EL HOMOINVISIBLE

Capítulo 8: Traías en tus ojos… en tus labios… tu voz…

Todavía te duele no haber llegado a tiempo. Estás en el tren Roca de regreso a Banfield, parado, invisible entre la marea proletaria, seria y transida. Y aún te duele no haber llegado a tiempo. Te llamaron para decirte que había una chica desaparecida, una joven. Te dijeron que habían pasado algunas horas pero que ya tenías que intervenir. Te dijeron que el caso había trascendido por las redes y por eso debías intervenir. Te dijeron que era una adolescente. Te contaron que había salido de su casa, cerca del Parque de Lomas, a dar una vuelta, a caminar como siempre y nunca había regresado. No te dijeron que nunca volvería. Te dieron datos, referencias, posibilidades deductivas, escondites, escondrijos, algunos nombres. Te omitieron datos, referencias, posibilidades deductivas, escondites, escondrijos, algunos nombres. Te hablaron de presunciones, de trata de blancas, de secuestro extorsivo, de violación, de asesinato, de puede que no sea nada todas las adolescentes se escapan de casa, de gente intocable e innombrable. Te pusiste una campera, una que Tony ya no usaba y te fuiste a buscarla. No la encontraste, te costó llegar a ella. Te metiste entre la gente cercana. Viste a sus amigas y amigos, a su novio, a sus vecinos, a sus profesoras y profesoras. Fuiste a su casa. Olfateaste sus cosas, sus versos de ingenua literatura, su arte de copia y de prematura inspiración. Las y los viste a todas y a todos pero nada te llegaba, veías ciego, como si el silencio hubiera ocupado todos los recovecos de tu búsqueda. Eras feliz porque Tony todavía te quería, te esperaba a la noche con la mesa puesta y el puchero de besos y sexo servido en la vajilla guardada para las grandes ocasiones. Pero después de la cena te sobrevenía la tempestad de la preocupación porque algo no te estaban diciendo. Te metiste en la comisaría, en la 9ª de Parque Barón, en el despacho del comisario. Te quedaste un rato sentado en cuclillas en un rincón, tranquilo, esperando, solo tensionado por las ganas de fumar. Lo escuchaste dar órdenes, lo viste gritarle a un sargento, le olfateaste el tabaco entre sus dedos, le tocaste los mensajes ocultos de su teléfono, le degustaste la cocaína que se tomó en el baño. Lo escuchaste respirar asmático de corrupción, lo viste besar a su amante de dulces 16, le olfateaste el deseo del desguace de autos en Budge, le tocaste la mano estrechada con la gobernadora y el intendente en la entrega de patrulleros nuevos con autos recuperados del narcotráfico, le degustaste la cocaína que se tomó sobre el escritorio. Lo volviste a escuchar, ver, olfatear, tocar y degustar un mensaje: “Ya está la piba”. Viste, escuchaste, olfateaste, tocaste y degustaste al emisor del mensaje. Conocías al jefe de calle, sabías que no te quedaba mucho tiempo. Sabías que no le quedaba mucho tiempo. Saliste corriendo no sin antes esconder llaves, desordenar escritorios, desconectar cables, robar tiempos. Todavía te duele no haber llegado a tiempo. Llegaste a la casa indicada. Tarde llegaste. La casa del gordo Larry, uno de los intocables, excuñado de un exintendente, exvivo. Llegaste y la casa estaba limpia. Pensaste. El sol te urgía a actuar. El sol y la muerte. Diste con el sitio indicado por la deducción en los secretos visibles de los otros. Te robaste un auto, el primero que viste disponible. Llegaste a la reserva de Santa Catalina. Corriste dejando huellas invisibles en el pasto crecido y mosquitos flotando en nubes de sangre. Entraste a la casilla. No estaba. Buscaste desesperado con esa música que te perseguía y acechaba y te sudaba en el dolor presentido. La encontraste mal escondida entre la tierra, bajo otros pastos, envuelta por otros mosquitos, alumbrada por otro sol, muerta por otras manos, violada por otros poderes, vejada por otro otoño. Hiciste un llamado y te fuiste. Te embriagaste en la protección lampiña del pecho de Tony, baños de inmersión de lágrimas y duelos no resueltos. Y todavía te duele no haber llegado a tiempo.

