Capítulo 16: El anticipo del final.
No le costó mucho despedirse de Martha y de los mellizos. Suponía que sus amigos le darían algún tipo de sermón melancólico pero no, evitaron recurrir al trauma patológico del mal gusto de las despedidas. Martha amagó con lagrimear un poco. Le dio vergüenza. Se contuvo a tiempo. Estaba claro que no eran personas (o personajes) propensas a caer en la sensiblería, sus vidas habían sido tan amargas que parecía difícil que pudiesen caer bajo la tentación de la melancolía (de todas maneras ya verán que la vida siempre puede ser peor. En los próximos capítulos lo verán).
La última vez que miró el celular, antes de cambiar el chip para perderse en el anonimato de un nuevo número, tenía no menos de treinta llamadas perdidas del intendente. La última vez que que se había negado a abrir la puerta a los emisarios del intendente, tenía no menos de treinta timbrazos sin atender.
Durmió casi todo el camino, las casi trece horas de micro hasta San Marcos Sierras, no tan secreto pueblo de hippies bien vestidos y políticos frustrados en rehabilitación. Diego era un poco ambas cosas. Y estaba en rehabilitación. Podía tener 20, 30, 40 o 70 años, no importaba, era más importante la felicidad del amor, esa mierda de la felicidad del amor que lo ponía otra vez en la racionalidad de la vida normal. La mierda de la racionalidad de la vida normal. En esa cosa que no lograba entender que la gente denominaba como la vida normal. Había perdido la edad. Cerca de la montaña había perdido la edad (es probable que estas últimas cinco oraciones del párrafo no se comprendan bien. Igual las dejo).
¿Por qué San Marcos Sierras? No sabía, le parecía que tal vez alguna vez lo había planeado con alguien, acaso Tony. Iba a explorar un tiempo ese paraíso de feriantes sin luz eléctrica y flores bien secas en el papel. Antes de subirse al micro se había propuesto evitar la invisibilidad, al rato se dio cuenta de que eso sería una enorme pelotudez, ¿a quién se le ocurriría prescindir de semejante facultad? (fíjense que esta oración presenta una reflexión absurda, no sería necesaria su presencia en el capítulo. Igual la dejo). Entrevió una película que ya había visto en la pantalla borrosa del micro. Leyó un rato una novela escrita por un desconocido de Lomas, la novela era mala pero cada tanto pegaba algún que otro párrafo (alguien podría pensar que Diego se lee a sí mismo, esto, como casi todo, ya lo hizo Cervantes. Igual lo dejo):
“El pasado no existe. Conozco a un tipo que vive en presente permanente, no en presente histórico como dicen los escritores, no, este señor vive en presente perpetuo. No quiero decir que repite cada día las mismas vivencias como en El día de la marmota. Vive en un perpetuo tiempo presente, de modo que, según su percepción, no nació, no creció, no estudió, no se volvió loco, no fue a parar a la calle, no tuvo ni tiene padres. No enumera, no lee, no siente. Pide vino tetrabrik fiado siempre en el mismo kiosco “¿Quién te creés que sos, hija de puta?” antes de abrirse la ventana, luego de tocar el timbre. La barba rala roza el cuello del buzo de algodón percudido por la falta de aseo de añares, siempre el mismo. Mira sin mirar, anda sin saber que anda. El tiempo detenido cada día como el vuelo estático de un globo aerostático. Huele bien o huele mal, huele a queso gruyere o a fábrica de chizitos. “Buenas tardes señora, un vino de cartón y un paquete de cigarros… Sí, mañana le pago, señora.” La voz grave, de ultratumba, gastada por el tabaco malo y el vino peor. Lo dice al abrirse la ventana luego del timbre. El tiempo suspendido en la calle o en una rancho carente de obligaciones, vida feliz en el margen. ¿Cómo se vuelve cuando se está en el margen? ¿Cuál es el margen?” (esta cita es casi del mismo que escribe a Diego, esto también ya lo hizo Cervantes entre 1605 y 1615. Igual lo dejo).
Escuchó algo de música, de esa que se descargó con la idea de una road movie, qué pelotudo. Pero la mayor parte del tiempo leyó. Llegó.
(Nota del A: acá debería ir el enlace para escuchar el tema «Turn me on» de Norah Jones pero la página no me deja hacerlo. Escúchenlo, ese era uno de los temas tipo road movie que Diego llevó en sus auriculares. También podría ir el tango «Después» de Gutiérrez y Manzi que es de donde saqué el verso del título del capítulo. Pero mejor que vaya el de Norah Jones).
