Fuegos artificiales – Cuento

—A esos un tiro y no joden más —Esteban encabezaba una de las puntas de la mesa. Revoleaba la copa de vino tinto mezclado con agua saborizada de pomelo mientras hablaba— Son así, vienen así, cortita.

—Cuando yo era joven, por lo mínimo ya te corrían los milicos, no había pavadas —aportó mi tía abuela Celia, en la otra punta.

La ensalada rusa oficiaba de centro de mesa, nadie tocaba el bol verde que había traído mi abuela Elda. Ni ella, que destrozaba la quinta porción del fiambre alemán, la tercera de vitel toné y acababa de abrir otra lata de birra Schneider, que no sabía quién las había traído. Yo apuraba un vaso de vino blanco caliente, me quería ir a la mierda, pero era mi casa. Se escuchó por lo bajo un “que vuelvan”, un susurro tan impersonal que no reconocí si había salido de alguna tía, tío, o, incluso, de mí.

—El partido… todo un tema, ¿no, Esteban? —comentó Gustavo tratando de desviar la conversación, mientras usaba el celular por debajo de la mesa. Alzó la mirada buscando con quién conversar.— Como los cogimos… de la “B” no se vuelve— hablaba con la boca llena del pionono que había hecho mamá.

Gustavo tenía la agobiante costumbre de sacar a colación el partido de la semana, conversación que solo era capaz de seguir Esteban. El resto siempre desconocíamos de cuál partido hablaba.

—El DT siempre hace lo mismo, entrega el partido— le respondió.— Hasta Eldita dijo que era un boludo, imaginate.

Elda a su costado izquierdo asentía mientras observaba la mesa, analizando qué otra comida atacar. Sus lentes reflejaban un plato desorganizado, con comidas a medio terminar. La abuela vestía el mismo vestido amarillo todos los años, quizá por tradición o quizá porque jamás pensó en comprarse uno nuevo. De todos modos, el vestido iba a terminar manchado, de comida o de alcohol. Me serví más vino mientras observaba la charla, más que escucharla. Su marido usaba cada año una camisa distinta, todas horribles, parecían un pañuelo de tela antiguo. El jean no lo cambiaba, tenía años con él. Miré mi vestuario muy similar al de mi abuelo: camisa y jean, nuevos. Pero no podría volverlos a usar al año siguiente. Mi mamá insistía en que la calidad de la ropa venía cada vez peor, y que cada año tocaba renovar la ropa “elegante”.

—Che pibe —dijo Esteban, señalándome con el tenedor que tenía pinchada una aceituna verde, sacándome de mis pensamientos – ¿cuánto te falta para recibirte?

—Va encaminado, abue. Un par de materias, algunos finales y la tesis.

—Un genio, siempre muy dedicado —interrumpió mi mamá.— El otro día se quedó estudiando en la casa del amigo y fue derechito a rendir, sin dormir ni nada.

Mi mamá a mi lado sonreía orgullosa, deslumbraba con su vestido blanco que se había comprado esa misma mañana mientras yo dormía. Me buscaba cómplice con la mirada mientras yo dudaba entre agarrar un sanguche de primavera o de jamón y queso. Le devolví la sonrisa y continué debatiendo para mis adentros. El de primavera es más fresquito, pero el de jamón y queso tiene una combinación más sabrosa, además que me recordaban a mi infancia. En primaria mi papá me daba algunas monedas para el recreo, las justas para dos sacramentos. En quinto año sacaron los sacramentos de la cantina. “Por fomentar malos hábitos alimenticios” decía la notita que pegamos en el cuaderno de comunicaciones. Al eliminar los sacramentos diarios de mi dieta pasé de ser “el gordo” como me decían mis compañeros a “el facha” unos años más tarde. Incluso le llegué a gustar a un par de chicas en el secundario, que se habían declarado de formas ridículas y vergonzosas, me resultaban insoportables. Ojalá hubiera ido a un colegio de solo hombres. Y que tuvieran sacramentos.

