“Luego de lo marchito de nuestra relación sentía que seguiría llorando por la eternidad, nunca te volvería a encontrar, mi cuerpo te rechaza y mi alma te ama y te espera. Por favor, no me castigues con tu presencia”

Fue lo último que le escribí antes de abandonarme a mí mismo, porque es así, ya no puedo recordar ese momento como una ruptura amorosa sin más, fue mi punto de quiebre, mi caída a la realidad más cruda, atribuírselo a ella tal vez sea darle mucho crédito, realmente siento que lo que le di, lo perdí con ella, para ese entonces, sentía que solo lo bueno y lo dulce de mí me había dejado.

Si hubo lugar memorable en esa relación, habría sido el teatro de Alsina, puede ser que hubo una época donde íbamos a cada función, sin importar cuál era. Nos unía una búsqueda interna, los dos nos sentíamos vagabundos en el mundo, el arte nos daba un poco más de rumbo.

 Ella siempre quiso pintar, lo hacía, pero me decía que le faltaba “algo” a su pintura, yo no la entendía, estaba cegado por su sonrisa, mi espíritu crítico se desvanecía cuando ella danzaba entre témperas, la acompañaba, ella pintaba, yo escribía, siempre lo considere un hobby, un poco un escape a situaciones oscuras de mi mundo, siempre amé escribir, inspirado por muchos autores y libros que fui leyendo en mi niñez y adolescencia, mi escritura estaba un poco sesgada por mi visión tan ideal del amor, un poco me molesta haber tenido a Platón de referente tanto tiempo, dicen que luego de leer a algún autor, tu creatividad se ve manchada por sus ideas, y un poco tienen razón.

Ella pintaba, yo escribía, cada sábado, era una rutina realmente cálida.

Yo llegaba a su casa, la saludaba con un abrazo y dos besos, uno en la frente y otro en su boca,

Como por arte de magia comenzaba a sonar música, y con ella nos preparábamos café, a veces bailando y otras veces no, ya saben cómo es, no siempre se puede estar de humor. Pero es verdad que en esos momentos yo me sentía un poco mejor que en cualquier otro. Ella preparaba su atril de madera, bastante antiguo, se notaba desgastado, nunca me contó, pero probablemente habría sido un regalo de su niñez que aún conservaba, colocaba el lienzo del tamaño que su obra en mente le reclamase y empezaba a pintar, entre risas y quejas.

Yo por otra parte, me sentaba en un sillón marrón que estaba a pocos metros de su lugar de trabajo y me tomaba el café mientras le trataba de sacar charla, a veces ni siquiera me escuchaba, estaba muy absorta en sus ideas, había días que parecía que estaba dentro de una vorágine y yo la tenía que rescatar de alguna manera. Luego de que se terminara mi café, acomodaba mi computadora y me ponía a escribir, todavía me castiga mi consciencia por no ser un clásico escritor de hoja y lápiz o máquina de escribir, pero bueno, la comodidad es algo que no se negocia. Viajaba entre varios conceptos, recaía siempre sobre los mismos, el amor y la muerte, habré escrito tanto sobre estos dos que hasta se podría hacer un libro entero de como concibo el amor un jueves y la muerte un sábado. Esa era la rutina, terminábamos de salpicar con lo que nosotros considerábamos arte ese pequeño departamento y compartíamos un momento más íntimo antes de regresar a mi casa. 

De vez en cuando durante la semana visitábamos algún que otro café de la ciudad, como momento de pareja románticamente cliché que intercambia diálogos sobre cultura general y escucha las conversaciones a su alrededor para luego convertir algún comentario gracioso en un concepto que se repetirá en charlas venideras. Después, paseábamos por las mismas calles que recorrimos millones de veces, esta ciudad es realmente chica, y eso me sería mucho más claro en un futuro.

Ella siempre se vestía como si hubiese salido de algún cuento de Disney, amaba su estilo, sus vestidos de colores cálidos y estampados que transmitían lo mismo que se siente sentarse cerca de una fogata con jazz de fondo.

Su pelo oscuro como la noche y peinada con la misma prolijidad de las estrellas, (esta simbología astral también respetaba la entropía que le causaba en su peinado el enfrentarse a la brisa bahiense).

