Scorsese es una bestia peluda y “El irlandés” es muy conmovedora. Por supuesto que habla de la mafia y el poder, pero antes que nada trata sobre la amistad, a secas, a lo largo del paso del tiempo. Por momentos pueden figurársenos nuestros padres, de 70, 75 años y verlos con un núcleo vital que pervive poderosamente, abajo, arriba o a través del colesterol, el ácido úrico y los problemas coronarios. No quiero hacer una crítica pensada pero cabría recortar escenas que son muy finas y ver cómo van construyendo un clima envolvente que se debe bancar las tres horas y media (yo la pausé un par de veces).
El especial “Detrás de cámara”, donde están los cuatro sentados en una mesa como de recepción de hotel tomando sus whiskys y sus martinis (Scorsese, De Niro, Pacino y Pesci) también es conmovedor, porque pone en abismo los grandes temas de la película: de nuevo la amistad a lo largo de una vida y la posibilidad de rescatar del fondo de la inevitable decadencia física ese impulso vital, que si uno es lo suficientemente inteligente puede durar hasta el último minuto. Ahí hablan de cómo la tecnología hizo posible una versión joven pero actualizada de cada uno frente a cámara y eso merecería un capítulo aparte.
De la película, por encima de la tristeza que aparece como un reverso constitutivo de la propia amistad en la figura de la traición, yo me quedo con esto: que en la medida de lo posible no dejemos de ir a la casa velatoria a elegir nuestro ataúd, como quien va a comprar un saco. Y que si nos hacen precio elijamos el más lindo, el más verde y el más brillante.
Un perro en el perrerío.