—¿Qué estudiabas vos?— preguntó Elda.

—Una ingeniería.

—Ah, claro. Pasame un sanguche de primavera.

Se lo alcancé y agarré uno para mí. La tía Juana, al frente mío, seguía con la mirada a quién tomaba la palabra. Intercalaba una porción de su plato con un trago de agua. Tenedor, trago, tenedor, trago, y así hasta que acababa lo que tenía en el plato, y se servía otra porción pequeña para estirar el ritual; tenedor, trago… acomodaba ocasionalmente su anillo plateado de compromiso, aparentemente incómodo por el pequeño tamaño. Su collar de perlas de cotillón, aros plateados y su vestido verde la hacían parecer una lata de arvejas. Era, un poco, una lata de arvejas en una cena de comida casera. La hermana menor de mi papá, como una lata de arvejas extraña en la mesa gobernada por los platos de mi familia materna. Mis abuelos paternos habían dejado el país cuando falleció mi papá. No volvieron a verme, qué sé yo. Gustavo, al lado de Juana, miraba el celular.

 —¿Tu nena, Pau? —preguntó Celia.

—Acostada en la pieza del Ale —me miró Paula, sentada a la derecha de Celia y junto a la silla vacía del prometido de Juana que, a decir verdad, no tenía idea de dónde se había metido.— No te molesta, chiqui, ¿no?

Paula usaba un vestido color negro de pequeñas lentejuelas. Era como un caviar. Un caviar y una lata de arvejas. Pobre Juana.

—Tranqui, tía —me serví más vino, ya acababa la botella.— Que descanse, así puede ver los fuegos artificiales después.

—¿Qué le trajo Papá Noel a la nena en la casa de los papás de Marcos?— se sumó a la conversación Celia.

—Un autito…

—¿Papá Noel? – interrumpió Gustavo, dejando el celular sobre la mesa.— Tiene once años, ¿cuándo le van a decir la verdad?

—Vos Gus, justo —dijo por lo bajo Paula. Yo la escuché, pero el resto, aparentemente, no.

—Pero che, ¿qué te importa a vos? Dejala a la nena que crea —Esteban movía enérgicamente las manos mientras confrontaba a Gustavo. Era usual que, si coincidían en la opinión futbolística, discutieran sobre cualquier otro tema. — Después dudás por qué te dejó Kenia. Tan buenos pancitos caseros que hacía… — agarró el tenedor y el cuchillo y cortó otra porción de pionono.— queloparió.

Gracias a mi tío supe que Papá Noel no existía. Cuando tenía diez años y mis primas y Kenia, la exmujer, seguían viniendo a casa para las fiestas. Gustavo borracho se puso a gritar “los cuetes van a matar a Papá Noel” mientras se reía y rascaba su panza, expuesta por la camisa desabrochada, vestuario oficial de cierre para las noches de fiestas familiares “le van a reventar el culo”. Con mis primas, de cinco y seis años, lloramos al escuchar tales barbaridades. Él soltó una carcajada aún más fuerte que retumbó en las paredes del patio como un estruendo malicioso. Mis papás salieron a ver qué sucedía mientras Gustavo gritaba “que boludos” tomando de la botella de plástico cortada “son boludos, pero re boludos”. Mi papá junto con Kenia lo llevaron a la habitación y mi mamá y Paula nos sentaron en las reposeras del patio. Ante nuestro llanto descontrolado encontraron necesario contarnos la verdad: nadie se iba a morir, porque nadie existía. “No es real, por mucho que deseemos de corazón que sea…” mi mamá hablaba entre dientes mientras miraba decepcionada al esposo -mi papá- y a Kenia llevarse a Gustavo. “Quizá no exista, pero nadie puede hacerle daño si es solo… algo en lo que creemos” nunca logré entender qué quiso decir. “No existe, existió hace mucho” se le pusieron llorosos los ojos “pero ya no existe, ya no”.

