“And don’t forget

I’m also just a girl

standing in front of a boy

asking him to love her.”

(Notting Hill, 1999)

 

Nunca tuve buen gusto para los chicos. Esto, claro, según mis amigas.

Durante mi paso por la primaria me gustaron 4. El primer chico que me gustó, se llamaba igualito que el que todas calificaban de “el más lindo del aula”. Pero no era él. Me gustaba porque era divertido y me hacía reír. Como era gordo, mis amigas me cargaban. Pero él sólo tenía ojos para “la chica más linda del aula”. Spoiler: esa no era yo. En algún momento, también estuve interesada en mi mejor amigo, con la misma suerte que con el muchacho anterior. Ya más cerca de la adolescencia, me “estandaricé”, y me empecé a sentir atraída por “el chico más lindo del aula”, el que le gustaba a todas. Pero, durante un tiempo, me gustó Diego. Un chico que según todas mis amigas era horrible, obviamente. A mí me encantaba. Tenía los ojos achinados y unos rulos negros hermosos. Era muy tímido y tenía un tic: parpadeaba todo el tiempo y tartamudeaba.

Hubo un momento en el que las chicas empezaron a coleccionar cartas de Yu Gi Oh! para poder cambiárselas a los chicos por figuritas de Floricienta y así, completar el álbum. Era tremenda estrategia. Generalmente, las chicas juntaban las cartas que sus hermanos tenían repetidas y los varones hacían lo mismo con las figuritas de sus hermanas. Y sí, porque en ese momento, Floricienta era “sólo de chicas” y Yu Gi Oh! “sólo de chicos”. ¡Pobre de aquel que encontraran mirando Floricienta a la hora de la merienda un día de semana! La excusa siempre era que en la casa había una hermana que miraba la novela. Todavía los estereotipos estaban a flor de piel en mi escuela. Yo no tenía hermanos que coleccionaran las cartas y tampoco miraba la serie. Así que no iba a comprarme un paquete, porque eso significaba 5 figuritas menos en mi álbum. Siempre me quejaba de que no tenía ninguna. Hasta que un día, Diego (sí, el mismísimo Diego), me regaló mi primer carta de Yu Gi Oh!.

– Tomá. Para que tengas aunque sea una. – Me dijo y extendió su mano temblorosa mientras esbozaba una sonrisa de costado.

Al principio pensé que me estaba haciendo un chiste, pero después me di cuenta que iba en serio. Estaba fascinada. No me acuerdo como se llamaba la carta ni que poder tenía, pero si que tenía el dibujo de una enfermera.

– Esa no tiene nada de poder – Me decían algunos compañeros, porque tenía pocas estrellas. Y eso, supuestamente, indicaba su nivel.

– Es trucha – me dijeron otros, porque, por supuesto, estaban “las originales” y “las truchas”. Aunque yo no sabía distinguirlas, al parecer las “truchas” tenían un brillo extraño.

Yo no entendía nada de cómo funcionaba el juego así que, para mí, esa era la mejor carta del mundo. No la quería canjear por nada. Empecé así, una pequeña colección, en la que mi única condición era que en las cartas sólo aparecieran figuras femeninas. No me importaba si podía ganar un duelo con ellas. Solo me gustaba tenerlas y punto. Llegué a adquirir alrededor de 11 cartas (poquísimas en aquella época, pero bastante para alguien a quién solo se las regalaban), todas con personajes mujeres. Y hasta llegue a poseer una bastante “poderosa”. No recuerdo los nombres, ni las ilustraciones de casi ninguna. Tuve esa colección guardada muchos años en una cartuchera de plástico amarilla de McDonald’s. Con los años y el devenir de la adolescencia, en una de esas grandes limpiezas y renovación de habitación, las tiré o las regalé, no lo recuerdo. Me olvidé de eso durante mucho tiempo, hasta que hace poco quise volver a buscarlas y me encontré con que ya no estaban. Me invadió una cierta nostalgia al darme cuenta de que no las tenía, pero intenté rememorar por qué me gustaban tanto. Y me acordé de Diego.

Hace varios años me lo volví a encontrar, en el consultorio del médico. Venía a hacer firmar la ficha médica para viajar a Bariloche y yo también. Él no me reconoció hasta que lo saludé.

– ¡Juli estás re cambiada! – me dijo.

– ¡Vos también! – le respondí yo.

– Naa, yo estoy igual. Me lo dicen siempre- Dijo y se rio mientras sus ojos parpadeaban cada 1 microsegundo.

Y tenía razón. A pesar de todos los años que habían pasado, reconocí en él al mismo chico de ojos achinados y pelo negro enrulado, con un tic en los ojos, que tartamudeaba y que me había regalado mi primer carta de Yu Gi Oh!