CAPITULO UNO
I
Caterín Altamiranda, nacida y criada en la guerra, fue sorprendida por una ansiedad que creyó no poder disimular. A lo lejos, tres kilómetros o más, se veían luces de antorchas y candiles, moviéndose al ritmo del galope de la Brigada de Frontera del Círculo Argentino de Bordeu. El resto, merced a las nubes que cubrían la luna y las estrellas, era pura oscuridad.
Según las órdenes, ella tenía que esperar el último control del día debajo de la torre de vigilancia, conocida por todos como el Molino de Alférez San Martín, por lo que se puso la mullida campera de colores refractarios y descendió por una escalera caracol, emparchada hasta lo imprudente. Junto a la puerta, se miró en el espejo regalado (un lujo para alguien de su círculo), para que se pusiera linda para Carlo. Se corrió el largo pelo castaño de su cara, para dejar al descubierto sus ojos, dispuestos a todo, y la cicatriz que le hicieron sus patrones, para poder nomenclarla con una sola mirada.
Arriba, en la cima de la atalaya, el techo y la salamandra aminoraban las heladas del invierno de los campos aledaños a Bahía Blanca. Por la llanura, el frío corría sin demasiados reparos, por lo que la nariz de Caterín comenzó a moquear, casi en simultáneo con su salida, minutos antes de la llegada de los chimangos.
El marrón de los uniformes de la policía rural de Bordeu les granjeó este apodo entre los docilizados rurales del Cuarto Círculo, aunque nadie los llamaba así delante de ellos a menos que quisiera tener problemas y, en sus pocos meses de estadía en las tierras de la cruz y el rebenque, la pequeña Altamiranda no había conocido a nadie que quisiera problemas con la Brigada de Frontera.
La rutina era que el jefe de unidad intercambie con cada puesto de vigilancia, por menor que fuera, sendos reportes, advertencias y sugerencias sobre lo que habían observado desde el último control. Después se saludarían y no se volverían a ver hasta que asomen las primeras luces del alba. El clima, por suerte, también promovía un trámite veloz. Después de semanas con los campos cuarteados por el sol y por el viento, las nubes casi negras habían deambulado por el cielo desde la tarde, al son del pampero. Cerca del atardecer, ya todo estaba oscuro, esperanzando a patrones y docilizados con ser más que cuatro gotas locas.
Caterín Altamiranda ya había repasado mentalmente sus palabras una docena de veces. «Ninguna novedad, señor. Ni humanos, ni perros, ni otros animales». Era importante aclararlo porque, si no, le sacudirían con la lista de animales que el Círculo Argentino de Bordeu consideraba una amenaza y ella sabía que, para no levantar sospechas en el chimango en jefe, lo mejor era acortar el diálogo lo más posible.
Después, los policías fronterizos del CAB seguirían las habituales advertencias de la unidad. Algún zorro que se les escapó, una manada de perros que oyeron en tal lado o, de vez en cuando, algún humano hambriento, desesperadamente convencido de que era menos peligroso robarle un ternero al Círculo Argentino de Bordeu que a la Resistencia Socialista Limeña. «Estaré atenta, señor», sería la respuesta de Altamiranda en cualquier caso. Finalmente, se saludarían (era importante que no se olvidará del «señor» al momento de saludar) y ella se quedaría sola para prepararse para los dos hombres que esperaba esa noche.
Por desgracia, cuando la unidad estuvo lo suficientemente cerca, Altamiranda distinguió al Tigre. Así le decían todos. Así figuraba escrito en su uniforme y en los documentos oficiales. Así lo nombraba Caterín, cuando hablaba de él con otros docilizados. Tigre. Su pelo, teñido de un amarillo que no existía en la naturaleza, parecía un faro que llamaba la atención. Y, como con un faro, había que prestarle atención, pero evitar chocárselo.
Ninguna de las fuerzas de seguridad del Círculo de Bordeu se caracterizaba por su respeto por los docilizados, las mujeres o la humanidad en general, y la Brigada de Frontera era de lo peorcito. Entre estos, y pese a la abundante competencia, el Batallón VII de Infantería “Orden y Patria”, fundada y comandada desde siempre por El Tigre, se había hecho una fama cruel por su desconfianza y sus interrogatorios.
Caterín, como la mayoría de los perejiles que abandonaron la Resistencia Socialista Limeña con el coronel Molteni, pertenecía al Cuarto y último Círculo de Bordeu, y no podía discernir que le asustaba más, si la muerte por traición o la tortura que el chimango utilizaría para sonsacarle información. Un relámpago lejano anticipó un tronar, que sonó mucho más cerca de lo que se esperaba.
Dos meses atrás, con trece años recién cumplidos, Caterín Altamiranda meditaba sobre qué rol ocupar dentro de la Cobija Socialista del General Manuel Lima. La mayoría de edad en la RSL empezaba a los quince años, así que el tiempo estaba dos años de su lado. Sus dudas pasaban por ser enfermera o seguir los pasos de su padre, en la Brigada de Fauna (aunque la especialidad de él eran los caballos y a ella le gustaban más los perros).
Sin embargo, el genio de Santiago Altamiranda, su amado y respetadísimo progenitor, no tuvo mejor idea que conspirar contra el Inexorable y toda su Resistencia Socialista. El pacto, firmado en sepulcral secreto con un encumbrado miembro del Círculo Argentino de Bordeu, incluía mantener los rangos y honores que los advenedizos tenían en la RSL. A los oficiales como el teniente Altamiranda, les tocaba un lugar en el Segundo Círculo, el mejor lugar al que podía aspirar alguien en el CAB, que no fuera de familia patricia.
El Segundo Círculo seguramente tendría mejores condiciones de vida que la Cobija Socialista, pero el acuerdo hecho sobre una traición se pagó con más traición y los Altamiranda, así como todos los oficiales con excepción de Ardiles, el viejo jefe de espías limeño, el coronel Salvador Molteni y algunos más, terminaron en el Tercer Círculo. Casi nadie protestó. Todos sabían lo que Lima hacía con los fementidos y el Círculo Argentino de Bordeu era el único lugar que conocían donde su mano no podría ingresar sin desatar una guerra civil.
Caterín Altamiranda, en cambio, no pudo evitar quejarse en público por la promesa incumplida, y ahí fue cuando los policías de Bordeu se dieron cuenta. A diferencia de lo que pasaba en la RSL su ley definía en trece años la mayoría de edad y, por tanto, Caterín podía empuñar un arma, trabajar o ser juzgada bajo las mismas condiciones que un adulto.
Acto seguido, la separaron de su padre, desplazada al Cuarto y último Círculo, junto con todos los traidores que no tenían un rango acorde para convivir con los niveles superiores. Santiago Altamiranda se hizo el boludo como el mejor, temiendo perder sus mínimos privilegios. La pequeña Caterín sintió hacia él un odio corrosivo y perenne, pero no podía decir que se haya sorprendido, ya que siempre lo había considerado un cagón.
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