Capítulo 1: Una presentación y un whisky más
– Servime otro, Marta.
Hay noches en las que uno necesita aislarse de todo. De todo para Diego significa correrse del trajín laboral, de las reuniones obligatorias con las autoridades, de sus problemas de identidad, de la dependencia negada a la terapia, de los males del mundo, de la vida impredecible que lleva. Del karma de la invisibilidad. Y de Tony, especialmente de Tony.
– Está bien. Pero es el último de la noche. Por hoy ya está bien, Diego.
Diego le regala a Marta una mirada que va del odio a la conmiseración. Marta lo conoce y por eso no sigue con su regaño. Lo quiere. Afuera queda poca gente. Las calzadas desiertas respiran húmedas como en las películas españolas de los 80. Cada tanto algún borracho silencioso pasa tambaleante bailando un tango sobre huevos colorados. La barra del bar le da la espalda a la noche otoñal pero Diego no necesita mirar hacia atrás para saber lo que sucede en las calles a esa hora. No, no es propietario de la mirada panóptica, tampoco posee ojos en la nuca. Sólo tiene el poder de la invisibilidad voluntaria.
El alcohol mudo invade y debe tomarse de la banqueta alta para no caer al suelo. Marta, que observa de reojo, también le dedica una mirada que va de la bronca a la compasión. Diego alza la vista y sacude la cabeza en plan de saludo mientras deja una bola de billetes sobre la barra.
– Es mucho esto, Diego…
La calla mediante un juego de simétrica sonrisa y una mano en alto, la misma mano que devuelve al bolsillo externo del impermeable de gabardina marrón. Definitivamente está borracho. Las luces lo encandilan y el estómago siente el peso del último whisky. Y los fantasmas, claro. Los fantasmas de la cama vacía. Vacía por mitad, la mitad de Tony, esa mitad rota, perdida desde hacía ya dos meses y que no podía superar ni con whisky del bueno. Tampoco con el berreta. Al llegar a la puerta vidriada de salida la encrucijada se presentó en forma de oposición binaria: empujar o tirar. Su salida fue práctica, hizo ambas cosas, empujó y tiró omitiendo la lectura del cartelito plastificado pegado junto al picaporte que ordenaba TIRE.
No vivía lejos, unas cinco, seis cuadras para llegar a la mitad vacía y tirarse a dormir. O a llorar. Sacó la mano del impermeable con un cigarrillo entre los dedos. Del otro sacó una cajita de fósforos. Tuvo un trabajo más arduo que el habitual para hacer coincidir la cabecita roja con el raspador. La primera bocanada se alió con su conciencia y pudo focalizarse en lo que había ocurrido esa tarde. El ruido disfónico del motor del último colectivo de la noche lo sacó por un momento de la abrupta lucidez. Dos pasajeros fueron capaces de verlo tras el aliento dibujado en el vidrio. Volvió a lo ocurrido esa tarde. La toma de rehenes había terminado bien, había ingresado a la casa sin ser visto ni oído. En su caso lo primero resultaba fácil, no tanto lo segundo. La celebridad que había cobrado en los últimos años lo había perjudicado en sus participaciones, los ladrones, los asesinos, los secuestradores, los delincuentes habían perfeccionado sus técnicas a fin de enfrentarlo y de vencerlo. Diego era único en su especie, no había nadie con su poder en todo el país. Pocos en el mundo. Casi a diario se preguntaba por qué en vez de servir a la comunidad por un salario de mierda pagado a regañadientes, mitad la Gobernadora, mitad el intendente municipal, no se aliaba con sus aparentes enemigos y se llenaba de guita y vivía fuera de lo que se entendía como “la ley”. Casi a diario se preguntaba por qué no traicionar a esos garcas burócratas capitalistas que lo gobernaban y le pagaban el sueldo. La respuesta llegaba de inmediato como una corrida de Flash. Nunca había podido sortear el destino trazado por el mandato materno una vez que esta supo el poder que su hijo poseía:
– Dieguito, hijo, ese don es para hacer el bien. Vas a ser la persona más famosa, más importante del mundo. Es un don de Dios, hijo, no se puede ir en contra de eso.
Nunca fue bueno para discutir con su madre. Nunca se animó a decirle que si a alguien debían rendirle cuentas por el poder con el que había sido signado seguramente no sería Dios. Mejor el Diablo en pacto con ese Dios que vive en todos lados. Pero nunca pudo contradecir a su madre y menos lo haría ahora que llevaba más de una década enterrada en el cementerio municipal. Dobló la última esquina antes de llegar al PH, única herencia positiva que su madre le había concedido. Encendió otro cigarrillo sin darse cuenta de que dos tipos jóvenes se le acercaban. Los tipos llevaban sendas viseras decorando sus cabezas, de esas que eyectan los prejuicios de la clase media. Esta vez los prejuicios no hubiesen fallado porque los tipos se mostraban decididos a cobrarse en Diego sus penas marginadas.
– Eh!!! Quieto o te hacemos mierda…
No llegaron a completar la frase tantas veces pronunciada en otros tantos robos. No llegaron a completarla porque Diego se había esfumado dejando sólo la estela del humo del tabaco entre las manos toscas de los ladrones.
Diego Fernández, públicamente conocido como El Homoinvisible, ya visible y todavía borracho, encendía un porro antes de ponerse a llorar pensando en la mitad de la cama vacía. La mitad de Tony.