No tengo papá

Hoy escribo desde el dolor de la ausencia elegida. Desde el dolor de la resignación de no seguir intentando, de no seguir peleando. Quizás no deberías seguir leyendo esto si hoy es un día malo.

Este historia, seguramente, es menos grave que otras, menos dolorosa y menos angustiosa. No es una historia mala, es simplemente una historia triste.

Yo tenía un papá, uno de esos de las películas lindas, para toda la familia. Probablemente protagonizada por Robin Williams o algún actor así, con cara de bueno, pero serio por dentro. Era de esos que te leían cuentos a la noche o te inventaban cualquier historia con tal de hacerte reír. Que podía escucharte por horas cuando hablabas de tus delirios de niño. O que te enseñaba karate para que te defiendas de ese pendejo que te hacía volver con la nariz sangrando desde la escuela. Que estaba ahí ante las terribles pesadillas.

Quizás mi memoria nostálgica idealiza lo que era mi papá, quizás era mucho menos que todo eso, pero hoy en día no tengo quejas sobre él. Quizás estuvo mal en muchas, muchísimas cosas conmigo y su otro hijo, mi hermano, pero no lo recuerdo hoy. Quizás nos dejaba encerrados en el auto por horas mientras él iba a trabajar, o directamente solos por días, semanas enteras cuando viajaba a otra ciudad por un trabajo donde no le pagaban. Quizás muchas veces no estuvo ahí cuando lo necesité, con lágrimas de soledad desbordando mis ojos.

Quizás era malo, un mal papá.

Pero hoy en día ya no lo tengo. Ni malo ni bueno. Simplemente ya no está.

Un día decidió que yo no era más su hijo y no volvió a hablarme. Me acusó de cosas que no hice, me llamó por palabras que no soy y me expulsó de su vida, como si nunca hubiese existido. Todavía no entiendo el por qué, o quizás sí, pero no quiero verlo, no quiero oírlo y no quiero pensarlo. Quizás era un terrible hijo, el peor que cualquier padre podía pensar y se hartó de mí. Nunca me consideré así, pero uno, normalmente, se juzga con mejores ojos de lo que en verdad es.

Trataba de no causar problemas. Nunca quejarme del frío, del hambre y de tener que caminar y caminar para moverme. De cargar con deudas que no eran mías, de ir a la escuela a medio congelar y guardarme la fruta del postre para la merienda que no iba a tener. Quizás no le gustaba que me vaya bien en la escuela, que tuviera una pareja que me apoyaba en todo y que tampoco causara problemas. Quizás no le gustaba que no me queje y que simplemente haga. No lo sé. Realmente no lo sé.

Mucho tiempo esperé su mensaje de perdón, de reconciliación. Mucho tiempo le hablé buscando ver su rostro una vez más, pero las respuestas eran evasivas, huidizas, cobardes. Mucho tiempo esperé su llamado, o cruzármelo en las calles del pueblo chico donde vivo. Pero nada de eso ha pasado. Mi vida avanzó, hoy estoy en la facultad, más cerca que antes de recibirme, en otra carrera, en otra vida, y él no sabe nada de mí. Quizás es mejor así, quizás es mejor que no sepa. Tiene que ser mejor así.

Hoy me he rendido. Hoy dejo de esperar por algo que nunca llegará. Finalmente he elegido su ausencia, como él ha elegido mi olvido. Sin embargo, el dolor de la ausencia elegida se parece mucho al del olvido.

Hoy no tengo papá. Me echó cuando cumplí dieciocho años, y sigo preguntándome por qué. Quizás fue lo mejor, porque hoy no soy la misma persona, ni el mismo hijo. Quizás es mejor. Tiene que ser mejor, porque ya no tengo opción.

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