Después de haber atravesado el bosque, la niña se encontraba ahora en un paraíso.
El cantar de las aves eran su música preferida y era verano todos los días.
Las cálidas aguas de pequeños lagos mágicos la ayudaban a recuperar años de insomnio y las ramitas que se quebraban a su paso eran mimos para sus pies cansados de tantas heridas.
El pasto y la tierra colorada sacaban lo mejor de ella, había vuelto a brillar y ya nunca más seria la que fue.
A veces, de reojo veía el bosque oscuro y silencioso, y la tentaba volver porque en parte disfrutaba del dolor.
Pero volvía en si, entendía que ya no quería eso, aunque su retorcida mente aún era débil.
Decidió sentarse debajo de un árbol, sacó un lápiz y un papel, y convirtió su dolor en arte, su paz en versos y sus temores habían quedado para siempre, en el olvido.