 A la hora y media reaparecieron mi papá junto con la concuñada, “se durmió” dijeron. Kenia dejó de venir cuando mi papá falleció. “Daría todo porque fuera real” me dijo mi mamá esa noche cuando me acostó, “por vos, solo por vos”.

—Yo le compré unas zapatillas para el cole— redirigió la conversación Elda. —Y unos chiches.

Agarré el vino tinto que estaba sobre la mesa para llenarme la copa. La abuela vestida de amarillo era un pionono, que estaba comiendo pionono. El abuelo era el repasador con el que cubrís el pionono antes de llevarlo a la cena para que no se llene de moscas.

—Me llevó de acá para allá toda la tarde del veintitrés con treinta y cinco grados a la sombra —comentó Esteban.— Si este boludo le dice que no existe, le rompo la cara.

Sonó el celular de Gustavo, pero solo se escuchó la vibración del celular sobre la mesa, ya que el timbre opacó el sonido de la notificación. Alterado, lo agarró rápidamente y escondió bajo la mesa. Mamá le abrió la puerta al marido de Paula, quien había salido a comprar hielo hacía unas horas, comenzada la cena.

—¡Conseguido! – dijo Marcos —¡Pásenme sus vasos!

—Qué genio, Marquitos – mi mamá estaba encantada con su cuñado. Jamás fue envidiosa, cuando apareció Marcos en la vida de su hermana menor, le agradeció a Dios esa misma noche. Yo la escuché rezar, creo que fueron un padre nuestro y dos ave maría. Paula había estado en una relación abusiva a lo largo de toda su adolescencia. Mamá solía contarme para que “supiera tratar bien a las mujeres”. Mi mamá siempre fue muy empática, amable, inocente e ignorante. Tenía una forma particular de ver el mundo, y el desajuste de esa visión la perturbaba. En ocasiones, prefería que la tomen de boluda antes que mirar a la realidad. También hubo noches que la escuché llorar.

—Voy a traer una cubetera, ma. —dije, levantándome.

—Tranquilo, amigo —me detuvo Marcos.— Decime dónde están y las busco, no te preocupes.

Le hice unas indicaciones desde donde estaba sentado y le pedí que trajera un vino blanco que había reservado en la heladera. Aparté los platos de las diversas comidas que se habían acumulado en su lugar mientras estaba fuera. No se había sentado junto a su esposa, ya que los asientos disponibles cuando habían llegado estaban alejados. Sin embargo, no parecieron molestos. Marcos se había sentado entre Elda y yo, y me advirtió que quería saber cómo progresaba en la carrera y que le informara si necesitaba algo de su parte. Por fortuna, la falta de hielo interrumpió la conversación antes de que siquiera comenzara. Marcos era ingeniero civil recibido hace cuatro años con la mejor nota de su colación. Yo, a diferencia de mi mamá, sí era envidioso.

—Sobre lo de la facultad…— empezó Marcos cuando tomó su lugar en la mesa.

—¿Por qué no te sentás junto a Pau?— corté la pregunta, tratando de salir del paso. —El prometido de Juana no está…

—¿Dónde está? —preguntó Elda.

—En el baño, seguro —respondió Juana. Debió ser el primer comentario que hacía en toda la noche. Se había terminado el agua de su vaso y su plato ya estaba vacío, salvo por un tomate cherri con el que jugaba, empujándolo con el tenedor por el terreno llano del plato, como si fuera lo único en la mesa sobre lo que tenía control y lo demostraba paseándolo, dominándolo, a su merced. Quizá en esta mesa todos éramos el tomate cherri de alguien, y el tenedor de otro. Descorche rápidamente el vino blanco para servirme. Ya podía continuar en la mesa.

—Ah, claro… —respondió.

—Seguro probó tu ensalada, Elda —se rio maliciosamente Celia.— Y ahora se está yendo por el caño.

