Un domingo a la mañana
Me desperté a las seis. Y salí de la cama media hora más tarde. Hacía algunos días, el doctor me había recetado una droga que me mantenía activo y por eso mis horas de sueño se habían reducido. El cambio que había producido la pastilla era demasiado fuerte y me tenía inquieto. Pero me daba voluntad para hacer cosas y nuevos proyectos que tenía postergados hace mucho tiempo.
Desayuné y escuché Canción para los días de la vida. Los domingos me parecen horribles y por eso me gusta escucharla ese día por la mañana porque me emociona y me siento más vulnerable. Las últimas noches venía leyendo unas páginas de Silencio, un libro de Thich Nath Hahn, un monje budista de Vietnam. Y sus palabras me llenaban de amor y bondad. Había dejado mi habitual pesimismo, la sensación de no poder con nada y las palabras agresivas hacía mí, como etiquetas imborrables en todo el cuerpo.
Después agarré la guitarra y entré en un sopor bucólico cuando canté Todo el tiempo quiero estar enamorado, emulando la voz inalcanzable de Federico Moura. Puse el lavarropas a funcionar y del olor que desprendía el jabón, me dieron ganas de meterme adentro y jugar con las burbujas.
Los ruidos de la calle ya no me molestaban. Quisiera que no estén porque la bocina de un auto no me parece un gran invento. Más bien ayuda a que el mundo sea más caótico. Pensé muchas veces en hablar con el chico que trabaja en la cochera de enfrente para pedirle que no haga sonar tanto tiempo la chicharra. Pero nunca me animé.
A mi papá lo quiero mucho y por eso pensé en él y cómo su mal humor desaparece cuando canta chacareras y zambas. Por eso enfundé la guitarra y también cargué unos libros en la mochila. Salí a la calle, rumbo a su casa. No había nadie, porque era muy temprano. Me maravilló ver la ciudad vacía y espaciosa. Fui haciendo algunos pasos conscientes hasta que me olvidé y pensé en muchas cosas a la vez.
Entré a la casa de mi papá por el portón porque tengo llave de ahí por si voy en bicicleta. No me recibió el perro y eso me llamó la atención. Antes de sacarme la campera, subí las escaleras para ir a la habitación de mi padre. El perro estaba ahí. Seguramente mi papá lo había subido la noche anterior porque el mini salchicha está viejito y necesita ayuda para subir.
Me sorprendió que mi viejo aún duerma. Tal vez estaba soñando cosas feas. Tampoco roncaba como solía hacerlo. Me acerqué y lo saludé, pero no se despertó. Con una mano sujetaba la almohada y estaba de costado. Lo toqué pero no respondía. Me empecé a preocupar y noté que no respiraba. Los latidos de mi corazón se aceleraron y los de él no ritmaban más. Mi papá había muerto.