No tengo hambre. Perdi el apetito hace mucho tiempo. Ese café con leche que tanto disfrutaba en el desayuno, ya no está; las recetas vegetarianas que aprendí, hoy son inútiles. Mi estómago, resignado a un eterno ayuno, comenzó a carcomer mis entrañas.
Ustedes pensarán, entonces, que estoy muriendo. Exacto. Tengo los días contados. Pero esto no sucedió por una angustia profunda que quitó mi apetito, no; tampoco por duelo o un estado depresivo. No, nada de eso. Yo elegí dejar de comer. Elegí dejar que mi cuerpo gaste energía en algo innecesario. Voy a dejar que mi estómago me triture por dentro hasta que ya no tenga más nada.
Escucho frecuentemente frases como «el cuerpo es un templo y como tal se debe cuidar». Sin embargo, consumen tanta porquería como el mercado ofrezca. Así que elegí no comer nunca más. Ya perdí el apetito. No necesito nada para saciar el vacío; así me mantengo con vida. Hasta que mi estómago tome la decisión de consumirme por completo.