Cada uno se maneja como puede. A los miembros de este humilde cuarteto, la falta de esperanzas nos genera una ansiedad especial que gente viciosa como nosotros sólo puede sublimar mediante algún consumo compulsivo.

Ariel tiene su chop de cerveza en la mano, como pegado con Poxipol. Es imposible saber cuántas veces se llenó ese recipiente. Rafael arguye “tempranismo” para el alcohol y se ceba un mate tras otro, estoico ante el dudoso sabor de esa yerba opaca. El Tino fuma nerviosos puchos con su ritual: dejar el cigarro por la mitad, apagándolo en el cenicero, para prenderlo de dos a cinco minutos más tarde y, ahí sí, pitarlo hasta el final. Siempre dijo que así le duraban más. Yo, por supuesto, también fumo. De mi cosecha especial. La que me impulsó a escribir estas líneas.

La desesperanza radica esencialmente en que se trata del cumpleaños de Rafael, un cocainómano aficionado, y todas nuestras puntas para darle su impúdico gusto parecen haberse esfumado tanto de la faz de la Tierra como del Infierno, al que como tantas veces fuimos buscando narcóticas aventuras.

Incluso tanteamos en el Cielo, con la mujer de un juez que trabaja con el Tino, pero no hubo caso. Nadie en toda la ciudad de Bahía Blanca parece tener ni medio gramo de benzoilmetilecgonina y eso, sin dudas, es algo muy extraño.

Cuando hablamos de aventuras narcóticas, tratándose del amargo social de Rafael, sabemos que la noche ideal se reduce a sentarnos en una mesa a jugar al póker por un minúsculo pero simbólico billete, con un plato lleno de merca pasando de mano en mano, abundantes y variadas cantidades de alcohol y, por supuesto, su repertorio musical infaltable, colocado en estricto MP3 reproducido en sus parlantes, marca “no sé qué pero suena a alemán”, de las nuevas figuras del trap nacional.

Sin embargo, a la noche ideal le va a faltar el plato lleno de merca y eso, tratándose de gente viciosa como nosotros, es suficiente motivo para la desesperanza y el aburrimiento más letal. De fondo, unos comentaristas de fútbol debaten acaloradamente, tras un partido que ya nos chupaba un huevo cuando se estaba jugando. En la heladera, unas pizzas listas esperan para meterse al horno y solucionar nuestras necesidades estomacales en veinte simplones minutos. Ni siquiera tenemos el ritual del asado como para despabilarnos con algo de mística.

Sólo el eterno lamento por lo que no va a ocurrir.

Capaz que llama el amigo del Tucán -dice el Tino y ninguno de los tres amaga siquiera a pincharle la ilusión, rémora de la tristeza más profunda.

Si el cumpleaños fuera de alguno de los otros tres, bueno. Algo inventaríamos. Alguna salidita exótica, juntar personas de distintos entornos para experimentar socialmente con la mezcla, apelar a mi novia o a la de Ariel para que traigan algunas amigas.

Pero con Rafael, todas esas opciones son sinónimo de participar de una especie de orden mundial del que él ha decidido mantenerse apartado. Nosotros tres, siempre especulamos, debemos tener anticuerpos contra ese sistema macabro, que ganamos al transcurrir la infancia con él, y por eso se digna a compartir con nosotros su cumpleaños. De repente, suena la puerta. Varios golpes con vehemencia, que no pueden anticipar una charla tranquila. Nuestros ojos se buscan en algún lugar de la incertidumbre. De golpe los ojos del Tino se iluminan.

¡El amigo del Tucán! – grita mientras vuelve a sonar otra ráfaga de golpes contra la entrada.

Rafael se para con algo de expectativa y abre la puerta sin preguntar. De un manotazo lo sientan de culo en el suelo. Son tres extraños, con armas de distintos calibres. Uno parece tener un uniforme policial. Uno de los tres extraños me mira, levanta su arma contra mí y dispara tan rápido que no llego a escribir estas líneas finales. 

Aclaración

Este ensayo literario me quedó afuera de mi selección para la antología Alrededor del juego, que pueden comprar acá y que tiene cinco cuentos míos más los quintetos de otros 12 autores.