Elda ignoró el comentario de su hermana, la conversación ya le resultaba ajena. Solía hacer un par de comentarios y luego perderse entre la voz de su esposo, los comentarios malintencionados de su hermana, y las copas de los alcoholes disponibles de la noche. Limpiaba sus manos en las servilletas de tela naranja y blanco, en combinación con el mantel -aniversario de bodas de mis padres- mientras masticaba la última porción de su plato. Sus lentes redondos subían y bajaban impulsados por el movimiento de sus cachetes llenos de comida, que hacían el esfuerzo de almacenar las grandes porciones con las que se atragantaba cuando su participación en la charla de la cena se terminaba. Sin embargo, cuando notó que nuestras miradas se posaron en ella debido al comentario de Celia, masticó lo que tenía en su boca y tragó rápidamente. Parecía entusiasmada de que estuviéramos expectantes a un comentario suyo, aunque no sabía de qué estábamos hablando, así que su respuesta descolocó a la mesa, guiando la conversación de vuelta a Gustavo:

—Decime, Gus, ¿Kenia está bien?

—Sí – respondió de mala gana, dejando de ver el celular por debajo de la mesa. — Está con los chicos en la playa. Eso que siempre le dije que quería aprender a surfear y nunca quiso ir, pero así son las mujeres.

—Un dolor de huevos —rieron cómplices con Esteban.

—Ah, claro— cerró su participación mi abuela, cediendo la voz a su esposo y volviendo su atención al plato y a la copa.

Los vasos y copas eran todos distintos. Cuando cumplí quince años vivencie el ritual de pasar del vaso plástico de Coca Cola al vaso de vidrio, y a los dieciocho del vaso de vidrio a la copa. Ese mismo año Elda me convidó cómplice un poco de vino. Al siguiente año era yo quien le convidaba a ella.

—Uno labura como un negro y ni una alegría te dan.

—Paula me dio la mayor alegría cuando me dijo “sí” a casarse conmigo – agregó Marcos, causando la sonrisa de las mujeres en la mesa. —Y cuando cargó a nueve meses a la Sofi, y cuando la trajo al mundo. No creo jamás poder devolverle todo eso —se sonrieron, ya que la distancia no permitía que se tomen de la mano. Él tenía una camisa negra y jean negro, también era caviar. Un caviar ingeniero civil con buena nota, buen marido, buen padre. Un hijo de puta, con todas las letras. Solo un caviar puede ser tan buena persona, que no tiene que preocuparse por las vulgaridades que las latas de conservas nos tenemos que ocupar. Sí, yo también era una lata. De atún, quizá. Qué pena que no había sandwiches de atún.

—”Trabajar como negro” no es una linda expresión, pa —le explicó Paula, impulsada por el apoyo de Marcos.

No quedaba casi nada de comida en la mesa, tomaba de mi copa pensando que debía buscar postres. Las bocas desocupadas hablaban y con los años había aprendido que en esta familia, el silencio era ley, y cuando ese silencio se quebrantaba, la paz se quebrantaba. Así funcionan las leyes, las leyes no son morales, sino pacifistas.

—¿Traigo la ensalada de fruta? —interrumpí.

—Pero es una expresión, Paulita, no se puede decir nada – se quejó Esteban.

—Así son los jóvenes —agregó Celia— con aires revolucionarios, viste. Alejandro debe ser igual. En mi época…

—No hables por el Ale, Tía – dijo mi mamá mientras se paraba. —Voy a buscar la ensalada de fruta.

—Traje helado.

—Lo traigo también, Gus.

—¿Vamos poniendo Crónica? – preguntó Esteban, desentendiendo el llamado de atención de su hija y yerno. Agarré el control que estaba a mis espaldas al lado del televisor y la encendí: “Faltan cinco minutos para el nuevo año” anunciaba la placa. Mamá apareció, dejó un bol gigante de ensalada de fruta en el medio de la mesa, empujando la ensalada rusa. Volvió a desaparecer por la puerta de la cocina. También desapareció el contenido de mi copa, así que me serví más.

