Quien escribe lo hace porque no tiene otra cosa más que hacer: su cerebro enfermo solo comprende entre letras. Mi cerebro aun no entiende sobre esto; o si bien lo entiende no lo aplica con esa naturalidad total que solo logran las personas excepcionales. Por eso a veces me duele olvidarme de mí cuando escribo para nadie aspirando bien a no sé qué.
Creo también, que para crear debes de haber vivido lo suficiente, y creo no haber vivido aún lo suficiente. Tener algo que decir y transformar la experiencia en literatura: no son polos opuestos, sino cualidades complementarias. O bien se puede hacer de la experiencia algo rutilante: cómo Donald Ray Pollock en “The devil all time”, o bien; ser un ser excepcionalmente creativo cómo para poder escribir sobre una nueva realidad, cómo lo hizo Ray Bradbury en “Fahrenheit 451”.
Personalmente, me encanta leer sobre la vida de los escritores previo a lograr lo que lograron.
Por ejemplo: Donald Ray Pollock trabajó durante casi 30 años en una empresa faenadora de carne en el pequeño pueblo en el que nació. Solamente comenzó a escribir literatura cuando cumplió 52 años. A esa edad publicó por primera vez una novela que se adaptó al cine en la plataforma de Netflix (película tan genial como su libro). Casi alegóricamente, Pollock en función de toda la experiencia y la crueldad sureña, escribe sobre situaciones y personajes torcidos y oscuros, con los que se ha encontrado durante toda su vida, y qué según su criterio; son personajes que ni siquiera representan una parcela real de esa condición humana.
Ray Bradbury tuvo otra suerte: siempre supo lo que quiso hacer en vida y lo hizo de forma fantástica. Recuerdo haber leído que a Fahrenheit lo escribió en condiciones muy limitantes. Bradbury trabajaba en un lugar en donde lo explotaban, tenía una hija y una esposa y un pequeño departamento el cual mantener. Vivía ajustado con la plata, y por el solo hecho de no resignarse a escribir fue condescendiente de su propia pobreza (e hizo bien). En sus tiempos de ocio visitaba una biblioteca; y en una de sus visitas se enteró que por un par de monedas se alquilaban máquinas de escribir por hora. Todos los días alquilaba durante dos horas una máquina de escribir y allí mismo nació Fahrenheit; en un lapso de tres o cinco o siete meses terminó el escrito. Fahrenheit fue rechazado por más de veinte editoriales porque creían que no iba a vender. Solamente una muy pequeña decidió editarlo, pagándole algo de 500 dólares a nuestro escritor. El resto es historia.
Ahora debo ser sincero: ignoro la vida, la fecha de nacimiento y el día en que murió la persona sobre quién voy a escribir a continuación. En este caso, me parece más válido haberlo conocido por todas las cosas que leí de él, que por recordar una pobre biografía objetivamente desinteresada.
Él se llamaba Osvaldo Soriano y escribió: “Una sombra ya pronto serás”. La novela me gustó mucho, porque creo que es una especie de alegoría para la gente perdida: es decir, para quien no tiene a donde ir. La historia se concentra en un protagonista sin nombre; algo así como un Siddhartha bien criollo con el corazón cansado en la época del post-peronismo. «Una sombra ya pronto serás» puede ser una especie de argentinización de lo que sería “In the road” de Jack Kerouac, con ese espíritu Beatnik pero sin la necesidad de alcanzar el Nirvana, es decir; la historia se desarrolla sin los estímulos propios que se originan a partir del misterio del espíritu. La racionalidad, y el realismo es lo que gana terreno de forma alevosa en esta novela. El espíritu acá se reemplaza por la astucia: por la viveza argentina y racional de hacer algo de nuestras vidas, de improvisar una última maniobra: aunque no tengamos ni un peso, ni una dirección, ni siquiera un plan. Me pareció hermoso porque es familiar, y me pareció familiar porque es posible: todos los personajes que lo contienen suelen ser gente en la que nadie quiere convertirse, pero más allá de la fantasía que nos crea nuestra propia mente, ellos son quienes podríamos ser, y eso es lo más duro. En un mundo enfermo dónde no hay espacios para ingenieros en computación, casineros, peronistas, militares, cirqueros, adivinas, ni paisanos; ahí mismo se desarrolla esta historia, entre el vértigo y la soledad de personajes entrañablemente patéticos. Nuestro protagonista no tiene nombre, ni tiene una dirección, no sabe a dónde ir o que hacer. Solamente vaga, y se vuelve un fantasma entre alguna ruta argentina. Visita un pueblo, merienda café con criollitas, lo muerde un perro, ningunea a los pueblerinos, juega al truco, extraña a su hija, canta “falta envido” apostando sus recuerdos, conoce gente en la ruta a quién luego abandona; gente que está igual de perdida que él aunque ni lo reconozcan. Acá no hay espacio para la reflexión, ni para un triunfo épico: sino para una acción desinteresada, aunque a pesar de su desinterés; resulta ser profundamente conmovedora. Sin embargo, más allá de todo, se dice algo en voz de un personaje llamado Coluccini, algo que es crucial: no aprietes el freno, e improvisa una última maniobra.
“l’avventura è finita”