Tengo 15 años. Es de madrugada y vuelvo hacia mi casa acompañada de amigues. En algún punto nuestros caminos se abren y camino las pocas cuadras que me faltan sola. Saco la llave de la mochila y la pongo entre los dedos, como una suerte de manopla, atenta ante cualquier extraño. La noche está hermosa y el silencio reina. No estoy tranquila. No puedo darme ese lujo.
Tengo 23. Vuelvo de lo de una amiga en la bici. Vuelo por las calles desiertas de una Posadas que duerme. No hay un alma a pie, y los pocos autos que me cruzo los miro con recelo. Tengo ojos 360 grados. Cada músculo del cuerpo está tenso, y las gotas de sudor me bañan el cuerpo por la velocidad a la que voy. Pienso si sería mejor que me perciban como mujer o como disidencia (spoiler alert: ninguna). En invierno puedo ocultarme en abrigos grandes y capuchas que me vuelven indistinguible, pero es verano, y los cuarenta grados me imposibilitan taparme las piernas, la cintura, las tetas. Todo eso que me delata y me vuelve vulnerable. Me cruzo un varón andando en patineta con desgano y lo envidio. Siempre me sorprendió la naturalidad con la que pueden habitar la noche los tipos.
Cuando estoy a cuatro cuadras de mi casa, me relajo un poco. Ya estoy en mi territorio, pero apenas entro en el barrio veo la misma camioneta de hace dos cuadras, a la que le fiché la patente de reojo cuando pasé. Avanza lento, se mueve extraño, me tapa la salida a la calle. Mi cuerpo se eriza entero. Barajo posibilidades, puntos de fuga por los que puedo pasar como un cohete con la bicicleta, maniobras para huir ante un posible intento (las palabras violación o secuestro no se terminan de materializar en mi cerebro, pero cuelgan pesadas sobre mi nuca).
Cuando estoy acercándome, un caño del guardabarros de mi rueda delantera se desprende y se mete entre los rayos de la bici. La adrenalina se me dispara. Es una pesadilla, tengo que bajarme de mi escudo, volver a ser une chique sin ruedas, estar sobre mis pies hasta poder arreglarlo. La camioneta avanza lentamente alejándose cada vez más de mí, y yo después de dos o tres intentos logro poder subirme y andar despacio, procurando que los caños del guardabarros no toquen la rueda.
Llego a mi casa con náuseas, la cara roja y goteando sudor. Abrazo a mi novia y exploto en llanto. Me da miedo que, aunque no me hayan hecho nada, me hayan fichado. Que sepan donde vivo. Que sepan que no hay varones en esta casa. Porque la vida que elegimos representa una amenaza, y la posibilidad de perderla fue tangible. De convertirme en un número más, en un crimen más, en otra víctima por la que llorar en marchas, exigiendo justicia.
Lo terrible de todo esto, es que no es una situación excepcional. Cualquier mujer, cualquier disidencia que tengas cerca puede contarte una historia de terror como la que acabo de relatar. Todes tenemos la llave entre los dedos, la navaja en el bolsillo, el gas pimienta que llegado el caso no sabemos si vamos a poder usar en la mochila. No podemos disfrutar de la noche en soledad, y en manada somos animales atentos, cruzando calles, dando vuelta las esquinas corriendo, prestando atención a las situaciones peculiares de la madrugada.
Quizás, un varón lee esto y considera que todo es pura paranoia mía, que en realidad no pasó nada, que es un cuento que me inventé. Es entendible, la carga emocional también siempre fue nuestra. El tener que estar atentas, el fíjate que no te sigan, el cambiarse de ropa en ciertos tramos del viaje para no llamar la atención, el tener que tomarse un taxi por pocas cuadras, rezando, aunque no creamos porque el que maneja elija no hacernos nada.
Digo todo esto, y por el contrario de lo que se podría pensar, también digo: no dejemos que nos roben la noche. Habitémosla en grupo, desafiemos la norma que nos quiere en casa después del atardecer. Armémonos, cuidémonos entre nosotres, imaginemos otros mundos posibles en los que los chabones no puedan dañarnos. Capaz, si tratamos muy fuerte, lo logramos.