Adelgazar por ley

No lo pude evitar. En el fondo, pienso ahora, tal vez no quise evitarlo. Conocía la ley y, a pesar de que no me convenía desobedecerla, tampoco estaba de acuerdo. Los artículos que se referían al gramaje personal opacaban todo tipo de libertad individual.

La cuestión es básica: la población no estaba incrementándose, pero sostenía año a año su elevada densidad. En cambio, los recursos textiles empezaban a escasear. No había manera de abastecer la multiformidad de cuerpos existentes.

Para abaratar costos y aprovechar cada hilo, tela, retazo, ovillo y tejido al máximo, los gobiernos habían acordado desarrollar una política de control durante un período de prueba. El control se ejercería sobre las medidas de les ciudadanes.

Todas las personas pensamos que tomarían la decisión más lógica: anotar cada medida antropométrica, regular los negocios de indumentaria y ofrecer turnos para que la gente compre y retire su prenda confeccionada milimétricamente.

Suena rebuscado, mas daba garantías importantes. La ropa no se desperdiciaría y sería producida singularmente, nadie cabría en un talle aproximado, a nadie le sobrarían centímetros, a nadie le faltarían centímetros. Las compras, además, ya no sucederían masivamente.

El problema es que no se optó por esa alternativa. La propuesta fue contraria. Se fabricaría una cantidad limitada, pero los talles corresponderían a tres promedios: entre la medida más grande y la más pequeña, entre la más grande y la más mediana y entre la más mediana y la más pequeña.

El verdadero problema es que, sin importar cuán bajo fuera, nadie podía sobrepasar por muchos kilos y formas el peso promedio. El control gubernamental, de hecho, empezó a restringir las oscilaciones de las balanzas y muchísimos cuerpos adelgazaron para adecuarse.

Sostuve mis kilos promedio durante meses hasta que una crisis laboral me abrió el apetito y paulatinamente engordé. El talle más grande se agotaba todo el tiempo y mi ropa no quería expandirse con mi carne, se rebelaba contra mi rebelión involuntaria.

Tenía que vestirme igual. La fría temperatura no alentaba el uso de faldas o vestidos que a otres quedarían amplias y a mí me ajustarían, pero al menos tendrían espacio para mis actuales dimensiones.

Una mañana aguanté la respiración y me calcé un pantalón sastrero. Solté el aire despacito, temerosa, y no hubo grandes consecuencias. Solamente me sentía incómoda y apretada, principalmente cuando me sentaba o agachaba.

Pasé gran parte del día así vestida y a las horas se le sumaban signos de dolor. No parecían muchos ni profundos, pero quizás estaba sedada por el mismo acontecimiento. No sé, la anatomía humana representa ahora un enorme misterio para mí y mis médicas.

Al finalizar la jornada, traté de desvestirme y en ese proceso noté una mancha de sangre. Sumamente horrorizada, me paré frente a un espejo y vi cómo el pantalón estaba clavado y enterrado en mi carne, cortando mi cintura y queriendo terminar de partirme.

Me desmayé. Mi familia llamó a una ambulancia. Me internaron y pudieron extraer la prenda con mucho trabajo y cautela. Hoy en día transito mi décima semana de curaciones y no sé cuánto más pueda durar. Lo único que sé es que me salvé de que mi cintura empezara a cicatrizar alrededor de la tela.

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