Antes de bajar del tren decidís que te vean. Que te vea. Un flaco, morocho, barba candado, con los rulos cubriéndole parte del rostro y los auriculares blancos rozándole el cuello de la camisa. Decidís que te vea aunque él ya te estaba mirando. Le bajás un poco los párpados y ya están en el baño de la estación, encerrados entre la hediondez parida por los estómagos proletarios, besándose y chupándose en el silencio propio de los que se cogen sin más. Acabás adentro de la boca del otro y lo empezás a despreciar. Lo ves lavarse tu leche en la pileta de pelos y papeles de golosinas y colillas de cigarrillos sin aplastar y lo empezás a despreciar. Lo ves ponerse los auriculares, ponerse el saco gris de oficinista mal pago y lo empezás a despreciar. Lo empezás a despreciar tanto que decidís desaparecer para que el otro te siga buscando entre la mierda pegada en las paredes del baño. Caminás por Maipú entre tanto transeúnte ocupado, preocupado y desocupado. Te metés en el bar de Marta. La querés y por eso el sitio te acoge como no lo hizo tu madre ni en la infancia, ni en el niñez, ni nunca. Aparecés, saludás sin efusividad y le pedís una ginebra. Hace calor y te pedís una ginebra. Hablás poco, Marta está ocupada con tres o cuatro personas que beben solas y una pareja que se mira en promesas prenupciales. Te preguntás qué hacer con la escena del piso de Puerto Madero. Te preguntás si te van a obligar a ir al otro piso, el de Las Lomitas, donde el presidente del club más conocido del país no acaba de fallecer. Te preguntás si ya hay que decirle expresidente. Te invade el mismo piano que te penetró en la reserva de Santa Catalina aquella vez que no llegaste a tiempo y que aún lamentás.

Esta es la música que invade al Homoinvisible

Le pedís otra ginebra a Marta que te la sirve con un tostado y un café que apenas vas a tocar. Intuís la llegada de gente conocida en la mirada contenta de tu amiga y por eso te levantás y te vas al baño con la intención de borrarte. Sabés que Marta, por mera cortesía, no te va a dejar ir sin que hables con los mellizos. Sabés que están con Lucy porque es la hora previa al laburo, a su laburo. Salís del baño. Los mellizos, Santino y Fede, te esperan con la botella de ginebra sobre el mostrador y con la Lucy Salazar debatiéndose entre un pebete de jamón y queso o el plato del día: guiso de lentejas con chorizo colorado. Mirás sin rencor a tus amigos que te han cagado y te han amado en proporciones semejantes. Mirás con afectuoso desgano a Lucy Salazar, antigua compañera de colegio de los mellizos quienes la cuidan de los malos clientes y de las peleas con las otras chicas trans sobre la avenida Yrigoyen de 22 a 4. Yrigoyen y French, Yrigoyen y Rodríguez Peña, a veces de Uriarte para allá, para el lado de Escalada. También la cuidan de la policía, especialmente de la policía. La cuidan de ellos con la sanación del dinero. Saludás por mera cortesía. Sabés que los mellizos te pueden ayudar, siempre, pero no tenés ganas de hablar. Les preguntás cómo, con quién y en qué andan. Les decís que tenés que hablar con ellos, que es serio y que los necesitás, que mañana los llamo. Exagerás, mentís, medís, prometes. Le decís a Lucy que se cuide y te vas. Te vas.

Y todavía te duele no haber llegado a tiempo.

El Homoinvisible en el Roca antes de coger con el que tiene al lado. Dibujo de Verónica Ocantos.

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