El criadero – cuento corto (cortísimo)

 «Tenía la mirada humana del animal domesticado» 

-Agustina Bazterrica, Cadáver Exquisito.

 

  

 

Enciende un cigarrillo. Larga el humo. Exhala sus problemas y puede visualizarlos densificándose, abstractos, en el aire denso de diciembre. El sol está en el horizonte. Hace calor y humedad. Limpia su frente. Estuvo todo el día en el criadero. Está agotado.

Gastón aparece junto a él, se limpia las manos con un pañuelo de tela. El criadero pocas veces requería que dos personas estuvieran trabajando en el mismo turno, solía ser más tranquilo. Pero, al tener varias hembras preñadas al mismo tiempo, la limpieza y el cuidado se habían duplicado. No hay quejas en estos casos. A pesar de todo, más trabajo significa más paga. Ellos, como cualquier otro empleado que termina trabajando en el criadero, lo necesitan.

-¿Tu mujer no te había pedido que dejaras de fumar? -le pregunta Gastón.

-Por eso lo hago acá -responde serio.

Gastón se ríe. Cuando lo conoció, lo encontró un hombre demasiado rígido, con quien no sentía interés en conversar. Sin embargo, con el tiempo, notó que en sus comentarios serios se escondían chistes ocurrentes. Lo hacía reír. Le hacía olvidar el mal trabajo, la mala paga, la mala vida. En una ocasión, borracho de cerveza durante el turno nocturno, cuando cenaron allí, le confesó que le tomó cariño y que, si un día decidía renunciar, él se iría también. No podría seguir solo con este trabajo, dijo.

-Qué loco que quedaran preñadas tantas juntas -Gastón saca un cigarrillo y le hace señas para que se lo prenda-. Betty, sobre todo, que casi la descartan por no quedar preñada después de tantos intentos.

-Te dije que está prohibido ponerles nombre – le recuerda con cierta molestia mientras le enciende el cigarrillo.

-Es que tiene cara de Betty.

Están parados en la sombra de un árbol, lejos de la zona del criadero. El aire es más denso junto a las jaulas, el humo se queda por más tiempo tendido en una nube de lamentos. A él no le gustaba eso. Además, podría afectar la salud de las crías, así les prohibieron fumar, también.

-¿Te pagaron a tiempo? -le pregunta a Gastón.

-No -ríe -. Como siempre.

-Qué problemón -se sincera-. Me preocupa que no me paguen a tiempo cuando…

-¿Pensaron en un nombre?

-No.

-Pensalo bien – Gastón fuma, cuando suelta el humo mira su mano que sostiene el cigarro, le da un golpecito y se lo lleva nuevamente a la boca-. Si eligen uno así nomás, de tanto repetirlo te vas a cansar y no vas a querer verlo más.

-Pensé en ponerle Gastón.

-Es un buen nombre -ríe.

-Pero si es nene, no sé, che.

Una carcajada ataca a Gastón y hace que se atragante con el humo. Golpea suavemente el hombro de su compañero, haciendo que se tambalee en el lugar. Comparado con Gastón, un treintañero que pisaba los cuarenta, él se veía viejo, débil. Esboza una pequeña sonrisa.

-Ojalá no sea mujer -dice. Él aún no termina su cigarrillo, pero lo deja caer en el pasto seco y lo pisa, asqueado. Gastón sabe que ese comentario no esconde ningún chiste-. ¿Sabés qué es un fumador pasivo? – mira al cigarrillo aplastado en el suelo.

-No -responde Gastón.

-Es el que no fuma, pero aspira seguido el humo porque alguien cercano a él si fuma. Ese humo tiene cinco veces más de monóxido de carbono y tres veces más de alquitrán y nicotina que el humo que aspira el fumador.

-Yo ya no fumo cerca de mi familia, pero cuando mi esposa estaba embarazada lo hice. Mi hijo tiene asma.

-¿Lo tuvo ella?

-¿Asma?

-No, no- él niega con la cabeza-. A tu hijo.

-Sí, no teníamos plata para que fuera de otra forma.

-Se lo quedó -concluye en voz alta.

