba la plaza del centro pero ahora me mira desde lo alto. Estoy congelado, cierro los ojos y dejo que el destino decida.
Pasan unos segundos y nada ocurre, la figura solo me observa. Giro despacio, chequeo sobre mi hombro solo me sigue con la mirada y arranco a caminar. A lo lejos, percibo la otra luz en toda la oscuridad. Mientras me acerco, veo que es la casa de juegos de azar que está a pocas cuadras de mi destino final. Es un bálsamo encontrar ese lugar; me río, me relajo y recuerdo a mis viejos cuando bromeaban diciendo:
— Tengo que ir a la iglesia.
Todos sabíamos que iba a jugar a la quiniela, Quini 6 o Loto según el día que tocara porque tenían que “rezar a San Cono”.
Mientras camino descubro que la oscuridad ya no me molesta. El viento, aunque es cada vez más frío no me afecta. De manera no voluntaria, empiezo a pensar en aquellos que ya no están, los que quisieron irse y en los que hoy, me acompañan.
Sin darme cuenta, ya estoy a metros de la puerta. Busco la llave y todo lo horrible que había sentido y el temor durante la mayor parte del recorrido se había ido.
Con la llave en la mano vuelve la luz a todo el barrio; sigue sin haber movimiento en la calle pero estoy tranquilo porque no hay nadie y ya estoy por entrar a mi casa. Sigo sin entender qué había vivido, si fue producto de mi imaginación, pero no me importa.
Sonrío, doy dos vueltas a la llave y escucho en mi oído…
— ¡TE ALCANCÉ!