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Este fragmento pertenece a la novela distópica Inexorable, ambientada en el sudoeste bonaerense algunas décadas en el futuro y tras una guerra mundial nunca antes vista.
Troya Domínguez, el protagonista del capítulo, llega al desolador centro de Bahía Blanca, donde la Cobija Socialista limeña no tiene injerencia. también conocido como El Enviado del Padre en la Tierra encuentra a unos sádicos camuflados, mutilando médicos y enfermeros hasta la muerte. Luego de un duelo mata a uno de ellos, mientras les impide la salida.Después reduce a otro, pero, cuando va a defenderse del ataque de un tercero, uno de los enemigos heridos le sostiene el facón con sus manos desnudas.
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El supuesto monje no pareció amedrentarse por la caída del compañero y cargó contra Troya, que fue a levantar el facón para atacar, pero no pudo. Sin dejar de hacer ruido por la nariz, el grandote del brazo colgante soltó el escudo y sujetó el arma del limeño con la mano que le quedaba. Si el músculo en carne viva le generaba algún tipo de sufrimiento, lo careteaba como el mejor: era una de las grandes ventajas de estar drogado.
Sacando provecho, el otro chiflado atacó, con decisión y una fuerza que no se condecía con lo que se podía esperar de un hombre tan flaco. A puro reflejo, Domínguez giró sobre su eje y desvió el lanzazo con su escudo, que, sin la cobertura del poncho, hizo un crack estruendoso cuando una de sus tablas de madera salió volando contra la pared.
Por el impacto, el subteniente no pudo evitar caer al suelo, así que el loquito de la lanza y Ramiro Zavaleta aprovecharon la ocasión para huir. Mientras, el del respirar sonoro insultaba incoherentemente a Troya, sin soltarlo, pese a los golpes que este le propinaba desde el piso. Los otros chiflados ya estaban fuera del consultorio y no dieron señales de haberse encontrado con Mendoza y los refuerzos.
Luego de meditarlo medio segundo, el limeño decidió que capturaría vivo a alguno de los otros dos (preferentemente al hijo de puta de Ramiro) y le abrió la garganta a su rival, que, por fin, dejó de hacer el ruido sufriente por la nariz.No podía dejarlo suelto en plena delegación, por más malherido que estuviera.
Al salir a los pasillos, los chiflados ya no estaban. Tampoco el cabo bolivariano con cara de boludo, ni alguien que pudiera verificar la firma del difunto doctor Zavaleta, por lo que Troya Domínguez corrió hacia la salida ignorando a todo el mundo.
En la puerta, todo parecía igual que antes, más la presencia de Mendoza. El suboficial agnóstico parloteaba con alguien de Inteligencia y Legalidad, quizás por algo vinculado a la firma del médico. Por más que estuviera a cargo de la seguridad en la Delegación del Centro y que odiara al Enviado del Padre en la Tierra, el subteniente Domínguez tenía rango de oficial, y nadie duraba demasiado en la RSL desautorizando superiores. Al verlo llegar, el bolivariano lo ignoró con desprecio. Ninguna orden lo obligaba a ser simpático, o a tener que correr para ponerse a su disposición.
Apurado, buscó a Mendoza y lo consultó por los dos chiflados. El cabo balbuceó alguna cosa sobre el hijo del doctor Zavaleta y señaló, en dirección a la calle. Pese al hacha (y al ir acompañado por un supuesto médico armado con una lanza casera), ni él ni ningún otro parecieron sospechar de Ramiro, que tenía cara y pedigrí de un tipo incapaz que cometer terrible locura. El subteniente Domínguez le cruzó la cara de un bife al cabo Mendoza, ante las miradas de civiles y militares.
― Ramiro Zavaleta es enemigo ahora. Vení conmigo ―dijo Troya y salió corriendo, con el golpeado siguiéndole los pasos. Sin frenar le dedicó unas palabras a los soldados―. Alguien que entre al consultorio a ayudar a los heridos y otro que avise que la secta acaba de matar a dos médicos.
― ¿A quién le avisamos? ―le preguntó alguien a su espalda.
― A Yebra, a Lima, a todos ―le gritó Domínguez y se fue, sin darse vuelta para ver si le habían entendido la orden. El percutir de decenas de pies corriendo en todas las direcciones fue suficiente confirmación.
Al llegar a la esquina, el joven Troya Domínguez vio a los dos fugitivos que corrían a babear a punto de meterse en la Plaza del Sol, sobre calle O’Higgins. La mañana todavía no había calentado el aire, lo que rápidamente le hizo notar al subteniente canabinero que se había olvidado el poncho junto al escudo antidisturbios. Otra cagada a pedos del Gordo Yebra, que se comería cuando todo termine.
Pasos después, la preocupación tomó al Enviado por asalto. En dirección hacia donde corrían el parricida Zavaleta y el monje del gorrito colorido, decenas de personas se amontonaban contra un enorme edificio de varias plantas. Sobre dos mástiles ubicados en el segundo piso, ondeaban grandes pabellones albicelestes, con una cruz y un rebenque en lugar del sol. Troya Domínguez no conocía demasiado el mundo fuera de la Muralla, pero sabía perfectamente que esa era la insignia del Círculo Argentino de Bordeu.
― Vienen por la carne ―dijo una voz a sus espaldas y, al darse vuelta, el joven de brazos inmensamente largos vio al agnóstico suboficial bolivariano de la Delegación―. Lunes, miércoles y viernes se llena de gente que viene a la faena.
Sin dejar de acercarse, Troya notó también que el canabinero de la puerta venía con ellos. En total eran cuatro, contando al cabo Mendoza, y la actitud hacia el Enviado había variado de raíz. Se mostraban cooperadores y predispuestos, probablemente porque la captura de algún responsable morigeraría la dureza del sumario que se iban a comer por el atentado que se perpetró delante de sus inoperantes narices.
Cuando pisaron la Plaza del Sol, los fugitivos ya se habían mezclado entre el gentío lo que obligaba a tomar medidas urgentes. Contra la izquierda del lugar, había un sólido vallado de hierro y madera, que aislaba a las personas de una calle que aún conservaba el asfalto de preguerra bastante íntegro. El camino pavimentado desembocaba en una bajada, que se metía directamente en el sótano del edificio bordense. Una docena de uniformados del CAB se mantenían tras la división, empuñando armas de todo calibre, por lo que Domínguez desestimó que los chiflados fueran en esa dirección.
― Síganlos entre la gente ―ordenó el subteniente Troya al canabinero y al bolivariano de la puerta―. Mendoza, quedate conmigo.
La improvisada unidad se dividió y la escuadra del Enviado encaró hacia la derecha de la plaza, buscando un lugar alto desde donde seguir a los asesinos. Mendoza, el falto de talento, lo siguió obediente, justo cuando un alboroto empezó a desatarse entre el gentío.
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Presidente de Trafkintu (por el momento)