III

El otro incendio – 2

La ruta es la misma –no tengo brújula
pero me basta el sol para saberlo.
La ruta es la misma, cambia solamente
la montura, y la superficie que golpean
los cascos al galopar rumbo al Sur.
El riel deviene asfalto, el metal, hule,
pero eso es todo. La ruta sigue.

    Mi viejo era un vasco tonto,
    tonto, tonto, mirá que te lo digo,
    pero me enseñó una sola cosa bien:
    si sacás un fierro de la funda lo usás.
    Sino, sos tanto más pelotudo.

Apenas podía arrastrarme; apenas podía
mirar fijo al otro lado del mostrador,
y pedir la infusión que centrara mi mente
en la legua que abandonara el puerto falso.
Confieso que entonces no fui otra cosa
que la taza de cartón humeante,
en que anclé mi consciencia para
evitar que me disgregara por las calles.

    Decía, estaba un tipo de guita
    tras una mina del cabaré,
    en Rawson, que me prefería.
    Una noche llegan y me dicen,
    “Te esperan afuera”.
    Yo salgo, tranquilo.

Encontré, al cabo, la senda que me trajo
al último puesto donde se proveían
quienes, como yo, iban a cruzar el desierto.
Y aunque no vi ningún Virgilio entre ellos,
hallé al menos un Estacio que me llevara.

    Porque así eran las cosas,
    viste, nada de putear.
    Señalaban la puerta y listo.
    La de veces que he peleado,
    qué va. Una vez, en Ushuaia,
    le reclamé a un artesano
    que medio me faltó el respeto,
    pero el hijo de puta me hizo bosta.

            Mierda.
    Después cené en su casa.

El mar es un olor impreciso que pronto
queda atrás; el sol parece disminuido por
la ausencia de ventanas donde reverberar.
La tierra irradia una luz propia que no calienta.
El puerto ya no existe, yo solamente escucho.

    Yo me conozco desde aquí
    hasta Lapataia; y por mar,
    cada uno de los puertos.
    Fui pescador, viste.
    Son un caquero, cada uno.

        ¿y la sima de los barcos,
        llegaste a verla,
        es también un caquero?
    Pero el mar. El mar.

He aquí el desierto tan temido: la imagen atroz
se yergue en el horizonte de otro horizonte.
Los ojos sangran y el espíritu se encoge;
sólo las piernas conservan el ánimo
y no soy más que este movimiento
hacia adelante en una recta infinita.
El intelecto naufraga, porque no vale
pensar, sólo moverse, e incluso la luz
se rinde sin haber agotado la jornada.

    La ginebra es buena pa arrancar.
    Estaba una vez en Río Gallegos,
    con un amigo, testigo de Jehová
    y el muy vivo, que no tomaba,
    y hasta se dio el lujo de criticármelo,
    se mandó toda la botella. Tarado.
    Y bueno, hizo diecisiete bajo cero.

Y en lo obscuro, cuando ya no hay
qué observar, sólo la voz puede llenar
el limbo que nos consume, y narramos
hasta que llegue el sueño o el próximo pueblo.
Decime, ¿qué pasó con el tipo y el revólver?

    Salgo y el tipo me pone el fierro
    en la cabeza. “Dispará” le digo,
    “tu problema es con la mina, no conmigo,
    pero dispará, si te hace sentir mejor”.
    No tuvo las pelotas, por supuesto.

        A diferencia tuya, imagino.
    Mirá, yo estuve en las islas
    cuando cayeron los ingleses.

        ¿Te llevaron conscripto?
    Ya quisiera, de imbécil me ofrecí.
    No fue nada heroico, pero
    cuando hubo que aguantar tiros
    y quedarse quieto, aguanté
    quieto donde me dijeron.
    Lo demás es feria. Yo
    tendría que estar muerto.

El otro incendio – 4