¿Qué es para usted un poeta, Juan?
Claro… la pregunta es grave porque, si nos remontamos a las primeras expresiones -cuando la poesía era asumida por el «vate» o «cantor», el intérprete de la comunidad- entonces tenía que ver con cierta sabiduría o intuición natural de los pueblos, cuando todavía no se había producido la división del trabajo.
¿Entonces?
Si nos remitimos a esa fecha, claro, la poesía era la voz de la comunidad, pero en un sentido que trascendía la relación con los intereses inmediatos, que relacionaba a esa comunidad con todo lo que era operante en ella, quiero decir, cierta dependencia con todo el universo. En ese sentido podemos decir que el poeta es la voz de un pueblo. Si pienso al poeta en todas sus figuras o funciones, no es lo que ahora entendemos y acentuamos como sus relaciones con el entorno social o nacional ¿no? Aunque, claro, también tenía funciones casi religiosas, el poeta era el hombre que comunicaba con un poder o instancia superior…
Y la poesía venía a ser una manera de poner en marcha una serie de operaciones que servían para el conocimiento y la identificación con las fuerzas del mundo en un sentido, diríamos, mágico…
Allí comenzó lo que ahora señalamos como «magia» de la palabra, lo que va más allá de la pura significación y alude a ciertos poderes que no son los del significado estricto. La palabra era lo que Mallarmé señala como el nombre, lo que en la cultura hebrea se llamó el verbo y que se refería al génesis, a la creación…
Hoy estamos bastante alejados de ese concepto, ¿verdad Juan? ¿Cuál es su experiencia personal como poeta? Una vez se definió como un «vigílico», alguien que está en vigilia, que está alerta…
Yo me refería a dos estados: de vigilia y de lo otro, que aparece como oponente pero que no lo es, el sueño. El poeta es un descubridor que pone en función todas sus potencialidades intelectuales pero en una tensión muy especial, en la que esa misma razón -que es patrimonio de todos- está como diríamos «ardiendo» y en otra dimensión que va más allá de la razón. La poesía es vigilia en cuanto es descubrimiento de cierta zona a la que no puede acceder el conocimiento común o racional. Entonces queda ese modo de aprehensión previa, una disposición especial, cierta apertura que está muy bien expresada en la doctrina Zen, ese vacío previo para que las cosas, el universo, la realidad, impregnen la sensibilidad o el alma, como quiera llamarse… Y la poesía es también enajenación, éxtasis, sueño, en cuanto tiene que despersonalizarse para poder aprehender eso que es -en cierto modo- inefable. John Keats decía que el poeta estaba siempre perdiéndose, porque al nombrar cualquier cosa de la realidad tenía que identificarse con ella. Pero eso, a lo largo de la historia de la poesía ha habido como un movimiento pendular entre el éxtasis -como en el misticismo- y la tensión hacia la realidad.
¿Y si lo relaciona con su experiencia personal, Juan? Usted podría decir que esos estados no bastan por sí mismos, ya que usted ha consagrado su vida a consignarlos en palabras…
Sí. Porque estamos muy lejos de la vida de esas comunidades. Claro, yo siento que el ideal es ése; siempre me obsesiona cómo tenemos que buscar a través de todos los intersticios de la realidad esos momentos en los que comunicamos con algo que para esos pueblos era tan fácil como respirar. La vez pasada leí en Planeta que un francés fue a un pueblo de la Malasia que vive en una etapa equiparable a la Edad de Piedra: este hombre aprendió el idioma y entró en relación con uno de los sobrevivientes de esa comunidad, ganó su confianza y pudo conversar y hacerle preguntas. Bueno, asombra la facilidad que uno encuentra en ese aborigen para responder a preguntas con un alto grado de abstracción sobre el ser, la existencia, la nada, la muerte, como podría haberlo hehco un Kant, un Hegel o un Heidegger. ¡Una comunidad sobreviviente de la Edad de Piedra, fíjese!
¿Es viable el intento de rescatar para el relato la posibilidad del lenguaje poético, Juan? Quiero decir, contar historias tendiendo a unir esos momentos privilegiados y únicos y que finalmente historia y experiencia poética sean una totalidad…
También ahí está la aventura… La sorpresa, los meandros, el tejido de la realidad pueden estar en ciertos estados que se desarrollan y se aventuran en esas zonas. La aventura podría estar, por ejemplo, en la captación de esas zonas o la aproximación a ellas… Así que es posible hablar de lenguaje poético cuando es utilizado de una manera, diríamos -claro, hay que hablar de una forma en cierto modo religiosa- equivalente a la «iluminación» … Es decir, se carga tanto, pone en función tantas virtualidades fonéticas, rítmicas y conceptuales, que paradójicamente -y a la vez- se hace transparente. Y por hacerse casi inexistente recibe ciertas esencias, ciertas atmósferas, ciertos aires de esa realidad que al hombre se le escapan… y que no puede asir.
¿Cómo tiene que vivir un poeta, Juan? Usted, que ha sabido vivir de una manera al mismo tiempo partícipe y apartada…
Yo diría, en cierto modo perogrullescamente, como pueda vivir… Tendiéndose, esforzándose en ser fiel a sí mismo. Es decir, fiel a eso que por razones azarosas del modo de distribución de la energía social -o potencia o don a veces hasta relacionado con su inserción en la sociedad- le ha tocado a él asumir… el poeta tiene en ese sentido una responsabilidad y su vida debe ser una respuesta.
La unidad de vida y poesía debe darse a través de algo que está operando en uno y de lo que uno es responsable, que va informando la vida y la poesía… Sin esfuerzo, naturalmente. Y cuando es auténtica, se da. Es difícil, yo sé que es difícil en esta sociedad. Hay tentaciones, muchas facilidades, muchos encantos o maneras de adulterar, de pervertir… el prestigio, por ejemplo, que puede ser útil para muchas cosas.
El poeta debe ser fiel. Y luego, hay una cuestión fundamental: la conformidad consigo mismo. Yo no creo que un hombre pueda ser feliz, que pueda pasar el límite -quiero decir morir- sin haber sido una cierta unidad, habiendo vivido dividido en el «hombre social». Porque si el poeta -o quien fuere- no es fiel, quien en primer lugar se perjudica es él mismo.
Fragmento de la entrevista publicada en la Revista Crisis y realizada por Jorge Conti el 9 de febrero de 1972.