En estos días comienza una nueva edición del mundial de escritura organizado por Santiago Llach. Participé por primera vez en la edición pasada, junto a un grupo hermoso que conocí en twitter: Equipo Petirrojo. Este cuento que les traigo hoy surgió una madrugada en el marco del Mundial. Espero que lo disfruten. 

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Nací un 18 de febrero de 1996. Mis padres, por una tradición familiar, me bautizaron Lara. Así también se llamaban mi abuela, mi madre, mis tías. Lara María, Azucena Lara, Juana Lara, Lara Delia y finalmente había llegado yo para ser el último eslabón: simplemente Lara.

A diferencia de otros bebés, así como mis ancestras, no lloré al momento de llegar. Según el relato de mi madre, solamente giré la cabeza hacia la ventana que estaba en lo alto, donde una luz tenue se filtraba. Quizás, desde ese tiempo, a modo de anticipación, busqué un lenguaje esperanzador que estuviera más allá de lo que se pudiera pronunciar o escuchar. Es que, de tanto observar la danza de la arena frente al sol, aprendí a memorizar los movimientos que podía hacer cada granito al caer de la repisa. Otra lengua, además del silencio, no fui capaz de conocer hasta que cumplí 18.

Toda mi familia nació muda, por ende, yo también. No sé si es por una cuestión natural, o por algo que estaba destinado a ser así, pero la cuestión era esa y parecía que no iba a cambiar nunca. De este modo, como si mi vida fuera un paréntesis, crecí. El habla era el único sentido que, en principio, no me había dejado Dios cuando me creó. Sin embargo, en el traslado de la muerte a la existencia, había podido conservar los demás sentidos – incluso la intuición.

Toda mi infancia fue puertas adentro. Me enseñaron el lenguaje de señas desde temprano hasta que se convirtió en mi arma diaria. El mundo, en las manos de mis padres, era representado como un jardín enrejado que, más allá del portón, desaparecía. La felicidad estaba en la observación del movimiento que recreaban la flora, la fauna y los astros. En una lucha constante, las flores y los animales se enfrentaban al sol, hasta que el mismo se cansaba y apagaba la tierra por un rato. Todos estos cuentos habían pasado de mano en mano por mi familia hasta que llegaron a mí, que aprendí a dibujar batallas en el aire.

En casa vivíamos todos aquellos que nombré antes: mi papá, mi mamá, mi abuela y mis tías. En algún momento, mi abuelo, también había convivido con nosotros. Sin embargo, un día, abrió el portón del jardín y desapareció. O por lo menos ese es mi recuerdo: cuando uno es pequeño, puede imaginar hasta aquello que es imposible de narrar. Pero tengo la imagen permanente de un hombre canoso caminando hacia el umbral y fundiéndose en la luz del más allá, como aquella leyenda que una vez me contaron cuando no podía dormir.

Ciertamente, vivíamos en un campo pequeño a unos kilómetros de la ciudad, por lo cual todos mis familiares fueron parte de mi proceso educativo. No sólo me enseñaron a leer y cultivar, sino también a tallar los símbolos sagrados en la madera recién cortada: anotaba cada desplazamiento que hacían las estrellas, cada movimiento que hacían los planetas, cada luz que se apagaba, cada sombra que titilaba. Así fue hasta que con solo 18 años pude predecir el eclipse lunar de Acuario, que me llevó a la revelación.

 Un día, mientras anotaba cómo el sol se ocultaba, escuché que los perros ladraban en los bordes de la estancia. Me aferré al punzón asustada como si fuera el arma de la salvación. Los cerezos se sacudieron por la mano de un hombre y por el viento. De repente, alguien corría hacia el más allá, como lo había hecho aquél anciano canoso de mis sueños, como un cervatillo escapando del peligro. Y no pude más que seguirlo hasta la puerta, con el corazón masacrándome el pecho por la agitación, por el miedo, por la excitación.

Una luz roja y azul se incendió frente a mis ojos. El hombre se detuvo, elevando las manos en alto, como si estuviera rezando o haciendo un sacrificio – el mismo gesto era para mí. Entonces, sucedió: un sonido extraño explotó desde su boca: “¡No disparen! Estoy desarmado” entendí que había dicho después. En ese momento, del otro lado del portón, las balas atravesaron la reja y grité por primera vez.

Así fue como la muerte me enseñó a hablar.