Este texto no está acabado, pero necesito sacarlo del archivo «cuentos.docx» para poder liberarlo, y solo así poder reencontrarme con él desde un lugar distinto. Es algo experimental, son mis pensamientos más pretenciosos encontrándose con mi narrativa, mi construcción ficcional más humilde. Falta construir un diálogo fluido entre dos partes distintas del texto, para borrar esa división tajante. También siento una gran contradicción. Estoy entre extenderme en la parte del relato del sueño o aceptar que es un pestañeo el residuo del sueño al despertar. Es ínfimo lo que queda de lo que creemos haber soñado. “Soñé esto…” y cuando tratamos de reproducirlo en palabras se vuelve cada vez más breve, escapando de ser relatado. De todos modos, espero que sea una lectura amena o, cuanto menos, entretenida.
Aunque exista una producción local, siempre habrá quien busque una definición de literatura en el afuera. Fuera de Argentina, fuera de Bahía Blanca, fuera de los barrios, fuera de su casa. Irónica y tristemente, ese alguien suele ser un superviviente de la mortífera tensión «dentro y fuera». Una vez fuera, busca más afuera, hasta encontrarse en búsqueda de parámetros cósmicos. Busca genuinamente verse validado por astros que desconocen la existencia de algo tan pequeño como él, como lo que escribe, como la literatura. Entonces, muere comenzando los versos sobre una flor crecida entre las rotas baldosas bahienses. Muere arrepintiéndose de haberse definido tan lejos, que no pudo hacer un poema de un pequeño capullo emancipador asomándose, tímidamente, entre el cemento.
Hay un problema en creer, fervientemente, que la literatura -o cualquier arte- se trata de buen gusto, de paladares exquisitos, tan delicados que, por supuesto, solo ellos pueden distinguir la ternera de Kōbe de polenta primer precio. Y el problema radica, justamente, en mi intencional uso la palabra «ferviente» del latín fervens, ferventis, que hierve, que se encuentra exaltado. Solo en ese estado de pulsión literaria se puede uno olvidar de las ideas democratizantes que abrazan a las literaturas contemporáneas desde antes de ser contemporáneas, desde que la voz y el discurso se reconocieron como voces y discursos, como plural y colectivo. Solo en ese deseo sexual e individual de poseer, se puede uno posicionar como el dominante de la sumisa «literatura», el dominante «canon y corpus» del sumiso «independiente», donde esté último se define por oposición a un yo, para que se convierta en ese otro . Pero, al fin y al cabo, al definirse en oposición a un yo termina dependiendo de mí y en esa tensión de dominación-sumisión, se encuentra el placer sexual de definir a la literatura según mis deseos, de adueñarme violentamente de un cuerpo que no es mío. Cuerpo que necesita romper con los patrones de dominancia para ser verdaderamente independiente -y no a título-. Cuyo discurso, lenguaje, materia, forma y todas las extremidades, órganos y células respondan a ese objetivo, a liberarse de la opresión y no a ser funcional a ella.
Yo, a gusto o disgusto de quien me lea, necesito escribir para liberarme de males que no podrían entender los críticos literarios elitistas. Escribo sobre mis sueños, mi subconsciente liberado de entramados sociales y morales. Donde algunos encuentran el deseo de adueñarse del objeto, mis pulsiones solo pueden tomar forma en la noche, muy lejos de mi discurso, muy incapaz de ser material para mi liberación. Había un gato en mi barrio que era de una bruja, según contaban las malas lenguas. Lo había rescatado un refugio, y fui su hogar de acogida por un día mientras se gestionaba su adopción. Esa noche tuve un sueño extraño:
Recostado sobre el reposabrazos del sillón, su pelaje oscuro se camuflaba en el tapizado de cuerina rasgada con manchas amorfas. Yacía acurrucado escondiendo sus patas bajo su cuerpo, aparentando estar dormido. Sin embargo, sus orejas altas se mantenían alerta a los sonidos que recorrían sigilosamente el departamento. Las ratas chillaban entre las paredes: rasgaban su interior, roían los conductos antiguos. Parecían burlarse de la quietud del felino paseando indiscriminadamente por los recovecos de la casa.
Dentro de la habitación, la mujer arqueaba su espalda mirando al techo, apoyando sus manos delicadas y enredándolas en los pelos del pecho masculino bajo ella. Subía, bajaba, contorsionaba su cuerpo de manera feroz y violenta, sin preocuparse por lastimarlo. Su pelo rubio, ya ondulado por el sudor, se pegaba a su espalda, también mojada. Las gordas y velludas manos del hombre apretujaban su pálida y pequeña cintura, siguiendo su movimiento. Subía. Bajaba. Violentamente. Al resbalarse el agarre llegaba a golpear sus brazos contra el borde de la cama de una plaza en la que apenas cabía. La madera amenazando con romperse crujía bajo el movimiento frenético, sus cuerpos chocaban con un sonido agudo y el cabezal golpeaba la pared rítmicamente. La iluminación cálida del velador en la mesa de luz acentuaba la parte derecha del cuerpo femenino: su busto prominente rebotando agresivo, su cintura con marcas del apretón, su cadera moviéndose ágilmente y sus muslos al costado de las piernas de él, apretándole. El cuerpo pálido acariciado suavemente por la luz tenue contrastaba fuertemente con el ropero antiguo de roble al fondo de la habitación. Gozaba de sí misma, lo ignoraba como si el fuera tan solo un espectador o, incluso, utilería.
El voluptuoso hombre respiraba agitadamente. Los movimientos de ella aumentaban progresivamente en ritmo y violencia. Las ratas chillaban entre las paredes y, a oídos de él, los gemidos parecían confundirse con risas malévolas, irónicas, sarcásticas, que comenzaban a burlarse de su vulnerabilidad. Ella bajaba, subía. Él se hundía en el colchón. Sus manos, que sostenían la cintura de la mujer, se rindieron quedando a ambos lados de su cuerpo. Entonces, liberada y en el apogeo de su excitación, bajó la cabeza y sus miradas se encontraron. Él sintió que, en el punto culminante del orgasmo, se producía un calor sofocante en el pecho, atravesando el centro de su cuerpo, clavándolo en la cama. Ese calor se expandió rápidamente como una explosión. Subiendo a su garganta, quemó las cuerdas vocales antes de poder pronunciar un grito de dolor, un pedido de auxilio, o un gemido. Sus mejillas se hundieron sobre sí misma, el incendio carbonizaba la piel dejando la carne a plena vista. Por un instante, se vio reflejado en los ojos de ella. El verde de sus ojos ya resultaba imperceptible al reflejar los colores cálidos del fuego.
Salió de la habitación directo a la cocina-comedor. Se escuchó entre las paredes el correr de las ratas hacia la habitación, y el maullar del gato desde el sillón convocó a la mujer. Ella lo respondió con una sonrisa cálida y se acostó a su lado. Acabados los chillidos de las ratas, fueron necesarios pocos minutos para que ambos se queden dormidos.