—Te estuve mirando, me estuviste mirando, tomá está fría, sí es artesanal, la hacen acá, sirvo las mesas en temporada, con lo que gano me mantengo el resto, vivo acá desde hace cinco años, como todo el mundo que viene a vivir acá me escapé de algo, algo que todavía no te voy a contar porque no es momento, ¿te gusta?, a mí también, es mi favorita la roja, hablás poco vos, vos también te escapaste de algo ¿no?, dejá no me contestes todavía no es momento, soy guionista de cine, bueno ya no, pero lo fui, no, no importa qué escribí, no tenés pinta de que te importe eso, si estamos acá es porque no nos importa demasiado lo que el otro haya sido o haya deseado ser o planee ser, acá estoy bien, encontré el punto exacto entre la desidia, la diversión aplacada y el porro bien tratado, además la cerveza sale cada vez mejor, cuando me empiezo a aburrir de los turistas, se termina el verano y se van, cuando me empiezo a aburrir de cogerme turistas, se termina el verano y se van, vivo solo, para eso vine, para vivir solo aunque alguien se instale en mi casa, me parece que con vos podría vivir mucho tiempo, también podríamos pelearnos, también podríamos envejecer, ¿es rico no?, me parece que nos miramos mucho, eso es mejor que hablar aunque ahora estemos haciendo lo contrario, mirarse es mejor, ¿dónde estás parando?, ¿cuántos días pagaste?, no importa, mañana hablo con el dueño y te venís a mi casa, me gusta que me hagas caso, es mejor mirarse, nos vimos ¿no?, no esa estupidez del amor a primera vista, nos vimos, una vez escribí un guión con una escena de diez minutos donde no había palabras, ya sé que lo hizo todo el mundo eso, pero lo que pedía la escena era mucho más sutil que dos personas mirándose, tan sutil que no fui capaz de escribirlo, ni el director de filmarlo, las miradas debían ser algo así como el golpe de una tecla rota en la máquina de escribir, el sonido de la última gota de pis golpeando el borde del inodoro, el gemido de un pájaro herido por la gomera de un pibe, el roce de una sábana rígida por la leche al meterse en el lavarropas, cosas así, diez minutos de miradas o veinte o treinta en una película de una hora veinte, no la filmaron la escena, la filmaron mal, dura dos minutos quince segundos, hace plano italiano sobre los ojos de los actores, tiene música, un desastre, yo quería una pantalla toda negra, esa era la escena de las miradas, diez minutos tres segundos de plano negro, no hay metáfora, nosotros nos miramos, hoy no vamos a dormir juntos, hoy no.
—Sí, me di cuenta, gracias, no tomo mucha cerveza, prefiero el whisky o el vodka, o la caña, ¿es artesanal?, ¿hace cuánto estás acá?, ¿por qué elegiste este lugar?, rica la cerveza, sí, hablo poco, casi te diría que no suelo hablar, me agota mi voz, prefiero no tener que escucharme, prefiero que mi voz sea invisible, creo que hace mucho, años, siglos que no junto tantas palabras como ahora, ¿qué hacés acá, en este mundo hippie?, ¿solo todos estos cinco años?, me hacés reír, se te nota un poco el rollo literario, ¿son tuyas?, convidame una seca, nos miramos nosotros dos ¿no?, estoy parando en una cabaña acá a la vuelta, frente a la biblioteca, es mejor mirarse que hablar, nosotros nos vimos ¿no?, contame si filmaste algo que yo haya visto, ah, ya sé, no podés hablar de eso de lo que te escapaste, no hay problema, también prefiero que nos miremos, me gusta la idea, no entiendo mucho la metáfora pero si algo puede decirse sin palabras es mucho mejor que con ellas, sí, nos miramos, hoy no vamos a dormir juntos, hoy no.
Allá hay dos tipos entre tantos, se miraron un rato, se miraron en franca seducción, de esas que prescinden del mal de las palabras. Uno es rubio, de ese rubio que empieza a ser castaño pero que en algún momento, digamos que entre los dos y los seis años fue rubio, muy rubio, es flaco como casi todo el mundo en San Marcos, tiene una polera negra de lana, un jean azul demasiado ancho para sus piernas fibrosas y unas franciscanas de esas que no se venden en la feria artesanal, es lo que se dice un tipo lindo. El otro no se ve muy bien, es como si lo hubiesen dibujado con grafito negro y después lo hubiesen borrado con una goma para lápiz pero de esas que desparraman el grafito sobre el papel. Entonces solo podemos imaginar cómo es el otro, ese que se acerca y habla poco y acepta el vaso con un líquido rojo del otro. Parece recién llegado y con intenciones de quedarse un tiempo indefinido. Se miran sin hablar o hablan poco, o hablan sin mover los labios, sin sonreírse, el rubio le pasa un porro, el otro lo chupa con fruición, el rubio habla más, el otro piensa, ¿piden otra cerveza, se irán juntos o separados, a tirar piedras al Río San Marcos o a la casa del rubio?. Mejor se van, mejor se van separados para verse al día siguiente, mejor se paran en la esquina y se dan un beso medio caliente, medio rígido, mejor se agarran de la mano, mejor se van juntos a la casa del rubio que parece es quien mejor conoce el pueblo, mejor se acarician las manos cruzadas, mejor se dan besos. Saben que esa noche no es una más, por como se miraron lo saben, es de esas noches en que los nervios le estampan un parte de guerra a la parte del cerebro que dice que se tienen que parar los pitos, como si todo el sistema nervioso simpático fuera cercado por una cuadrilla vestida de monjas. Pero eso no les va a importar. Mejor dicho, eso será lo importante: que no se les pare el pito esa noche será lo importante. Eso, los besos, la falta de palabras y la mañana siguiente.
(Nota del A: este dibujo de la gran artista Verónica Ocantos debería ser interactivo, pero como la página no me deja cargarlo imaginen que la flor esa se mueve y va de frente a frente).
Profesor de Literatura.