—Pa, escuchame – insistió Pau.

—Dios, Paula, que ganas tenés de ser el centro de atención. Andá a despertar a la nena que hay que brindar y ya van a empezar el show de fuegos artificiales – se paró y golpeó la mesa al levantarse, haciendo que algunos vasos vuelquen su contenido. — Sofía, ¡SOFÍA!

—Esteban… — Elda lo jaló de la camisa para que se siente, pero no le hizo caso.

—¡Hija! —le gritó a mi mamá— ¡Trae la sidra también!

—Voy, pa – gritó mi mamá desde la cocina.

Sin embargo, desde el pasillo apareció el prometido de Juana, acomodándose el pantalón.

—¿Sobreviviste a la cagad…?

—¡PAPÁ! —gritó Paula.— No podés ser tan desubicado.

Paula se levantó y fue hacia mi habitación para buscar a Sofi. Gustavo se reía de la escena. El prometido se sentó junto a Juana, quien lo buscaba con la mirada, pero no la encontraba. Se limpió las manos con la servilleta. Juana lo vio y se paró inmediatamente, arrebatada de furia, desconozco el motivo. Salió corriendo por la puerta de entrada y él salió tras ella.

—¿Qué le pasó a la Juanita? – apareció mi mamá con las compoteras y la sidra bajo el brazo.

—Seguro le vino —respondió Gustavo, riendo con Esteban.

—Ah, claro —acotó Elda.

—Las mujeres ya no son como antes, fijate la Jua recién comprometida. A su edad ya debería tener hijos.

—Pero…— interrumpí, arrepintiéndome al instante. Sin embargo, continúe. Las palabras se me escaparon de la boca. — Pero vos no tenés hijos, Celia.

—Mirá que intentamos con tu abuela conseguirle a algún pelotudo – me respondió Esteban.— No hubo caso, muchos pelotudos, pero ninguno tan pelotudo como para casarse con mi cuñada.

—Mira las pelotudeces que dice tu marido, Elda. ¿Vas a dejar que me hable así?

—¿Ah? – estaba sirviéndose ensalada de fruta.—Ah, claro.

—Mira que me vas a decir cómo hablar o no, Celia. Deberías estar con tu propia familia, pero no tenés. Esta es mi familia, no la tuya. Ubícate.

—Papá…—volvió Paula al comedor por el pasillo, con Sofía en los brazos.—Te estás pasando. Mirá, la nena está llorando.

Marcos, en cuanto escuchó su voz, se paró para agarrar a su hija y consolarla. Sofía lloraba muy sonoramente. Ambos se mantuvieron de pie en el marco de la puerta, consolando a la nena y mirando con desaprobación a Esteban.

—Cállenla de una vez.

—Papá, es demasiado —interrumpió mi mamá. Sofía lloraba a los gritos.

“Falta un minuto para año nuevo” anunció la televisión.

—¡Ahora todos están en mi contra! Con todo lo que me rompí el lomo para que estén donde están.

Como Marcos se había levantado, el asiento entre Elda y el mío quedó libre. Lo ocupé e hice señas a Elda para que me sirviera un poco. Gustavo miraba el celular, desentendido de la situación.

—Estás en mi casa, papá. Compórtate.

Elda me pasó una compotera con ensalada de fruta.

—La de tu marido era, solo te la quedaste.

Saqué una petaca de mi bolsillo y la abrí.

—Yo no pedí que falleciera.

Dejé caer vodka en la ensalada de fruta. Elda me vio e hizo señas para que hiciera lo mismo con la suya.

-Ah, no, porque la terapia de pareja te desapareció los cuernos.

Puse vodka en la compotera de la abuela. Sonrió en agradecimiento.

—¡Pero no por eso iba a querer que muriera!

“Diez” comenzaba la cuenta regresiva.

—¡Y no, claramente no ibas a querer tener que salir a laburar, kirchnerista inmunda!

“Nueve”

—Papá —interrumpió Paula— no sé qué mierda estás metiendo, no tiene nada que ver.