De sus ojos ¿qué decir?, aun cuando cierro los míos veo los suyos, me siento una armadura que vive para protegerlos, o al menos lo hacía. Verdes brillantes, me daba miedo mirarla de frente porque sentía que podía descifrar mi alma, no tenía miedo de que ella lo hiciera, sino, que yo no pudiera hacerlo antes.

Y todo lo que recuerdo hermoso es lo físico y aquellos momentos, porque mi visión de su personalidad está tan alterada por mi irracional sentimiento de decepción, que si me pusiera a pensarla tendrían que censurar mi mente de forma perpetua, Pero para hacerle un poco de justicia diría que siempre fue una mujer a la que le gustó experimentar, le molestaba íntegramente lo limitado que está el mundo, y su mayor enemigo siempre fue su deseo de eternidad. Experimentó su libertad hasta el último momento en que la vi, y seguramente lo siga haciendo, desprenderse de toda barrera que le impidiese ampliar su mundo al máximo fue siempre su objetivo, me lo contaba a menudo, yo siempre fui igual de rebuscado, pero no estaba muy de acuerdo con la idea de eternidad. Lo bueno es que, a ella, saber, o al menos pensar, que había algo que trasciende a la vida no hacía que descuidara su existencia, ella buscó siempre vivir al máximo. Yo siempre fui un negador del “más allá” y siempre me gustó vivir para el aquí, para mi estadía terrenal, porque por más poesía que haya escrito, no me acerco ni siquiera un poco a saber qué hay luego de la muerte, ni el poeta más apasionado, ni el filósofo más empedernido puede deducirlo. 

Me consideré siempre una persona muy racional, por esto mismo no entiendo lo que generó en mí su despedida.

Ella se fue de Bahía y en Bahía también me dejó a mí.

Esto pasó el 15 de julio de este mismo año, hace exactamente un mes, apareció un día en mi casa, con un pasaje de tren, sus palabras las sentí como cortos puñales que atravesaban mi ser, sus palabras no alcanzaron para darle a mi alma la explicación que en aquel momento necesitaba.

Piero, perdón, te amo, pero no puedo más, esto es una jaula de cristal, hoy me puedo ir, no quiero desperdiciarlo, siempre me bancaste en mis locuras, ésta es en la última que te pido que me banques, lo único que te pido es que no me odies.

Mi rostro estaba nublado por el impacto, no había señal que me alertara de esto, no había forma de retroceder el tiempo y convencerla de que se quede, preguntarle qué paso, si había algo más que solo su pretendida libertad, si hice algo mal yo.

Su último pedido no lo pude cumplir, a los días estaba totalmente estropeado, mis amigos me visitaban y me llamaban a cada rato y yo los utilizaba para desahogarme. Ellos no sabían hacer otra cosa que insultarla o bajarle el valor, eso a mí nunca me ayudó, entonces simplemente los tomaba como un confesionario donde mis lamentos eran, al menos, escuchados.

Dejé la escritura por un tiempo, no porque no me ayudara, sino porque la tenía tan asociada a ella que simplemente pensar en escribir me generaba unas ganas insoportables de llorar.

Ese invierno fue mucho más frío que cualquier otro, se me helaba el alma, no tenía forma de cubrirla. 

El invierno duró años, sus primeras etapas fueron convivir con la desesperanza, pero ese frío es el que nos hace diferenciar el calor. 

Pase los días de invierno pensando demasiado, buscándole sentido a las cosas, ideas que quedaban desparramadas en mi cielo imaginario. Las sentía un castigo, una sentencia por confiarle mi corazón a alguien más.

En alguna de esas típicas charlas nocturnas que se desarrollan en una caminata por la ciudad, donde las luces resaltan más de lo normal, que el paso de los autos es señal de vida y que permite tanto el diálogo, (hasta diría que lo favorece, fluyen mejor las palabras, es como si hubieras bebido un par de copas, pero sin los efectos adversos de la torpeza), le planteé al amigo que me acompañaba en el paseo mi situación, el mar que inundaba mi mente cuando quería descansar. Su respuesta fue certera.

