Voy a tu cubículo, te pido una carpeta que te presté hace días y te miro bien la cara a ver qué aparece. Nada sincero. Me relatás el recorrido de la carpeta desde que estuvo en tus manos y a la vez escapás a un cubículo lejano. Te vas pero no dejás de dar explicaciones, tu voz a la distancia se vuelve más aguda todavía, hiriente, es un fenómeno acústico que te deshumaniza. Espero y miro las fotos que decoran tus paredes falsas. La que más me molesta de todas es sepia, retrata a tus tres hijos forzando sonrisas con mayor o menor éxito, según sus edades. Esa la sacó un profesional, te escucho decir porque ya estás de vuelta atrás mío demasiado cerca para que se sienta normal. Claro se nota, respondo, y me das una carpeta bordó mientras un escalofrío recorre mi esqueleto.
Trabajar en un cubículo es provisorio para mí, me lo sigo prometiendo. Acá no les dicen cubículos, muchos no les dicen de ninguna manera. Perdieron la necesidad de nombrarlos y yo estoy al borde de eso, me doy cuenta. Cada vez más seguido bajo la guardia y se me reconfiguran el espacio, las personas, hasta mi ropa, mi cuerpo. Me topo con el vidrio de la puerta de una oficina de verdad y el reflejo de mi cara me pone en alerta. Por qué sonrío? Golpeo y me hacen pasar.
Me recibe una señora con una sonrisa muy distinta a la mía, como de implante dental nuevo, ahí siempre hay algo que se pasa de reluciente y te espanta. Gracias corazón, me dice como un robot cuando le doy la carpeta. Su agarre se ve poco natural, no tanto por las uñas largas con glitter, hay repugnancia en sus movimientos, una resistencia a que existan objetos como las carpetas bordó.
La información impresa en papel se arruga, se pierde, colecciona pegajosidades. Polvillo, mundo ácaro bajo llave en una habitación oscura, romanticismo y humedad.
Ya es de noche y me enfrento a netflics, no logro elegir qué ver. Cambio a modo de televisión normal y hago zapping. Mucho mejor, veo todo y veo nada, me convierto en el zombi mayormente pasivo que negocia fácil con los payasos y los monstruos de la tele. Me duermo con las voces de fondo y la música televisiva que es mi canción de cuna perfecta. Dormirse es fácil, levantarse puede ser difícil, viste que ni bien abrís los ojos empiezan los reclamos. Uno por uno los voy a ir repasando frente al espejo mientras evalúo mi cara en un hábito destructivo que cada vez me lleva más tiempo.
Avanzado el día estoy de nuevo en situación de mirar la foto sepia y sentir tu presencia psicópata. Tus zapatos casi me están tocando, son de color verde agua, punta redonda, con un adorno de strass. Una nena jugando a que es grande elegiría justo esos zapatos. Les dediqué una mirada furtiva y entendí algo, tus zapatos acentúan tu docilidad. No solamente esos, todos los zapatos que tenés. Sos un ser mitológico tipo fauno, con patas de niña, cuerpo de maniquí y un cerebro complejo de ave de rapiña y mascota sumisa. Conversamos un poco sobre tus hijos, es casi el único tema extra laboral que tratamos, hasta qué punto es cortesía no lo sé, a veces me importa lo que te pasa.
Como esa misma tarde, paso cerca tuyo y hablás por teléfono conmovida, oscilando entre el secreto y el grito. Parece que implorás, que te rendís, pero cruzamos miradas y sos una fiera territorial. La media hora siguiente estás inquieta, hacés sonar tus zapatitos infantiles por toda la extensión de la fortaleza de cubículos, das lástima. Trato de acercarme en plan empático y la distancia no lineal que siempre nos separa creció, metros y metros enrollados tipo intestino delgado. Estamos lejos aunque me estés tocando con la punta de tus zapatos. Insisto, veo cosas que nunca antes, tus ojos redondos marrones me hacen pensar en vida mamífera salvaje, documentales sobre osos, una cosa primitiva de códigos anterior a lo humano. Al fin se rompe una compuerta y todo eso que contenía sale a modo de confesión desesperada. Tu marido con otra mujer, el pedido de divorcio a la vez que a tu hijo menor le descubren hipoacusia, el acv de tu mamá, del que ya me habías podido hablar pero sin los detalles de miseria familiar. Tu acidez crónica que es un volcán andando a medias, te vas como llenando de lava pero también te tortura la amenaza de un estallido serio. Y capaz preferís que explote todo, decís, y quedás vacía.
Después te da miedo y estás un rato juntando los pedazos del desastre, avergonzada, justificando cosas. Y al otro día, obvio, es como si nada hubiera pasado. Sos el fauno feroz de zapatos, perdiendo el equilibrio a escondidas, planeando maldades, suplicando reconocimiento o como mínimo aceptación.
En el zapping de la noche me detengo en una mujer de la tele chatarra que llegó a cierta edad y tuvo que decidir: ser vieja o ser monstruo. La vejez es una afección quirúrgica. Se extirpa, más o menos, o se estira, o se rellena. El resultado es monstruoso pero todos aplauden.