He estado lo suficientemente sola como para entender que nadie me pertenece y a nadie pertenezco. Incluso cuando creí que podría despojarme de todo excepto de mí misma, y por lo tanto mi vida sí era mía, lo único privado por naturaleza. Incluso entonces estaba equivocada, porque no fue sino hasta que me libré de ella, que logré llevar hasta el extremo esa necesidad de des posesión aniquilando la norma tan calada en nuestro aprendizaje como propiedad, como tener siquiera lo mínimo, una roca, un puñado de tierra, cuando comprendí que «nada» y «todo» no siempre son extremos distantes. Basta con pensar en la oscuridad, que es la «nada» absoluta de nuestros ojos. Ella es ausencia pero también libertad. Nadie me ve, a nadie veo, nada tengo, nada necesito. Y allí donde desaparece el corpus estalla la mente. Allí, mundo oscuro, una está constantemente rumiando ideas, parafraseándose y refutándose en una dialéctica permanente. Lo que otros llaman introspección pero despojado de sentido místico. Viscerales, así somos. No es que sea la oscuridad la fuente de todas las respuestas pero bastante se acerca, al menos, a la pregunta que una se hace constantemente, cualquiera sea. Y al mismo tiempo, cualquier respuesta por más parcial que fuere nos acercaría un poco más a nuestro oro-detrás-del-arcoíris, el autoconocimiento. Pero esa es otra historia, más larga de contar. La cuestión es que la oscuridad no hace desaparecer cosas, las crea, de manera permanente, se inmortaliza, es esa frase, la del principio «Nadie me pertenece», nadie, nadie. Por cierto que alguna vez me dijeron que no había querido lo suficiente. La pregunta. La oscuridad me estaba esperando.