-Escribilo, hacelo literatura, es una forma de hacer catarsis, sácate el peso de encima y deposítalo en una hoja.

-Estoy negado a eso, no puedo ver una hoja en blanco sin pensarla y quebrarme, siempre me funcionó, pero me está matando el duelo, me paralizo.

“Duelo” fue una palabra que me quedo resonando luego de ese breve diálogo y más por el comentario siguiente.

-Siempre escribiste sobre amor y muerte, ¿qué mayor motivación para un escritor que el desamor?

Amor y muerte, dos conceptos tan lejanos a mi vista, el amor, representante de la vida, de lo hermoso de vivir, la pasión que surge en la persona de manera incontrolable, señal irracional tan bella que te llama a mantenerte en pie. En cambio, la muerte, aquel final inevitable, el momento en el que el amor desaparece, la noticia trágica de que todo tiene un final y que nada es eterno, la angustia de transitar la vida con el único destino de dejar de ser. Como estos dos conceptos tan opuestos me parecen ahora tan cercanos. Lo pude entender luego de empezar a escribir: “donde el amor desaparece, hay muerte, el desamor es la muerte del amor, así también, del individuo amado, ese ideal desaparece con el sentimiento” 

El desamor es muerte, por eso sentí su partida como una muerte, por eso sentí algo similar a cuando murió mi primera mascota, una pequeña perrita llamada Lola, a la cual recuerdo cada que miro a la luna. Me sentía estúpido comparando ambos dolores, sentía que era una injusticia porque una seguía existiendo y la otra no, pero, ahora me doy cuenta, que aquella persona a la que ame murió, que toda una historia, todo el sentimiento, todo camino hacia el parque, toda sonrisa, todo lamento. Se fue cuando ella me dejó, murió lo que fue, lo que fue para mí, el desamor es una muerte, es una muerte que se elige, porque el amor, también es una barrera que se rompe con propósitos de libertad, uno al amar está tan atado a ese amor, que no te deja mirar alrededor, a veces ni deja que mires dentro tuyo, todo es un mundo diferente a cuando no amabas, o a cuando dejas de amar. 

Ella siempre buscó la libertad, y yo siempre sentí que libremente me amó. ¿Quién me iba a decir a mí que ese sentimiento que me arrimaba tanto a la eternidad podría ser tan volátil?, ella en su libertad eligió ser libre, ser libre de las cadenas que nos ataban.

Yo siento que el amor es una condición necesaria dentro de la libertad, claramente ella no quería esa condición, tal vez ahí es donde fallé, en pretender que su libertad no era libertad en realidad, en que cada día iba a despertar y me iba a elegir a mí, pero realmente ¿quién me aseguraba eso?, ¿no es eso acaso la libertad?, ¿poder elegir sin medio que te limite? Porque me sorprende tanto, tal vez porque me gusta bailar con las cadenas, saber que estoy condenado a no ser del todo libre, pero en esa condición de esclavo, aprovechar el resto de mi libertad.

Me propuse ese invierno empezar a escribir una novela, tenía muchas ideas que realmente me encantaría desarrollar y tenía los medios para llevarlo a cabo, pero algo me detenía, sentía que el sentimiento día a día me dejaba de pertenecer, aquel odio, aquel amor, aquella decepción, se iba difuminando con el paso del tiempo, tenían razón los que dijeron que escribir aliviaba el alma, pude guardar en un pequeño cajón ese rencor que me carcomía hace un mes, tuve que dejar de lado el desamor que sentía al escribir, eso ya no era mío, terminé de escribir la novela más o menos en noviembre, no fue muy larga, pero para ser la primera realmente me gustó. Se trataba de un amor, una pareja, que a su vez se odiaba mutuamente por impedirse la libertad. Mi novela termina así: “En este instante te amo tanto, realmente no sé qué pasará mañana, tal vez la vida te quite de mis brazos y no vuelva a verte, o tal vez este sentimiento tan profundo se vaya con la brisa, y a su vez, en este instante te odio tanto, por amarme de esta manera, y te odio tanto, que no podría estar sin ti”