Era de noche, tipo once y media, y caminábamos por la ruta que llevaba a casa. A esa hora ya no hay más transporte que algún buen ciudadano nocturno que se digne a acercar a dos jóvenes un par de kilómetros, pero incluso los ciudadanos nocturnos son pocos, y los buenos aún más. No quedaba otra que caminar los cuatro kilómetros que nos separaban de la cabaña cargando ambas mochilas y un bolso de mano, pues mi compañero recién llegaba de Buenos Aires.
La noche cerrada, sin luna, apenas dejaba ver nuestro siguiente paso y el silencio de una discusión sin terminar caía sobre nosotros como la humedad propia de las horas de oscuridad. Una brisa ocasional agitaba las hojas de los abetos y álamos de los costados de la ruta asfaltada, resaltando nuestra ausencia de palabras.
La ira y la bronca era como un fuego, ardiendo y consumiendo todos mis pensamientos, transformándolos en oraciones que, si saliesen de mi boca, serían cuchillas de brasas, pero mordía mi labio para no lastimar.
Todavía quedaban dos kilómetros de silencio enojado, de oraciones no dichas y de palabras no pronunciadas.
Pero él acaba de llegar. Hace meses que no lo veía y, posiblemente, pasarían meses hasta que pueda verlo de nuevo. No podía perderme el sonido de su risa en vivo y en directo por una pelea sin sentido que sí podía tener cuando no nos viéramos las caras. Decidí, entonces, que dejaría el enojo en un costado de mi cabeza y trataría de animar el ambiente. Ya habría tiempo para eso después.
— ¿Te conté la leyenda del maquinchao? —le dije recordando cómo le había hecho creer que en la Patagonia comíamos corteza para curar la cefalea.
Lo vi negar en la oscuridad.
— Bueno, es poco conocida, pero me la enseñaron en la escuela. Se trata de un espíritu que tiene una forma normalmente felina, o al menos eso dicen. Es de color negro como la noche y en su pelaje a veces relucen las estrellas. Tiene los ojos teñidos de fuego —vi de reojo como me miró con interés—. Pero no hay que acercarse. En realidad, si se te aparece debes huir. El maquinchao se acerca a las personas que están consumidas por la ira y la bronca y les roba el alma a través de los ojos. Salta sobre ti y te clava unas garras espectrales que te arrancan la vista, pero no la cara. Por eso se dice que la ira te ciega y te hace actuar mal, y que no hay que salir enojado y solo.
Sentí su mirada cargada de miedo deslizarse entre los abetos y la ruta, sumergida en esa oscuridad profunda propia de la falta de alumbrado público. Se acercó más a mí, lo que me dio entre ternura sabiendo que es alguien más alto y más corpulento. Contuve la risa todo lo que pude, pero finalmente no resistí más y, merecidamente, recibí un sopapo en la nuca.
— ¿¡Cómo me vas a joder con esas cosas, pelotudo!? —me dijo en un punto medio entre la ira y la indignación—. Sabés que le tengo miedo a la oscuridad, tarado.
Mis carcajadas se perdieron entre la línea de álamos cortados para seguir viajando por las plantaciones de frutilla, y él empezó a reírse también. Le dije que no tenía que creer todas las pelotudeces que le contaba, que Maquinchao es el nombre del un pueblo de la línea sur, y que en esta región no hay tantas cosas que quieran devorarte el alma. Incluso inventé más criaturas por el kilómetro y medio que nos quedaba de camino.
Al doblar en la entrada de casa, me detuve un momento bajo el manzano a mirar el callejón iluminado por un único foco titilante. Dentro de la oscuridad de la calle una sombra cubierta de estrellas me devolvió la mirada a través de dos llamas. Un escalofrío recorrió mi espalda y volví a reírme, nervioso. Aquello volvió a la noche y yo volví a mi casa, donde nos esperaban con la cena lista. Sin embargo, mientras cenaba y recordaba aquella discusión, no pude sacarme de encima la sensación de dos fuegos que me miraban a través de la ventana.