-Y… – ríe irónico Gastón- sí. Una vez tuve que ir a un barrio de esos privados a entregar unos papeles, para que los firmara una señora de una familia cheta, claro. La gente importante es la que tiene que firmar cosas, el resto no nos interesa tener firma porque jamás nos la pidieron – ríen cómplices-. En fin, como no podía dejar sola a mi mujer, la llevé conmigo. Verás vos cómo la juzgaban con la mirada esas viejas meadas en pañal de oro. Apostaría que era la primera vez que veían a una embarazada. Ese tipo de gente ya perdió la costumbre de ver a embarazadas. Para ellos es como ver a una rata, a una cucaracha, o a un pobre.

Él se mantiene en silencio, escuchando atentamente. Analiza el cigarrillo que aplastó. Por su mente pasan ideas oscuras acompañadas de imágenes explícitas de él aplastando al ganado, a las hembras, a las crías. A su cría. Gastón lo mira reflexivo, nota arrugas en su frente y patas de gallo en la comisura de sus ojos. Es mayor. Está grande para esperar un hijo, piensa. Pero no lo juzga, conoce su historia de vida. Ninguna mujer antes había querido tener un hijo suyo, a voluntad, por su pasado trabajando en los criaderos, con la acertada mala fama de su profesión. Es un milagro que tuviese esposa, debería dejar de fumar si ella así se lo pide, piensa. Había escuchado que era de familia adinerada y en cuanto supo eso, lo persiguió una duda que no se había atrevido a formular hasta el día de hoy.

-¿Por qué trabajás acá?

-No sé – responde -. Costumbre – miente, jamás se pudo acostumbrar a ese trabajo.

-Yo antes de trabajar acá tenía un trabajo de oficina – comienza a contarle Gastón -. Jamás pensé que terminaría laburando en un criadero, pero las vueltas de la vida, viste cómo es.

-¿Renunciaste?

-Me echaron – termina su cigarrillo, tira la colilla al piso-. ¿Me regalás un pucho?

Él saca su cajetilla y la extiende para que agarre. Gastón saca uno. Agarrá dos, le dice. Le extiende el encendedor, también.

-Gracias – lo prende y fuma -. Era mucho papeleo, un trabajo exigente y yo no rendía tanto como los otros. Eran más jóvenes, más inteligentes, se veían mejor… viste que ahora vienen así, perfectos, así están diseñados. Al resto nos toca adaptarnos. Ellos tienen todo, el resto somos… -se detiene, mira a su compañero, quien le clava la mirada-. Perdón, sé que vos… Bueno, no es una guerra entre unos y otros, es la realidad, lisa y llanamente. Ellos servían más que yo y punto. Nada de lo que pudiera hacer podía cambiar la situación. Salvo volver a nacer, claro. La genética azarosa me dejó en desventaja… Pero no es tu caso, claramente. Por eso me sorprende verte acá.

-Mis genes sirven para el trabajo, supongo. Es más barato que los de laboratorio, y tampoco es que les interese hacerlo por la vía legal a estos lacras – mira el suelo, avergonzado-. Ya sabés, por inseminación artificial y toda la bola.

-Alguien tiene que poner la materia prima -comprende en voz alta Gastón.

-Betty.

-¿Qué?

-Mi hijo, lo lleva Betty.

-Tiene buenos genes, escuché que antes que le cortaran las cuerdas vocales cantaba lindo.

El último cigarrillo lo fuma en silencio.

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Esta idea surgió escuchando hablar a Paula Puebla hace un año. Fue en el Festival de Narrativa en Bahía Blanca en 2022, donde habló de “El cuerpo es quién recuerda” (tuve la fortuna de leerlo en la carrera) y el alquiler de vientres. En ese momento, mencionó algo (no recuerdo exactamente qué) que me llevó a escribir en las notas de mi celular: ‘dos hombres discuten sobre un criadero, como si fuera de perros o animales, pero en realidad están hablando de mujeres’. La idea quedó ahí durante meses; no la retomé, pero tampoco la abandoné; pensaba en ella a diario. El cuento estaba ahí, listo; solo quedaba escribirlo, aunque no sabía cómo. El momento clave para su escritura fue terminar la lectura de “Cadáver Exquisito” de Agustina Bazterrica. No es que me iluminé acerca de cómo escribirlo, sino que sentí la necesidad de hacerlo en el preciso momento en que leí “Fin”, a las cinco de la mañana, lo cual resultó ser incluso mejor.

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