Manifiesto de lo ignorado

El velo se arrastra o se saca, o se arranca, me pregunto. El velo que (¿qué?) oculta. El velo.

Por qué será que la tarde se corta abruptamente si los colores del día se funden de manera tan armoniosa, tan en tonos sepia, que podría disfrutar si solo no tuviera este velo, pesado, eterno. 

La trama de la tela no es tan apretada. Permite un dejo de luz atravesar, un dejo de aire bailar. Sin embargo no respiro, no lo logro, me ahogo y me fundo con esa tela que ahora es piel y boca y ojos. 

Qué será, me pregunto, de quienes no tengan velo. Acaso se les erice la piel con el roce de los dedos por el filo del maxilar. Si acaso pudiera, tan solo encontrar la forma…

Qué será, me pregunto, de su velo; qué tela le habrá de tocar en ese pasado remoto. ¿Tendrá? No sé si es posible ya pensarse libres de miradas sesgadas, parciales. No sé si es posible ya que esos agujeritos diminutos no nos hayan cubierto a todos.

Es agónica la tortura del velo. Encuentro en ella cierto placer, como si el constante agotable oxígeno hiciera que me esfuerce aún más y creara un mecanismo que da placer en esa muerte que no es. Es agónica la tortura, es deseable. Ahora el tacto milimétrico en el cuello me silencia. Me dice que ya no hay velo, y que es mejor, porque ahora estamos todos ciegos de vernos. 

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