“Ocho”

—¡UN TIRO Y NO JODEN MÁS!— gritó Esteban mientras golpeaba la mesa.

“Siete”

—Ah, claro —dijo Elda.

“Seis”

—Nos vamos —dijo Paula— Agarrá los abrigos, amor.

—Paula, por favor no te vayas.-le suplicó mi mamá, que se paró y fue a su encuentro en el umbral del pasillo.

“Cinco”

—Dejá —se paró Esteban mientras agarraba la sidra— me voy yo.

“Cuatro”

Escapó rápidamente por la puerta principal de la casa y mi mamá salió tras él. “Tres”. Comenzaban a escucharse algunos fuegos artificiales afuera, acompañando los gritos indistinguibles de la discusión que continuaba en la vereda. El ruido intensificaba el llanto de Sofía, compitiendo por la predominancia sonora en el ambiente. “Dos”. Marcos agarró los abrigos, la tía me dio un beso en la frente mientras se iba. Marcos detrás de ella, al no poder saludarme, ya que cargaba con los abrigos y la hija, se despidió con un: “Sé qué el final álgebra III con el profesor Russero es difícil, sacalo este verano. Yo te ayudo”. Paula tomó del brazo a la abuela, avisándole que dormiría en su casa porque “papá estaba alterado otra vez”. Creo que dijo algo referido a no repetir incidentes. Lo último realmente no llegué a distinguirlo. Estaba tomando vodka directamente de la petaca, preguntándome quién chota será Russero. “Álgebra III” me reí para mis adentros, qué hijo de puta Marcos. Desconozco en qué momento Crónica terminó la cuenta regresiva, pero el reloj marcaba las 00:02.

—Yo me voy —Gustavo bloqueó su celular.— Me voy a saludar a unos amigos acá cerca.

Gustavo estaba borracho, pero no tanto como en otras ocasiones. Yo estaba más borracho que él. La mesa quedó vacía. Pensé en levantar los platos, las compoteras y las copas, pero viendo que todo era de vidrio y que me costaba mantenerme en pie, decidí que era irme a acostar. Mi habitación estaba al fondo del pasillo, así que fui sosteniéndome por las paredes, me costaba mantenerme de pie.

En mi habitación me descalcé, prendí el ventilador y me abrí la camisa. Sentí una molestia bajo el pie. Me agaché y vi un anillo de plata grande junto a mis pantuflas. No sabía de donde había salido, pero lo pateé bajo la cama para que no me molestara. En realidad, lo había intentado patear en tres ocasiones. Creo que a la tercera le di. Creo que en la segunda me caí, me paré y lo volví a intentar.

Me tiré sobre la cama. La persiana mal cerrada dejaba que se filtrara la luz de los fuegos artificiales. Saqué mi celular del bolsillo, abrí la aplicación que usaba a esas horas de la noche y me reía mientras leía apodos, biografías, y fotos de pechos masculinos peludos. No sabía cuál era el afán de ponerse esas fotos, pero funcionaban al menos para mí. Le di like a tres perfiles con pechos peludos. “Oso Malicioso”, amante de la discreción, a tres kilómetros de distancia; “Juan”, activo y dominante, a cinco kilómetros, y “Heterocurioso”, aclarando en su biografía que se lo descargó por morbo, a tres kilómetros también. Seguí husmeando. “Daddy”, le gusta cocinar y los jóvenes, a cinco kilómetros. “Incógnito” a tres. “Juancito”, buscando el amor, a dos. “G” a menos de un kilómetro, buscando con quién surfear.

No recuerdo cuando me quedé dormido. A la mañana siguiente mi cabeza repetía el golpeteo de los fuegos artificiales en el pecho. Me despertó mi mamá: “para el recalentado” me dijo. Cuando bajé al comedor, estaba toda mi familia sentada, bebiendo y charlando.

—¿Qué partido se juega la semana que viene? —preguntó Esteban.

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