Volví a ver el mar después de mucho tiempo. Demasiado tiempo… Estaba con mi hermana. Nos quedamos en la orilla, justo en el punto donde rompen las olas, y no entramos al agua porque hacía frío. Tampoco se podía hacer mucho más que ver el mar, escucharlo, sentir cómo la sal se pega en la cara. Esta playa no tenía arena, tenía piedritas chicas. Me entretuve recogiendo puñados de esas piedritas y dejándolas escurrirse por entre mis dedos. Caminé un rato por la costa, sin ganas de ir a ningún lado, y volví adonde había estado.
No era el mejor día para ir a la playa, estaba nublado. De repente empezó a llover. Era un diluvio, caía el agua como si el mar se derramara sobre nosotros. La gente empezó a querer irse. Mi hermana y yo, también. Pero tuvimos que quedarnos en el malecón, justo donde terminaba la playa y empezaba una plaza desnuda, porque teníamos miedo de que nos caiga un rayo.
Toda la gente se quedó como paralizada. Mirábamos expectantes y esperábamos que la lluvia parara. Pero no pasaba nada, y cada vez estábamos más mojados y cada vez hacía más frío. Un hombre fue el primero que se animó a cruzar la plaza vacía. No era una plaza muy ancha, tendría unos cien metros de lado a lado, pero con esa lluvia era muy probable que en un espacio así de abierto le cayera un rayo a quien pasara por ahí. El hombre pasó corriendo. Se detuvo como a la mitad, donde se alzaba un mástil gigante con la bandera del país en el que estábamos. (No vi qué bandera era). Después, cuando estuvo seguro de que no le iba a pasar nada, el hombre siguió corriendo y se refugió bajo un toldo de un café en la parte de enfrente. Al comprobar que era seguro cruzar, la gente empezó a mandarse. Primero de uno en uno, después de a varios. Con mi hermana también nos decidimos a cruzar. Pensamos que, habiendo tanta gente en el mismo espacio abierto, sería mucho menos probable que nos pegara un rayo.