I

Atrás queda el monte Sinaí, atrás
la bruma divina que envuelve al profeta
que lava espejos en Nazca y Yerbal
sobre arroyos que presos hierven en lo bajo.
Atrás quedan sombras saliendo de sombras,
fantasmas de aljibes en barrios del sur,
y la Nueve de Julio entre torres y espíritus,
un hiato que aún no logramos cruzar;
quedan estampidas, fulgores del Río,
la entrevista costa oriental, los nocturnos
peregrinos de la ruta del cartón, los otros,
matutinos, de trámites y procesos;
atrás el flujo y reflujo de ríos
que incontables forman la red caótica
y tan poco cuadrangular como la otra,
indescifrable, que dibujan los astros;
¡los astros, los había olvidado!
¡Atrás quedan cielos carentes de estrellas!

Y cómo saber si no soy eso mismo, si no
pertenezco sin remedio al maremágnum,
ese insulto a la idea de polis –no,
no es Jerusalén entre verdes montes–,
esa cicatriz sobre la faz de la tierra
–y para mí tanto más querible que ella,
pues no podría sufrir ese rostro
si no supiera que en sus vacíos,
y en sus distancias abominables que
uno tras otro los rostros humanos tragan,
existe esa superabundancia de carne,
esa saturación de cuerpos que al chocar
transmiten espíritus de calle en calle
y aunque no haya suficientes para saciar
la sed eléctrica que atormenta a todos,
basta para convertir la colmena pétrea
en un asilo cuya ausencia tortura ahora.

Porque partí, al cabo, a pesar de los espejos
que amurallan las calles con formas ansiosas,
de lámparas que refractan la luz oscilante
que mide el pulso al ardor compartido,
de túneles que estrechos prometen
salvoconducto a secretos interiores,
de largas escaleras, simulacros de ascenso,
e infiernos artificiales apenas velados,
que iluminan la escasa altura del cielo.
¡Dejé lo que ha sido palacio de gracia,
donde he gastado madrugadas sin término,
noches que rehusaban morir hasta que
todo –luces, autos, puertas, torres–
era absorbido por la danza frenética!
Y el sol al salir era un gran final,
culminación de excesos, la hoguera
que en secreto nos reunía para revelarse
sólo cuando fuéramos dignos, el velo
que en nosotros se abría y en torno se cerraba,
recuerdo tácito de que el triunfo era parcial:
aún faltaba la verdadera lucha, ahora
debíamos internarnos por la senda oculta.

Esa orden, que me destierra, obedezco:
he visto rostros que en plenitud de amor
se han entregado. Pero no la máscara
que contempló esas alboradas sacras.

El otro incendio – 2