En mí ciudad, cuando la primavera llega, trae con ella la bruma colorida de vida a resucitar todo lo que no podemos ver en el opaco marrón-gris del frío.
Agua en abundancia y un sol indispensable cubren todo el cielo azul celeste que supo parir un paño patrio.
Un universo de olores frutales y cosas vivas invade las ventanas, los balcones, las terrazas.
Nos chocamos piedritas y escalones con los pies en el entretenimiento de ver la flor de jacarandá, o en el mejor de los casos, ese lapacho, el rosa, y también el poco visto y deseado, el lapacho blanco.
Pero hay algo que pasa también en mí ciudad, nubes negras y no de tormenta entibian el pecho y el nudo que debería atar se rompe; vemos con nuestra frente cómo queman los colores, los que ya le robaron al río y ahora algo más, el verde entero del sapo, el turquesa de la tacuarita.
Un pescador me contó que antes existía un río rojo, cobrizo, que podía observar siempre al poniente con sus ojos de niño, “no lo volví a ver” me dijo; el tiempo y Yacyretá mataron el río rojo bermejo, el río sedimento: los colores también se mueren.
Con las nubes que enturbian viene un silencio aterrador que nos hace callar los ojos, una inercia de lo que es aplasta nuestro espíritu al ras del suelo. ¿A qué huele el humo cuando se queman los colores? Me pregunto que crecerá de nosotrxs cuando nos enterremos.
Otra primavera llegará y unas dudas me retienen el dolor: cuánta paciencia tienen los pájaros, cuánto más aguanta el monte conmovido, como se crea un color, cuánto vale nuestro amor.